—No hay huellas específicas. Ni una sola marca de un zapato o una fibra de ropa o un objeto que sea extraño en una obra —dijo el teniente.
Estaba sentado en su despacho frente a Andrea y Ortega. A pesar de su desconfianza inicial, ahora sabía que había acertado al hacerles trabajar juntos. Usando una comparación que le gustaba mucho, apropiada a su oficio, una vez le había dicho al capitán de zona que los visitaba:
—Se complementan bien en las investigaciones. El carácter de Andrea es el del revólver; el de Ortega, el de la bala. Ella lanza una pregunta y se queda quieta, esperando sus efectos; Ortega va con la pregunta a estrellarse contra el cuerpo del interrogado.
En efecto, de él no esperaba mucho más que la fortaleza de su presencia, que, incluso inmóvil, no perdía una cierta capacidad de amedrentar, lo que resultaba muy útil en determinadas circunstancias. Cuando se quedaba mirando a algún implicado en algo sucio o delictivo, parecía estar pensando por qué lado de su cara comenzar a golpear. De ella, en cambio, esperaba una contribución más decisiva: la perspicacia para leer los detalles, para comprender desde el punto de vista femenino lo que él no se sentía capaz de captar, lo que en ocasiones ni siquiera sabía el propio autor del delito. Pero también quería tenerla cerca de él por algo que nunca le hubiera confesado a nadie: porque Andrea lo obligaba a ser más tenaz, a agudizar sus reflexiones, a perseverar en la idea de que, existan o no las pruebas para aclarar un crimen, siempre hay que buscarlas. A todas esas cosas, en fin, que hacen los hombres para atraer sobre ellos las miradas de las mujeres que de algún modo aman o desean.
—Ahora estamos seguros de que no se mató. Tenía en el bolsillo un recibo para recoger dos días más tarde un pedido de doscientas tarjetas de visita con su nombre, Martín Ordiales. Lo había encargado dos horas antes. No parece probable que se ocupe de encargar tarjetas de visita alguien que ha decidido arrojarse desde un séptimo piso.
—Claro que no —dijo Ortega.
—La prensa ya conocía lo de las tarjetas —añadió el teniente mostrándoles una página del periódico regional—. ¿Alguno de vosotros lo ha contado por ahí?
—No —contestó Ortega—. Tal vez los de análisis.
—No creo —dijo Andrea—. Debieron de ser los propios familiares de la imprenta. No sería la primera vez que comprobáramos lo difícil que resulta guardar algo en secreto en esta ciudad. ¡Y con una prensa tan ávida de ese tipo de detalles!
—¡La prensa! —el teniente torció una sonrisa—. Vibran de entusiasmo cuando aparecen conflictos de sangre, se les afilan los dientes y hasta se diría que en esas crónicas sus artículos tienen ingenio. Nunca mueven el culo tan rápido como cuando van detrás de una sirena, de ambulancia o nuestra, tanto da, pero mejor nuestra, porque significa que además de sangre ha habido algún tipo de violencia. Esta vez acertaron, pero ya los despistaremos. Como otras veces. Cuanto más alejados de la verdad los mantengamos, más cerca de ella podremos trabajar nosotros. No será difícil engañarlos. Cuatro periodistas provincianos que no tuvieron el talento ni el coraje suficientes para ganarse un sitio en algún periódico de Madrid. Fracasados. Aburridos. Algunos intentando disimular con excentricidad su falta de imaginación.
Los dos guardias escucharon en silencio la diatriba del teniente contra un gremio que nunca había soportado. Conocían los rumores de la intervención de la prensa en la apertura de un expediente contra él, habían oído algo de un ascenso frustrado, pero nadie les había dado nunca detalles.
—Volviendo a lo nuestro, el forense ha confirmado que no había bebido ni tomado nada que pudiera confundir su percepción y haber hecho que cayera. Estaba vivo cuando se estrelló contra el montón de escombros. Una muerte instantánea. Traumatismo craneoencefálico múltiple y… —hojeó el informe— y un montón de roturas. Además, no padecía ninguna enfermedad incurable ni estaba bajo ningún tratamiento contra la depresión o algo parecido. Nada extraño. Sólo iba a rehabilitación de una epicondilitis en el codo derecho.
—¿Epicondilitis? —preguntó Andrea.
—Una inflamación de los tendones por una sobrecarga. Lo que se llama «codo de tenista» —informó Ortega.
—Tenemos, además, su agenda de trabajo, en la que aparece un centenar de nombres. Empresas de suministros o contratas, técnicos, posibles compradores. Habrá que revisarlos a ver si surge algo interesante.
