Mientras sentía las pequeñas descargas eléctricas que le llegaban a través de los parches, Martín Ordiales observó la sala de rehabilitación. Los aparatos duros y brillantes, los juegos de espejos en las paredes, las camillas articuladas, las lámparas futuristas de rayos láser, de ultrasonidos o de calor con su intensa luz roja… podrían ser los de una sala moderna de la Inquisición. Había un extraordinario parecido entre los instrumentos del bienestar y los instrumentos de tortura. El tensor de muelles con el que se fortalecían los músculos heridos podría apretar hasta hacer sangre; la rueda que flexibilizaba las articulaciones anquilosadas por un traumatismo, por la vejez o por la artrosis, podría estirarlas con la misma crueldad que un potro medieval; las cuerdas y poleas para elevar los miembros rotos y debilitados, con una variación de centímetros podrían retorcerlos en la posición más dolorosa; las pinzas eléctricas que ahora mismo convulsionaban sus tendones inflamados por la epicondilitis se diferenciaban de la picana de los sótanos militares únicamente en la intensidad del voltaje.
Pero también así es la vida, pensó. Lo que te puede hacer el mayor bien también puede matarte, quien tiene en sus manos tu felicidad también tiene en sus manos tu desgracia, la mujer que amas es la que te hace desdichado. El amor, se dijo, es una síntesis de contrarios donde la normalidad alterna sin violencia con la anomalía.
La corriente eléctrica cesó bruscamente en su brazo al terminar los doce minutos programados. Entonces despegó los parches y se sentó en una silla, esperando. Otro paciente ocupó su sitio y, al ver cómo sus músculos se tensaban espasmódicamente con cada descarga, hizo un chiste burdo sobre la superioridad de la corriente eléctrica frente a la Viagra que fue coreado por más de una risa.
El fisioterapeuta lo llamó entonces a la camilla, le puso una pomada en el codo y comenzó el masaje, hundiendo sus dedos entre los músculos del antebrazo hasta encontrar el tendón inflamado para hurgar allí dolorosamente, recorriéndolo una y otra vez mientras él soportaba el daño. El primer día había protestado, pero le dijo que cuanto más doliera, más eficaz era el remedio. Aunque siempre había desconfiado de las terapias basadas en esas ideas de sacrificio y sufrimiento, se calló hasta comprobar su evolución.
Por fin terminó con el masaje y Martín Ordiales se dirigió al último aparato de su terapia, los infrarrojos. Él mismo programó el tiempo y la intensidad y se sentó con la espalda junto a una de las paredes sin espejo. Al levantar la cabeza, de pronto vio tambalearse en la silla donde estaba sentada a una chica de unos dieciocho o veinte años que había llegado el día anterior con un collarín ortopédico. Alguien comentó entonces que había sufrido un accidente de moto. Iba a gritar avisando, pero ya uno de los fisioterapeutas, que también lo había advertido, acudió a sostenerla. De la oficina salió rápidamente el director de la clínica y entre ambos la tumbaron en una camilla y levantaron sus piernas para facilitar la llegada del riego sanguíneo a la cabeza. Algunos pacientes ofrecieron su ayuda, pero los rechazaron amablemente para que a la chica no le faltara aire. Solamente un hombre con aspecto de jubilado, que era médico, se quedó junto a ellos.
El tipo que antes había hecho la referencia a la Viagra dijo que sólo era una lipotimia. Todos parecían estar de acuerdo. Sin embargo, a medida que transcurrían los minutos y la chica no reaccionaba, los pacientes se alejaban de la camilla hacia el otro lado de la sala, cada vez más inquietos y asustados.
Desde su posición, Martín Ordiales sólo veía los pies de la muchacha, calzados con deportivas que de cuando en cuando se estremecían con rápidos temblores. El desmayo estaba durando demasiado tiempo. Los rostros del director y del médico fueron recorridos por un inconfundible gesto de alarma. Susurraron entre ellos algo que nadie oyó y enseguida el médico comenzó a practicarle a la chica un masaje cardiaco mientras el director se inclinaba para hacerle la respiración boca a boca con la misma energía con que se le hace a los ahogados.
