Ha muerto.
Ha muerto y yo no soy el responsable de su muerte, aunque sé que hay al menos una persona que pensará lo contrario. Estoy asustado. De alguna forma es como si ese primer precepto del sistema judicial del que tanto presumimos desapareciera para mí. Había aceptado un pacto que me convertía en culpable, pero nadie sabe que no lo he cumplido, con lo que, si la mujer esgrimiera sus cláusulas, me vería obligado a demostrar mi inocencia.
Lo terrible es que no podría hacerlo, porque yo estuve allí, en el edificio en obras, unos minutos antes del momento en que, según la prensa, debió de producirse la muerte.
Si el hombre a quien yo debía matar no se arrojó voluntariamente al vacío, alguien debió empujarlo. Conozco bien el sitio. Había estado ya dos veces allí, a esa misma hora, al atardecer, buscando el mejor lugar y el mejor momento para hacerlo, el hueco adecuado donde esconderme y la herramienta con que golpear. Conozco bien la terraza y su altura y yo mismo había pensado en ella como un lugar factible. Sé que el muro que la separa del vacío es demasiado alto para que caiga por él alguien que no quiere caer. Todos los que suban allí podrán comprobarlo y desde el primer momento sabrán que no ha sido un accidente. O se arrojó él voluntariamente —una posibilidad que no cree nadie de quienes lo conocían— o lo arrojó alguien contra los escombros. Ahora ha muerto y yo no lo he matado.
Leo las dos páginas que la prensa regional dedica al suceso, en las que todos los entrevistados hablan bien de él, honran su memoria. En ese sentido, su historia es la historia de todos los hombres: calumnia en vida, en la muerte alabanzas. Y, sin embargo, debía de estar rodeado de enemigos. Al menos dos con el suficiente odio dentro para atreverse a actuar: la mujer que me pagó —y que acaso ya está esperando a que vaya a recoger el resto del dinero— y quien en realidad lo hizo.
En verdad, no me resulta extraño tanto encono. Durante esos quince días en que lo seguí, en que estudié sus costumbres y sus movimientos, en que lo observé cuando él creía que nadie lo observaba, caminando por la calle o conduciendo, tomando un café o amonestando a un empleado, llegué a conocerlo bien, creo que tan bien como quienes lo rodeaban. A los pocos días podía anticiparme a sus reacciones; adivinaba por un gesto de su boca cuándo estaba triste, preocupado o expectante, cuándo había dormido mal, a quién estimaba u odiaba. Ahora sé que alguien que nos espía puede llegar a saberlo todo de nosotros. Lo he visto y sé de lo que hablo. Martín Ordiales era uno de esos hombres que nadie quisiera tener por enemigo. Enérgico, fuerte, hábil, exigente, orgulloso y duro de trato. El tipo de hombre que un país enviaría como embajador a otro país con el que de un momento a otro puede entrar en guerra. Miraba a los ojos de aquel a quien estrechaba la mano. Mi mano, una mano fuerte que ha ido llenando la ciudad de pequeños cadáveres, estrechó en una ocasión la suya y de aquel breve contacto deduje que no sería fácil asustarlo.
Fue hace una semana. Ya lo sabía casi todo sobre su horario y sus costumbres. Lo había meditado bien y llegué a la conclusión de que no importaba nada que me viera. Aún no había decidido cómo lo haría, e incluso podría ser una ventaja que me conociera para luego acercarme a él más fácilmente.
Esperé a que las oficinas de Construcciones Paraíso quedaran vacías de empleados para visitarlo cuando estuviera solo. A tenor de las horas que dedicaba a la empresa, se diría que era su impulso, su vocación y su alma. Estaba observando unos planos y, al llamar a la puerta entreabierta, en lugar de decirme que ya era tarde y que volviera otro día, me hizo pasar y me pidió que me sentara. Me fingí un comprador interesado en alguna de las viviendas del edificio donde ahora ha muerto y, en lugar de remitirme al encargado de las ventas, él mismo me dio una completa información sobre su precio y los plazos de entrega, sobre luces y metros cuadrados, sobre opciones y calidades. Me respondía a lo que yo iba a preguntar un segundo antes de que lo hubiera preguntado y demostraba un exhaustivo control sobre la materia que tenía entre las manos. Salí de allí pensando que si me decidía a comprar una casa con el dinero que su socia pagaba para que muriera, compraría algo de lo que esa tarde él mismo me había mostrado.
Ahora que ha muerto imagino que algunos se habrán alegrado. Yo no. Al contrarío. Estoy asustado. No sé si perdí algo al huir tan deprisa, si dejé las huellas de mis dedos o mis manos en algún sitio donde él puso luego las suyas, si alguien más me vio correr como sin duda él me vio. No sé qué debo hacer. Permanecer inmóvil o ir a la casa de la mujer que me estará esperando con un buen puñado de billetes en la mano para pagarme un trabajo que no he hecho.