El teniente extrajo del cajón de su mesa una bolsa de plástico transparente en la que se veía un pañuelo de mujer, con un suave estampado de tonos marrones, amarillos y verdosos.
—Y, por último, aún encontramos esto. Lo llevaba en un bolsillo de la chaqueta.
Andrea cogió la bolsa y la abrió ligeramente para aspirar el perfume.
—Chanel. De quienquiera que sea, puede decirse que tiene buen gusto y que se preocupa de su aspecto.
—Pues ya tenemos trabajo. Vamos a comenzar buscando a la dueña del pañuelo. En cuanto aparezca, detenéis las preguntas y me avisáis. Quiero interrogarla personalmente. Tendrá que explicarnos por qué Ordiales lo llevaba en el bolsillo. Al mismo tiempo, vais haciendo un informe de dónde estaban aquel atardecer todos los que lo conocían o tenían alguna relación con él. Sacamos todos los datos y luego comprobamos si son ciertos. Comenzad con las primeras mil preguntas habituales, extendiendo las manos y agarrando todo lo que toquéis. Tal vez después de todo eso podamos ver un poco de luz.
Los dos guardias se levantaron de sus sillas, Andrea con toda la documentación que le había dado el teniente; Ortega, sin nada, abriéndole la puerta mientras hacía aquel movimiento nervioso de los hombros con que se encajaba la camisa reglamentaria que siempre parecía quedarle pequeña.
* * *
Los propios médicos no sabían si se había caído y se había roto el fémur o si el fémur se había roto y por eso se había caído. En cualquier caso, ya no importaba mucho. Sólo importaba que ahora su madre no se sintiera sola, que supiera que él estaba cerca y que podía contar con su ayuda para todo lo necesario. Ricardo Cupido no podía decir que había tenido buenos maestros, nadie le había enseñado lo más importante de lo que sabía y, por supuesto, nadie le había enseñado a ser detective privado. Ese era un oficio que no se aprendía en los mejores libros ni con los mejores maestros, al que se llegaba sólo después de haber fracasado en la búsqueda de cualquier otro. Un oficio apto para una criatura menos frágil y menos pesimista y más resistente que el hombre y carente de su capacidad de compasión. De modo que si ahora era algo, se lo debía a sus padres. Cuando pensaba en ellos, procuraba evitar cualquier sentimentalismo, pero a menudo terminaba cayendo en él. No encontraba otras palabras que las viejas palabras de siempre —bondad, cariño, agradecimiento y ternura— para referirse a ellos.
Ahora la miró —apenas cuarenta o cuarenta y cinco kilos de piel, vísceras cansadas, un poco de carne y un puñado de huesos esponjosos y frágiles— y pensó en lo que nunca le diría en voz alta: «Soy el segundo de tus hijos. El primero murió. Pero yo estoy aquí y, aunque me ordenes lo contrario, voy a seguir contigo».
Como si lo hubiera oído, abrió los ojos y sonrió al mirarlo.
—¿Pero todavía no te has ido?
—No.
—Ya te he dicho que estoy bien, que puedo apañarme sola, que no te quiero ver aquí todo el tiempo.
Había estado dos semanas en el hospital y ya llevaba dos días en la casa, adonde Cupido se había trasladado, abandonando su apartamento. Ya caminaba más o menos bien con ayuda de un bastón, al menos lo bastante bien como para recorrer toda la casa e ir al baño y sostenerse unos minutos frente a la cocina y hervir un poco de pescado.
—No tengo nada que hacer —replicó.
—Seguro que sí. Seguro que hay mucha gente en esta ciudad buscándote desesperada para que les soluciones algún problema. Y yo ya puedo caminar perfectamente con el bastón.
—Claro que puedes caminar. Y en una o dos semanas ni siquiera lo necesitarás —dijo con énfasis.
Pero sabía que tampoco ella lo creía —que volvería a andar como antes—, y que adivinaba su mentira como todas las mujeres que han sido madres desde el principio del mundo saben cuándo sus hijos están mintiendo, aunque asientan y simulen creer la mentira. Pero era necesario animarla a moverse, porque había visto a ancianos con percances así que comenzaban por no salir a la calle y terminaban por no levantarse de la cama.
—Pues si no tienes nada pendiente, hay algo que me gustaría que hicieras esta mañana.
—¿Qué?
—Algo todavía demasiado complicado para mí —dijo buscando sus ojos—. Hace mucho tiempo que no voy a limpiar las tumbas de tu padre y tu hermano. Me gustaría que fueras tú a hacerlo.