Para entonces todos habían comprendido que estaba sucediendo algo muy grave. Los aparatos, los avisos electrónicos, las bicicletas estáticas, las cuerdas, las ruedas, los tensores…, todo en la sala fue cayendo en ese silencio que intuye una tragedia y no quiere perturbar la agonía. Los relojes parecían haberse detenido, los contadores digitales habían vuelto a cero, las lámparas habían sido apagadas. En un lugar donde todo era movimiento, la inmovilidad subrayaba lo anómalo de la situación. El fisioterapeuta había pedido una ambulancia y muy pronto apareció tras los cristales de las ventanas el parpadeo amarillo de sus luces. Entraron un médico, una enfermera y dos camilleros y, con celeridad, le pusieron un gotero a la chica, que por fin parecía reaccionar al masaje cardiaco y al boca a boca. Informados en susurros de cómo había ocurrido todo, la trasladaron a la camilla y se la llevaron.
El soplo de la desgracia que durante aquellos minutos había recorrido la sala se resistía a desaparecer. Entre seres de una u otra forma doloridos, resultaba inevitable preguntarse si su propia dolencia no era en realidad un síntoma de otra enfermedad oculta, taimada e indomable. Y aunque nadie quería imaginar el posible agravamiento de sus lesiones y todos intentaban volver a la rutina, algunos pacientes salieron a la puerta de la calle para aliviar la tensión fumando un cigarrillo.
El fisioterapeuta los apremió para que regresaran a sus sitios. Martín Ordiales y el viejo médico que había atendido a la muchacha coincidieron juntos en las lámparas de infrarrojos.
—¿Qué le pasaba? —le preguntó.
El médico lo miró unos instantes antes de responder.
—Yo creo que le ha faltado muy poco.
—¿Muy poco?
—No ha sido una simple lipotimia. Esa chica ha sufrido una parada cardiorrespiratoria. Tuvo primero una taquicardia y luego ha estado sin pulso y sin riego sanguíneo un tiempo, quizá durante todo un minuto. Al levantarle el párpado la pupila no se le contraía. Clínicamente muerta.
—¿Y todo por un esguince cervical?
—No puedo asegurarlo. Posiblemente sí.
Martín Ordiales cerró los ojos. Las palabras del médico confirmaban la impresión que había tenido antes: un aire helado a su alrededor para el que no encontraba mejor forma de nombrarlo que un soplo de muerte. Lo había sentido sobrevolando la sala, dudando a quién acercarse, como quien entra en un recinto muy concurrido y mira en torno buscando un rostro que no acaba de identificar. Había tenido la sensación de que aquella muchacha, casi una niña, durante ese largo minuto había sido la elegida: la muerte la había llamado tirando de las cuerdas de sus venas sin sangre para arrastrarla a las sombras. La casual presencia del doctor —que ahora ponía su arrugado cuello a calentar bajo la lámpara de infrarrojos— entre los pacientes de la clínica la había rechazado momentáneamente.
Pero no siempre hay un médico cerca para contrarrestar la fragilidad del cuerpo, pensó. Martín Ordiales recordó al obrero muerto en una de sus obras unos meses antes, un peón también joven —veinte o veintidós años, poco más que la chica—, nacido en la misma aldea que él, que había caído de un andamio y fue a reventar contra el cemento. Cierto que hubo negligencia por parte de la empresa al no colocar la red de seguridad adecuada, pero él ya había pagado por ello. Y no sólo económicamente, para evitar el expediente sancionador; también con el remordimiento. Aún no había podido olvidar los gritos del hermano mayor asistiendo a su agonía, la ternura con que sus manos llenas de cemento le acariciaban el rostro y le limpiaban la sangre de las comisuras de la boca, la desesperación final. ¡Qué frágiles los huesos ante el golpe de un ladrillo suelto que cae desde lo alto, qué tierna la carne ante el cable de acero que se rompe al tensarse demasiado y ondula como un látigo, qué delgada la piel ante el hierro en punta que siempre parece esperar mirando al cielo! ¡Qué contradictorio que el cuerpo, que tiene tanta capacidad para el placer, esté igualmente tan a merced del dolor, que lo que te da el bienestar pueda causarte daño, que la mujer que puede llevarte al paraíso pueda también hundirte en la desesperación!