No sé qué debo hacer.
Coger ese dinero es como firmar una declaración de culpabilidad. Dejarlo es tirar al viento un hermoso regalo que tanto necesito. Me siento como un oscuro peón de ajedrez que, a punto de recorrer toda la hilera para convertirse en reina, duda en hacerlo, porque sabe que entonces atraerá de nuevo sobre él toda la agresividad del adversario.
No sé qué debo hacer y, mientras llega la luz, callo y espero.
Reviso la maleta donde guardo un saco de arpillera, cuerda y alambre, desinfectantes y tiritas, un bote de éter y mis guantes, y salgo a la calle a cumplir un nuevo encargo. A quien me vea, puedo parecerle un viajante de comercio algo cansado, o un médico sin demasiado éxito ni fe en los medicamentos y utensilios que lleva en su maleta. Pero sólo voy a matar a otro animal, a seguir con mi actividad habitual para que nadie advierta ninguna variación en mis costumbres.
Las señas indicadas son las de un piso y el hombre que me abre la puerta y me hace pasar tendrá unos cincuenta años y pesa más de cien kilos. Es de ese tipo de gordos con dificultad para atarse los cordones de los zapatos. Lo reconozco de otro encargo anterior, pero aún no sé su nombre, acaso nunca me lo ha dicho. La primera vez me llamó para deshacerse de un cocker que, según él, al crecer había desarrollado una desagradable agresividad. Todavía recuerdo a aquel animal que parecía haber copiado la obesidad y tristeza de su dueño. Cuando me acerqué a él me observó sin ladrarme, sin odio ni temor, como si supiera a qué había venido y, sin embargo, estuviera decidido a no oponer resistencia alguna. Por un momento me recordó a esos perros que, en los carteles contra el abandono de animales, miran un coche que se aleja por una carretera solitaria, bajo un eslogan que dice algo así como «El nunca lo haría».
Ahora tiene un pájaro y aún no sé la causa por la que quiere matarlo.
Me guía hasta el salón y me señala la jaula con un loro que nos mira con impertinencia.
—Es él —me dice en voz baja, dándole la espalda, como si temiera que el pájaro pudiera comprender sus palabras.
—¿Está enfermo? —le pregunto, consciente de que ésa es la coartada que todos mis clientes están esperando que les facilite, la compasión de la eutanasia, cuando en realidad quieren deshacerse de ellos por capricho o cansancio o simplemente hastío.
—¿Enfermo? No. Simplemente habla demasiado. Todo el día. Sólo se queda callado cuando estoy aquí con él, en el salón. Si salgo a la cocina, o al dormitorio, o al baño, comienza a llamarme a gritos como un niño que tuviera miedo a quedarse solo. De modo que tengo que arrastrar la jaula por todas las habitaciones y colocarla en un sitio desde donde me vea. Antes bastaba con taparla con la funda, pero ahora parece haber descubierto que el sonido es una cosa distinta de la luz y atraviesa la tela. Es insoportable no tener un minuto para estar solo y en paz en tu propia casa.
Comprendo lo que dice, claro que lo comprendo. Yo, que amo la música, sé qué necesario es el silencio e imagino cuánto puede añorarse la soledad si alguien nos persigue y nos impone su presencia las veinticuatro horas del día. Este hombre obeso que tengo junto a mí compró ese pájaro con una suave ilusión de compañía, lo alimentó, lo cuidó y usó toda su seducción y su paciencia para enseñarle las primeras palabras. Y ahora, sin que acaso sepa bien cómo ha podido llegar al otro extremo, está harto y le resulta insoportable su atosigante presencia, hasta el punto de pagar por deshacerse de él. Claro que lo comprendo, aunque sé que muchos considerarán su decisión como un capricho extraño y cruel. ¿Pero no hacemos lo mismo nosotros, los monos superdotados que nos hacemos llamar humanos? ¿No hacemos lo mismo? Un día comenzamos a rogar y a seducir a la mujer que nos ha deslumbrado y a quien a toda costa queremos tener cerca para sentirnos menos solos. Hasta que de pronto una mañana descubrimos que ese ser que respira y duerme y canta a nuestro lado nos estorba y nos decepciona por no ser la perfección que unos años antes habíamos soñado. A veces, entonces, abandonamos a quien habíamos buscado e inventamos coartadas para el abandono que los demás nos aceptan sin apenas reparos. En cualquier caso, con menos reparos que si abandonáramos a un perro, como si sintieran más compasión por un animal que por alguien como ellos.
—No se preocupe —le digo—. No volverá a molestarlo. Mientras me pongo los guantes sé que el hombre, a mis espaldas, me ha dejado solo, porque el loro comienza su parloteo en el que de vez en cuando distingo con nitidez una palabra como un grito de auxilio al que nadie responde:
—¡Corona! ¡Corona! ¡Corona!