Cupido asintió, pensando que quizá tenía que haberse anticipado y proponérselo él. Cada cierto tiempo, su madre se acercaba a retirar las flores mustias, a pasar un pañuelo por el cristal que protegía las fotografías, a decirles simplemente que no los había olvidado y que pronto estaría con ellos dondequiera que estuviesen.
—No te preocupes. Puedo ir ahora mismo.
—Llévales unas flores. Tu padre siempre decía que no le gustaba ese tipo de cosas, pero yo sé bien que era mentira.
—Claro. Un buen ramo.
Se acercó a ella, le dio un beso en la frente y dejó que le apretara muy fuerte la mano que había apoyado en su hombro, con una intensidad que no había vuelto a mostrar desde el día en que lo llamaron desde el hospital y apenas tuvo tiempo de abrazarla antes de que entrara en el quirófano. Cuando levantó la cabeza, su madre, a quien no había visto llorar desde hacía muchos años, tenía los ojos húmedos. Aquello y el encargo que le había hecho eran dos señales evidentes, y, apenas dos horas más tarde, Cupido se preguntaría cómo pudo pasar por encima de ellas sin saber interpretarlas.
Salió a la calle, encargó un ramo de flores y, mientras se lo preparaban, se acercó a su apartamento. Recogió algunas cartas del buzón y comprobó los mensajes del contestador. Había varias llamadas, hechas desde el mismo número, que no dejaron voz, y sólo en la última un hombre decía que volvería a llamar más tarde y que se trataba de un asunto urgente. No había dicho su nombre.
De vuelta a la calle, recogió las flores y fue al cementerio. Hacía mucho tiempo que no pisaba por allí, y todo le pareció demasiado grande —porque no era sólo que Breda siguiera acatando el viejo precepto de que todos los cuerpos de los muertos se pudran bajo tierra, era también que se oponía frontalmente a su derogación— y renovado, un recinto tan amplio que empequeñecía la sombra de los cipreses y las estatuas de los ángeles. Avanzó por las calles, de vez en cuando leyendo aquellos juramentos de recuerdo y desconsuelo, pero también votos de esperanza, de paz y de fe en un Dios en el que él, tanto tiempo atrás, había dejado de creer sin que nada viniera a llenar el vacío de esa creencia. Desorientado, tuvo que preguntar a un empleado que lo guió hasta el sitio exacto.
Sobre los nichos de su padre y del hermano a quien no recordaba había otros dos huecos esperando, como dos heridas abiertas sobre los de abajo, ya cicatrizados. Uno era para su madre. «Llegará un día y ella morirá, y la enterraré en ese nicho, y yo estaré más solo», susurró, embargado por una trémula melancolía con la que, si bien ya se había topado algunas veces antes, nunca con la suficiente frecuencia como para familiarizarse con ella y aprender a hacerle frente. El otro hueco estaba reservado para él. El detective colocó las flores en un gancho clavado entre ambos y pasó el pañuelo por los cristales. No sentía dolor al contemplar sus rostros en las pequeñas fotos grises; hacía demasiado tiempo que habían muerto. Tampoco sabía rezar: no creía en Dios, pero a la mínima sugerencia de su madre iría corriendo a la iglesia a pedir una ceremonia para que toda la gente que los había querido pudiera rezarles una oración.
De pronto, sin motivo aparente, pensó en sí mismo enterrado en aquel hueco encima de su hermano mayor y, sin embargo, muerto tan pequeño, antes de cumplir cinco años. Posiblemente, cuando él muriera, su madre ya lo habría hecho un tiempo antes, y en toda la ciudad no quedaría nadie cercano que supiera algo suyo más que las fechas de nacimiento y defunción, cuando él, en cambio, por su trabajo, sabía de la vida oculta de la ciudad más que todos sus cronistas. Imaginó una aproximación a su epitafio: «Aquí yace el recuerdo de Ricardo Cupido, detective. Amó a algunas mujeres y ayudó a algunos hombres, viajó a algunos países y se bañó en las aguas de todos los ríos que cruzó. Deja, para quien quiera recogerlo, una pistola que no usó nunca, una casa deshabitada y un archivo vacío para decepción de los curiosos. Nunca terminó de ser feliz en el lugar donde nació. No tuvo hijos y con él se extinguió su apellido».
Se apartó de allí y comenzó a caminar de regreso, preguntándose si aquella tendencia, frecuente en los últimos días, a pensar demasiado en el futuro no era un signo evidente de que se iba haciendo viejo. Estaba nervioso por todos los detalles de aquella mañana, captaba una tensión cuya última forma de manifestarse ignoraba.