Algunas veces sentía deseos de abandonar su profesión, cansado de los riesgos laborales, de las tensiones con sus socios, de las cada vez mayores exigencias de los compradores, de los tortuosos trámites administrativos y su inevitable secuela de acusaciones de corrupción, de la egolatría de los arquitectos, de la vigilancia sobre los obreros, de la usura de los suministradores, de las excusas de los morosos. Algunas veces sentía deseos de escapar de todos ellos. Si Alicia hubiera aceptado, lo habría dejado todo para irse con ella a algún lugar de donde no fuera fácil el regreso.
* * *
Siempre había creído que el corazón del hombre muere a los cuarenta años. Y por esa cifra entendía no una fecha exacta, sino un símbolo —¡pero también una advertencia!— de la mitad de la vida. Siempre había oído decir que a partir de entonces desaparecen las altas zozobras de la pasión y el alma aburrida se da a la búsqueda de placeres menos nobles. En algún momento entre la juventud y la definitiva madurez se instalaba allí dentro el desencanto y ya ninguna utopía lograba desalojarlo. Él no tenía por qué dudar de aquella creencia y, hasta poco antes, estuvo convencido de que de su conciencia ya había huido ese espíritu de expectativa y fe con que la juventud forma una tierra de cultivo limpia y apta para acoger cualquier sorpresa y convertirla en una buena nueva.
Vivía solo y si no se había unido hasta entonces a ninguna mujer no era porque le hubieran faltado candidatas y amantes dispuestas a darle a su relación un carácter más trascendente. Fue porque él se negó siempre a aceptar un compromiso en el que renunciar sería más frecuente que compartir. Pero nunca había considerado que ellas fueran las responsables de su falta de fe. Era él mismo, de algún modo incapacitado para el entusiasmo sin el cual todo juramento de eterno amor, eterna fidelidad y eterna compañía le parecía una falacia y una locura. Además, sabía que pedía mucho, que quizá pedía demasiado: la mujer que se ama no basta con que sea aquella de la que uno está seguro de que nunca te hará daño; es necesario también estar seguro de que es aquella que te hará feliz. De modo que, a los cuarenta y dos años, había creído que su corazón sólo era una víscera. Martín Ordiales ya no esperaba ninguna bienaventuranza.
Y sin embargo era a esa edad cuando le habían abordado los más intensos estremecimientos del amor y del deseo. Cuando Alicia llegó a Construcciones Paraíso todo cambió de repente. Su primer contrato temporal de seis meses pronto se convirtió en definitivo, porque desde el principio demostró interés por el trabajo, capacidad para tomar decisiones y facilidad para relacionarse con todos los operarios.
Martín Ordiales no sabía cuánto había influido su eficacia laboral en la intensa atracción que comenzó a sentir por ella, pero a alguien como él, tan dedicado a la empresa, un interés así no podía sino aumentar su admiración. De un día para otro descubrió que le gustaba mucho que lo acompañara en las visitas a las obras. Le gustaba verla ponerse el casco y subir juntos por las rampas donde aún no habían colocado los peldaños, le gustaba ofrecerle la mano para saltar un obstáculo o para bajar de una altura excesiva, le gustaba el modo como extendía los planos del proyecto sobre un bidón o sobre un palé de ladrillos para comprobar el trazado exacto de un tabique o de una bajada de aguas. Incluso la había llevado en algunas ocasiones a seleccionar materiales —suelos o pinturas, maderas o escayolas— cuando ésa era una tarea reservada en exclusiva a los tres socios.
Una noche la había invitado a cenar con la esperanza de que allí, en el restaurante del Europa, alejados de planos, ladrillos y cemento, la velada no sólo sirviera para relatarle las anécdotas con que alguien ya veterano en una empresa ilustra y aconseja al recién llegado sobre el carácter, las virtudes o defectos y los modos de prosperar en ella. De aquella noche esperaba un paso más largo e íntimo que le concediera la oportunidad y el privilegio de comprobar hasta qué punto había estado equivocado. Había sido decidido toda su vida y ahora tampoco iba a dejar aquello en el aire. Intuía que todo sería un poco más completo con Alicia allí cerca. Podía pedirle que compartieran un poco de tiempo sin dejar de jugar limpio, puesto que ninguno de ellos tenía a nadie a quien guardar lealtad.
