Escombros

—¿Quién lo ha encontrado?

—Quiénes —dijo Andrea—. Los cuatro albañiles que llegaron los primeros, unos cinco minutos antes de las ocho. Aparcaron el coche, abrieron la valla metálica y, al avanzar, lo vieron. Era tan evidente que estaba muerto que no quisieron tocar nada. Dicen que les había extrañado ver el coche de la víctima aparcado ahí delante —lo señaló con un gesto—, pero a veces lo hacía. Llegar al trabajo antes que sus empleados, para controlarlos o para indicarles las tareas de la jornada.

El teniente miró alrededor, observando todo lo que la agente señalaba, antes de mirar hacia el cuerpo.

—¿Quién es?

Andrea consultó su libreta.

—Se llama Martín Ordiales —dijo en tono dubitativo. En esos casos, cuando alguien acababa de morir y su cadáver estaba aún presente, nunca sabía bien qué tiempo verbal debía emplear. El presente era inexacto; pero si usaba el pasado, tenía la molesta sensación de que estaba apartándolo con prisas, empujándolo al olvido—. Uno de los tres socios de la empresa que construía el edificio: Construcciones Paraíso.

—Ya —dijo el teniente. Había visto algunas veces los carteles en sus obras y en anuncios de prensa. Por tanto, aquella muerte, aunque no provocaría alarma social, traería algún eco, rumores ampliados por gente que lo había conocido, que le había comprado algún piso o había negociado con la firma.

—¿Conocéis a algún constructor que tenga buena fama, de quien se hable bien? —les preguntó a Andrea y a Ortega.

—No.

—Ninguno.

De Ordiales hablarían quienes lo habían conocido, pero sobre todo quienes lo odiaban al pagar cada euro que el banco les cobraba por los intereses de una hipoteca que tardaría varios lustros en ser liquidada. La noticia de su muerte ya habría comenzado a recorrer las calles, a entrar por puertas y ventanas, a martillear en los receptores de radio, a zarandear las líneas de teléfono modificando detalles, cruzando conjeturas, organizando sospechas. Siempre era igual: una ciudad provinciana en la que todos conocían a todos y nadie sabía nada de nadie. Dentro de dos horas, Breda entera comenzaría con las hipótesis y muchos de sus habitantes hablarían como hablan los portavoces del gobierno.

El médico forense, agachado sobre el cadáver, había cogido su mano y le movía la muñeca calibrando la rigidez o flexibilidad de la articulación con la misma atención y cuidado con que examinaría a alguien vivo. En los primeros tiempos de su trabajo, al teniente Gallardo siempre le habían llamado la atención los forenses. De entrada, no lograba imaginar que un estudiante de medicina eligiera esa especialidad, como tampoco creía que nadie eligiera libremente trabajar en una funeraria. Sospechaba que siempre se ocultaba una personalidad extraña en alguien para quien los muertos importaban menos que las circunstancias de la muerte, el dolor causado a la víctima o a los suyos menos que los detalles previos a ese dolor. Hasta que comprobó que aquel aspecto de su oficio era inapreciable, porque la mayor parte de su horario estaba dedicada a evaluar, sentado en una oficina, las lesiones y secuelas de accidentes de tráfico o laborales para determinar las indemnizaciones que debían pagar las compañías de seguros.

El teniente se acercó y observó la forzada postura del cadáver. Imaginó la rotura interior de vísceras y glándulas, los destrozos en huesos y articulaciones. Con aquel calor, pronto empezaría a oler mal: unas horas tan sólo entre la vida y la podredumbre. Luego miró hacia lo alto del edificio.

—Debió de caer desde la terraza. O lo tiraron —dijo esperando que el forense arriesgara una opinión.

—En cualquier caso, murió en el acto —se limitó a señalar los cordones de sangre negra que habían salido de su oído y de sus fosas nasales.

—¿Cuándo?

—Hará unas once horas. Sobre las nueve y media de la noche.

El teniente miró hacia atrás al oír el ruido del motor de un coche que se acercaba. Esperaba al juez, pero vio salir de él a una mujer de unos treinta y cinco años, que conducía, y a un hombre dos décadas más viejo.