Al llegar a casa vio que en la entrada no estaban ni el bastón ni la silla de ruedas y de inmediato pensó en una nueva caída y en un accidente más grave. Avanzó por el pasillo hasta llegar al salón. Junto al teléfono había una hoja con un mensaje manuscrito con aquella inconfundible letra redonda y aplicada, apenas modificada desde la infancia:
«Hijo, espera a mañana para venir a verme. Entonces los dos estaremos mejor y más calmados. Lo tenía todo dispuesto desde que estuve en el hospital. Ya había reservado una plaza en La Misericordia y nada va a cambiar, aunque te opongas. Un día me llevaron a verla y pude hablar con los internos. Allí estaré muy bien, es una residencia limpia y agradable, y saben cuidar a ancianas como yo mejor de lo que tú sabrías hacerlo. No con más cariño, sólo con más comodidad. No podría soportar que un día tuvieras que verme desnuda y llena de miseria. Sé lo que nos conviene a ambos. Sé también que estando aquí no hubieras permitido que me fuera y he tenido que alejarte. Tu padre y tu hermano estarían de acuerdo con lo que he decidido hacer y nadie puede cambiar.
»Te abrazo con toda mi alma».
Había también una dirección y un número de teléfono. Descolgó para llamar, pero tuvo que dejarlo porque se le nublaban los ojos y sabía que apenas podría hablar con nadie.
Se tumbó en el sofá sin hacer nada, sin oponerse a la tristeza, sólo recordando las palabras de la carta.
Luego, al fin, se levantó y marcó el número escrito en el papel. Preguntó por su madre y una voz femenina consultó algo y le dijo que en ese momento no podían avisarla, porque era la hora de la comida, que tal vez luego, durante la tarde, en algún periodo de descanso entre los chequeos y los análisis de la revisión médica que era normativo cumplir al llegar.
Su ingreso era, pues, definitivo, y Cupido supo que no podría hacer que desistiera de la decisión tomada. Aunque no tenía hambre, picó algo de lo que ella le había dejado preparado en la cocina, sintiendo que los lejanos sabores familiares revivían en su boca con una intensidad fosforescente. «Quizás uno deja de ser un niño cuando comienza a amar las cosas que amaban sus padres: el sabor de una comida, la afición a un paisaje, la exactitud de un refrán», pensó de pronto, con una intuición de orfandad definitiva.
Cuando regresó a su apartamento había un nuevo mensaje en el contestador donde el mismo hombre dejaba ahora un número de teléfono para que el detective lo llamara. Iba a hacerlo, intrigado por tanta urgencia, cuando se le anticiparon desde el otro lado de la línea.
—¿Ricardo Cupido? —era la misma voz.
—Sí.
—He intentado localizarlo…
—No estaba en casa. Pero ya he oído sus mensajes —lo interrumpió—. Creo que podríamos hablar ahora mismo.
Quince minutos más tarde le abrió la puerta a un hombre cuyo rostro le resultó conocido, aunque no sabía de qué. No era robusto, y sin embargo lo sorprendió la fortaleza de sus dedos al saludarse, la energía que parecía brotar de sus manos de forma natural, sin que él hiciera nada por ostentarla, del mismo modo que un torniquete de hierro no necesita alardes para demostrar hasta dónde podría apretar o hacer daño.
—Supongo que habrá oído hablar estos días de la muerte de Martín Ordiales.
—Sí. Pero no conozco todos los detalles. He estado muy ocupado.
A pesar de la dedicación a su madre, Cupido no había podido evitar sentir interés por la muerte del constructor y por aquel detalle de las tarjetas de visita que sugería que había sido un homicidio. Qué estaba pasando en el mundo, se preguntaba, para que en una villa provinciana de cuarenta mil habitantes se hubieran producido tres casos criminales en el corto plazo de seis años. ¿Qué genes o moléculas o ácidos seguían operando en el corazón del hombre para que nunca pudiera dejar definitivamente atrás su condición de milite, de caín o de sicario? ¿Qué tipo de violencia era esa que surgía cuando todo alrededor estaba en calma, en un país sin apenas crisis internas que la justificaran y cuya última guerra había sucedido casi setenta años atrás?
—¡Los detalles! Supongo que los detalles exactos sólo los conoce quien lo arrojó desde la terraza. He venido a contratarlo para que usted los averigüe. Y estoy dispuesto a pagarle todo lo que a mí me pagaron para que lo matara.
—¿Para que lo matara?
—Para que matara a Martín Ordiales.
—¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio? —Cupido repitió la pregunta que tantas veces necesitaba hacer para que aquella gente aturdida o enfurecida o simplemente aterrorizada que llegaba a su despacho relatara con un poco de orden el caos en que se hallaban sumidos.