Y claro que dio el paso, claro que lo dio. Esa noche volvieron juntos a casa de Alicia, como si también ella hubiera acudido a la cena sabiendo de antemano lo que ocurriría, pero con curiosidad por conocer la forma en que él llevaría a cabo su acercamiento.
Ahora sabía que durante casi un año había sido más o menos feliz. No se veían a diario. A él le bastaba con encontrarse una o dos veces por semana, siempre de incógnito, clandestinos, pero no infames, porque ocultaban su relación a la gente, pero no engañaban a nadie. Y había creído que también a ella una relación así le bastaba. La dicha había sido efímera, aunque algunas noches, antes de irse, cuando ella cerraba los ojos y dormía y él se quedaba contemplándola, hubiera pensado que tal sosiego era un síntoma de que aquello duraría toda la eternidad. ¡Pero qué breve es la primacía de la felicidad!, se dijo. ¡Con qué rapidez la desdicha vuelve a extender su imperio y su sórdido rencor contra el corazón del hombre!
Porque entonces, un día, apareció Lázaro. De hecho, había sido él mismo quien lo había contratado, sin imaginar ni por un instante que estaba contratando su desgracia. Un peón de albañil ni demasiado inteligente, ni demasiado despierto ni apenas ingenioso, al menos en apariencia. Sólo la juventud y el atractivo envolviéndolo como una piel rara y fresca.
Cuando, al poco tiempo, Alicia se lo dijo, comprendió enseguida dos hechos, y ambos eran igualmente irremediables. El primero, que había perdido la batalla. Sin haber hecho ni un solo movimiento —al contrario, procurando esconderse de cualquier conflicto—, Lázaro la había separado de él. El segundo era que estaba mucho más enamorado de lo que hasta entonces había sido consciente. Comprobó que el amor es la tendencia a reunir en una sola mujer lo mejor de todas las demás mujeres, porque no encontraba lejos de Alicia nada valioso. Desconcertado y dolorido, se esforzaba en pensar que contra el abandono de toda persona amada uno termina encontrando siempre su sucedáneo, pero tras cada intento fallido terminaba reconociendo su ceguera para dar con algo que no fuera demasiado miserable.
Montó en el coche al salir de la clínica y pasó por la imprenta Gráficas Paraíso, cuyo propietario era en algún grado pariente de Miranda. Recogió el paquete de tarjetas personales que había encargado y de nuevo se dirigió hacia la oficina de la empresa. Allí ya no quedaba nadie —eran las ocho y media—, pero revisó algunos papeles y el orden de trabajo para el día siguiente, que nadie mejor que él sabía programar, organizando máquinas, tiempos y materiales para que ningún obrero estuviera cruzado de brazos por falta de ladrillos o cemento.
Al ir a la mesa de Alicia a dejar unas facturas hizo algo que no había hecho nunca. Abrió los cajones y rebuscó entre las carpetas de planos y catálogos algo íntimo suyo, una barra de labios, unos pendientes, una fotografía, algo. Inclinado sobre sus cosas, parecía un perro que husmea por el campo buscando la hierba que ha de purgarlo de veneno. Entonces lo vio en el suelo, bajo su silla. Alicia debía de haberlo olvidado. Cogió el pañuelo con delicadeza, lo acarició y hundió en él el rostro aspirando el perfume que tan bien conocía, buscando entre sus pliegues algún cabello suyo con el fervor de un adolescente. Con los ojos cerrados, él mismo podía verse desde fuera, incrédulo y asombrado de estar en aquella posición orante, sosteniendo en las manos algo que no era solemne ni sagrado, sólo un trozo de tela y unas moléculas de perfume. «Pero todos, alguna vez, a lo largo de nuestra vida, encontramos a una mujer que nos enseña no sólo que el amor existe, sino que no desaparece y perdura y se aferra al corazón incluso cuando compruebas que esa mujer que amas, al verte por la calle, mira hacia otro lado y no contesta a tus llamadas y que para poseer algo suyo tendrás que robárselo», se dijo aspirando otra vez el aroma del pañuelo como alguien ahogándose aspiraría de una botella de oxígeno. En esos momentos se hubiera cambiado por el último peón de su empresa a cambio de estar con ella, a cambio de oírla de nuevo susurrando a su oído las palabras íntimas con que ofrecía o pedía amor.