Desde que llegaron, los albañiles estaban agrupados inmóviles junto a la entrada de la obra, sin hacer nada, desconcertados, respondiendo brevemente a las preguntas de algunos curiosos que se habían acercado atraídos por las sirenas y que se asomaban sobre las vallas estirando el cuello para ver el cadáver, calculando el aspecto que ofrecerían ellos mismos si un día caían o eran arrojados desde una altura de siete pisos. Eran de diferentes edades, pero todos de rostros duros, con demasiado hueso —pómulos afilados, barbillas oscuras y resistentes, frentes como piedras—, donde la carne enjuta se estiraba casi incapaz de cubrir todos los flancos. Iban vestidos con monos azules o con pantalones de pana que no habían abandonado desde su época de campesinos, convencidos de que si ese tejido había demostrado su dureza para resistir el indomable roce del terruño, tampoco tendría dificultades para resistir el del cemento. Algunos sostenían aún ante el vientre la bolsa con la comida y el casco de seguridad como se sostienen los sombreros en los entierros. Pero otros no sabían qué hacer con sus manos, tan anchas y macizas que parecían no caber en sus bolsillos, de dedos curvos, mostrando incluso inmóviles su afinidad con cualquier herramienta de hierro y mango de madera. Sus gestos expresaban alarma y confusión, pero en algunos había también desamparo o tal vez miedo, como en un tipo gordo que destacaba entre tanta gente delgada, vestido con un pantalón muy caído manchado de pintura y con la mirada inconfundible del retraso y la inocencia.

Varios se habían sentado y ahora, al ver llegar a la mujer y al hombre, se levantaron con respeto.

—Teniente Gallardo —se presentó él mismo avanzando hacia la entrada.

—Miranda Paraíso —dijo la mujer. Y luego, señalando al hombre—. Santiago Muriel.

Ambos miraron hacia el cuerpo aplastado contra los escombros que el forense ya comenzaba a tapar con una brillante lona de aspecto metálico, casi futurista. Miranda, sin mover el torso, giró la cabeza hacia un lado con un gesto de horror. Sacó un pañuelo del bolso y se limpió el temblor de una lágrima.

—Han llamado a la oficina para decírnoslo. No podíamos creerlo. Hemos venido enseguida —dijo.

—¿Están seguros de que se trata de él? —preguntó Muriel.

—Lo han identificado varios de sus empleados —el teniente señaló hacia el grupo de albañiles—. ¿No tenía familia?

—No tenía familia directa —contestó la mujer—. Sus padres están muertos y él vivía solo.

Eso explicaba que nadie lo hubiera echado de menos y que hasta la mañana no se hubiera encontrado su cadáver.

Muriel miró hacia lo alto del edificio en construcción y, por un movimiento reflejo, todos lo imitaron. En la terraza vieron, tras el pretil, dos cabezas tocadas con el gorro de la Guardia Civil que parecían medir algo.

—¿Un accidente? —preguntó Miranda con ese tono que espera una respuesta afirmativa.

—Aún no lo sabemos. Pero parece poco probable viendo la altura del antepecho —contestó el teniente, contraviniendo uno de sus principios, el de no manifestar opiniones sin tener datos fehacientes y contrastados de lo ocurrido.

—¿Quiere decir que él mismo…? —intervino Muriel.

—No quiero decir nada —cortó—. Hasta que no se haga la autopsia y sepamos más datos todo serán especulaciones. De momento, quiero que ustedes dos reconozcan oficialmente el cadáver.

Lo siguieron unos pasos y levantó la tela metalizada hasta descubrir el rostro. Tenía los ojos abiertos y un atroz gesto de pánico. El teniente pensó con alivio que allí terminaba aquel capítulo, que al menos esta vez no tendría que pasar por el desagradable trámite de buscar a la familia para darle al mismo tiempo la noticia y el pésame. Pasaban los años y su elocuencia seguía siendo nula. Sólo conocía la fórmula oficial, aunque era consciente de que para distintas muertes y distintas víctimas —un accidente de tráfico o un homicidio, un anciano o un niño, una mujer o un hombre— eran necesarias distintas palabras.

—Es él —susurró Miranda.

—Martín —dijo Muriel.

Gallardo volvió a cubrirlo y le hizo un gesto al forense. Desde la ambulancia, dos empleados acercaron una camilla.

—Durante unos días, hasta que les avisemos, no podrán trabajar ni mover nada de aquí. Tampoco debe entrar nadie.

—Claro que no —dijo Miranda—. Además, no podríamos. Cuando ocurre un percance así, el ministerio paraliza la obra hasta hacer una investigación. Sigue habiendo demasiados accidentes mortales en este oficio.

El teniente no respondió a lo que parecía una insinuación.