—Supongo que si nunca hubiera matado a un animal, aquella mujer nunca me habría propuesto que matara a un hombre. Pero también ella debía de pensar que no hay tanta diferencia entre ahogar a un perro lleno de colmillos y ahogar a un hombre, casi siempre más inofensivo si no va armado. Y sin embargo, ¡es tan distinto! Quiero decir que he matado a muchos animales, pero a ninguno cuya muerte no la hubiera solicitado su propio dueño. En una ocasión, un hombre me buscó para que acabara con el perro de un vecino que había mordido a su hijo. Me pagaba bien, pero no quise hacerlo. Quiero decir que, aunque con la mujer acepté al principio, nunca hubiera podido matar a Ordiales.
El hombre siguió respondiendo a cada una de las preguntas que Cupido le hacía: el modo de contacto, el anticipo recibido de la mujer que también era dueña de Construcciones Paraíso, el seguimiento que había hecho de las costumbres de Ordiales, las dudas hasta la última tarde.
—Entré en la obra sin que nadie me viera, hacia las ocho y media. La valla estaba cerrada y allí no quedaba nadie. Sabía que él no tardaría en llegar y que muchas veces bajaba del coche y se detenía a comprobar el trabajo realizado durante el día. Con una barra de hierro entre las manos, me senté a esperar bajo las escaleras de la entrada. Por un hueco entre los ladrillos podía controlar su llegada. Todo era irreal. El atardecer, la ciudad a la espalda y el campo al fondo, con aquellos solares llenos de hierbajos, basura y escombros. Seguía demasiado aturdido para advertir la gravedad de lo que iba a ocurrir. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que oí el ruido del coche. Fue entonces cuando comprendí que nunca podría hacerlo, que hay una distancia insalvable entre un perro y un hombre, aunque ese perro sea el animal más fiel e inofensivo y benéfico de cuantos tienen cuatro patas y ese hombre sea el tipo más dañino. Dejé la barra en el suelo, salí del escondite y huí corriendo por los solares vacíos. No me detuve hasta llegar a mi casa y encerrarme dentro, como si fuera él quien entonces pudiera venir a por mí. No sé si me vio al huir, tal vez sí, y por eso bajó del coche a ver qué ocurría y subió hasta ese último piso desde donde parece que lo arrojaron.
—¿Y no vio a nadie más en la obra, o llegando tras él?
—No. No miré atrás. ¿Cómo iba a imaginar que alguien más había planeado lo mismo?
—Y ahora, la mujer, ¿ha vuelto a llamarlo?
—No. Y yo tampoco iré a verla para reclamarle el resto del dinero. Es la única forma que tengo de demostrarle que yo no lo hice. Pero tampoco le devolveré lo que he cobrado. Es ella quien me ha metido en este pozo y quien debe pagar por sacarme de él. Ese dinero será suyo en cuanto demuestre que otro ejecutó lo que yo sólo había imaginado.
—¿Alguien sospecha de usted?
—Creo que no. Pero tengo miedo. No estoy seguro de que quien lo hizo no me haya visto siguiendo a Ordiales los días anteriores. Y mientras corría huyendo de la obra y salía a la carretera sé que pasaban algunos coches. Hay gente que me conoce en esta ciudad. No estoy absolutamente seguro de que alguien no pueda relacionarme con su muerte.
Cupido permaneció en silencio unos instantes, reflexionando sobre la extrañeza del trabajo que le proponía. El cliente pertenecía a esa clase de hombres que él nunca hubiera creído que acudirían a un detective para solucionar sus problemas. Parecía demasiado acostumbrado a resistir la desdicha como para asustarse tanto por un nuevo episodio. Además, las manos, las manos fuertes, los dedos como pequeños plátanos que apoyaba en la mesa, entre ambos, sugerían que no era alguien que se amedrentara fácilmente. La posibilidad de que estuviera mintiendo cruzó por su cabeza durante un segundo, pero la rechazó enseguida como algo imposible. Si era culpable, no tenía sentido que viniera a contratarlo sin que nadie lo hubiera implicado, puesto que con cualquier dato que Cupido averiguara, se arriesgaba a ser descubierto. Era absurdo pagar para crearse un enemigo. La única premisa que le parecía cierta era su inocencia.
—Trabajaré para usted —sacó un papel y un bolígrafo—. Ahora necesito que me dé todos los detalles de lo que averiguó sobre Ordiales cuando lo seguía: cuáles eran sus costumbres y con quién se veía, quién lo odiaba y quién se cruzó alguna vez con usted mientras caminaba tras sus pasos.