Como un ladrón, guardó el pañuelo en un bolsillo de su chaqueta. Bien doblado, no ocupaba mucho y nadie lo advertiría. Dejó todas las luces apagadas y salió de la oficina. Sólo le faltaba el último trámite antes de regresar a casa.
Lo hacía cada tarde. Cada tarde, cuando ya los albañiles debían de estar cenando y en el ocaso el sol aumentaba de tamaño al acercarse al horizonte, él subía al coche e iba a echar un último vistazo a las obras en construcción. Era la mejor forma de evaluar los progresos diarios, de calcular el tiempo real de entrega o de demora, incluso de encontrar perspectivas y argumentos estéticos que oponer a los previsibles reproches de Miranda. Se sentía bien en esos momentos finales del día, cuando ya no había obreros pululando por los andamios, cuando no atronaban camiones ni hormigoneras y las grúas dormían inmóviles. A veces, sin ni siquiera bajarse del coche, se detenía a fumar un cigarrillo, mirando con orgullo por la ventanilla cómo iban creciendo las estructuras o los tabiques, cómo donde unas semanas antes no había sino vacío pronto existirían casas donde llorarían niños, se amarían los amantes y algún viejo moriría.
Otras veces no se limitaba a observar desde fuera. Entraba en el tajo y comprobaba detalles. Casi podría decir qué había hecho en esa jornada cada uno de sus obreros, y ese examen le permitía apreciar sus cualidades laborales para destinarlos a aquellas tareas para las que estaban mejor dotados. Con estrategias así —que ni siquiera se planteaban sus dos socios, ni Muriel con toda su habilidad para la gestión económica, ni Miranda con sus ínfulas de arquitecto— había hecho crecer aquella empresa y no estaba dispuesto a cambiarlas.
Levantó el pie del acelerador según iba llegando al bloque y en esos momentos vio a una figura de hombre que salía del edificio y, con gesto furtivo, saltaba la valla posterior para escabullirse corriendo hacia el otro lado. Alarmado, pensó en seguirlo, pero la parte trasera daba a unos solares por donde el coche no podía circular.
No le gustaba nada que gente ajena entrara en sus obras, y no tanto porque temiera un accidente del que no sería responsable como por las intenciones con que lo hacían. Aunque a veces había sorprendido a algún curioso inofensivo —un comprador que quería ver in situ lo que no comprendía en los planos, alguien que tomaba referencias de materiales y espacios para su propia casa…—, quien se colaba en una obra después de la jornada laboral solía hacerlo con intenciones lesivas. No habían faltado robos de material —azulejos, aislantes, ladrillos y cemento, algún sanitario— y en una ocasión alguien armado con un espray de color rojo había entrado en un piso casi acabado para pintarrajear con saña los suelos de gres y las paredes enyesadas. La actitud y las prisas del fugitivo le hacían temer cualquier daño, de modo que bajó rápidamente del coche y entró en el edificio esperando una sorpresa desagradable.
La obra —uno de esos bloques paralelepípedos tan del gusto de las inmobiliarias, sin dificultades para una construcción en serie— se hallaba muy avanzada, en ese momento en que una casa a punto de ser terminada podría confundirse con una casa en ruinas: si bien el solado ya estaba puesto, todo seguía cubierto de cartones y serrín y los rincones llenos de pegotes y escombros; si bien los marcos de las ventanas habían sido encajados, aún faltaban los cristales; si bien parecían nuevos los azulejos de la cocina y los baños, aún no había sanitarios ni las escaleras tenían barandillas.
Para comprobar que todo estaba en orden, Martín Ordiales comenzó a recorrer las cuatro viviendas de cada planta. No necesitó pasar de la primera para intuir lo que había provocado que el intruso —quienquiera que fuese y cualesquiera que fueran sus intenciones— saliera huyendo. En la primera planta un firme ronquido lo atrajo desde una habitación del fondo.
Santos dormía. Estaba tendido boca arriba —como no duerme nunca ningún animal, como sólo puede dormir alguien inocente que no teme ningún daño ni sorpresa desagradable de su entorno ni de sus semejantes—, levemente inclinado hacia la derecha, hacia la mano que aún sostenía la brocha con la que había barnizado unos marcos de madera. La izquierda, a la que le faltaban el corazón y el índice, descansaba en su estómago. Olía intensamente a barniz a pesar de las ventanas sin cristales y comprendió que sus efluvios, o los del disolvente que tanto le gustaba aspirar, eran los que otra vez habían hecho que se durmiera tan plácidamente, un poco narcotizado, después de haber buscado una gruesa plancha de aislante blanco a guisa de colchón.
Había ordenado muchas veces que no lo dejaran solo, porque apenas sabía hacer nada sin que le explicaran varias veces cómo había que hacerlo. Santos era la personificación de la inocencia, si la inocencia es mirar un cuchillo y creer que sólo sirve para cortar el pan: en nada veía maldad, en nadie pensaba mal, de nadie sospechaba. Si en un principio lo había contratado para disponer de chico de los recados sin que apenas le costara dinero gracias a las subvenciones por emplear a minusválidos, a medida que lo trataba fue aumentando su simpatía y compasión. No pesaba menos de cien kilos y nunca le permitían subirse a un andamio o a un tejado ni estar cerca de una herramienta con filo o de una máquina peligrosa. Como si cargara piedras en los bolsillos, llevaba siempre los pantalones muy caídos, dejando ver el inicio del trasero y un trozo de espalda, y recibía a cuenta de su aspecto las bromas de sus compañeros, llenas de ironía, pero nunca malignas. «Santos aquí, Santos allá», se le llamaba para llevar o traer un botijo de agua, para amontonar ladrillos, para barrer cascotes o regar el suelo asentando el polvo.
Su tarea preferida era pintar. Pavón había comentado un día que era porque se colocaba con el barniz o el disolvente. Pero con eso no hacía daño a nadie. De modo que, de cuando en cuando, al llegar a esa fase, le dejaban unos lienzos de pared o unas puertas para que durante unas horas fuera feliz. Ahora se había quedado dormido mientras todos debían de haberse marchado rápidamente al dar la hora y nadie recordaba que él aún estaba dentro.
—Santos —lo llamó suavemente—. Santos.
Se removió en el corcho blanco con una sonrisa idiota y beatífica o acaso solamente narcótica, pero sin despertarse.
—Santos —insistió.
Entonces pensó de nuevo en el hombre que huía. Aun dormido, Santos había cumplido con su trabajo. Martín Ordiales sonrió como un padre sonreiría ante el hijo que descansa en la cuna.
Como si hubiera advertido un leve aviso que, sin embargo, no tenía la suficiente intensidad para alertar su conciencia, Santos volvió a removerse satisfecho. Su mano izquierda, como un trébol negro, subió hasta el pecho abombado para descansar allí junto a los latidos del corazón, abierta, mostrando los muñones de la amputación sufrida cuando aún era un niño y ya trabajaba podando unos olivos.
No era el único de sus empleados a quien le faltaba alguna parte del cuerpo. Desde la muerte del hermano de Tineo siempre insistía con ellos en la necesidad de protegerse la cabeza, de usar las redes y los cinturones, aunque conocía la imposibilidad de convencer a alguien que tenía del casco de seguridad el mismo concepto que de la gorra o de la boina, es decir, un objeto ornamental y superfluo o simplemente adecuado contra el sol, del que prescindían en cuanto se les daba la espalda. La mayoría no eran hijos de albañiles, la mayoría procedía de ambientes rurales, de un campo abandonado menos por la mecanización de las tareas que por su eterna exigencia de cansancio y sudor sin respetar horarios ni estaciones, puesto que, mientras siguieran allá, muchos de ellos no podrían eludir la sensación de que todas las horas de luz solar en que no estuvieran trabajando serían una falta o un pecado imperdonable contra la memoría de sus antepasados. En su mayoría, habían sido hasta pocos años antes campesinos cuyo color de piel apenas se distinguía del color de la tierra que habían abandonado tras los altos sueldos de la construcción. Y de aquel pasado agrícola arrastraban su terrible variedad de mutilaciones: hombres tuertos a quienes se les clavó en la pupila la espina de una zarza; hombres sin dedos, que dejaron en el filo de un podón o de una motosierra; hombres con un pie torcido que un día aplastó un tractor o un arado o que rompió la patada de un animal que pesaba ocho veces más que ellos… Sin embargo, nunca se quejaban ni parecían añorar especialmente la parte mutilada. Se seguían moviendo con la misma pericia, adaptados a su carencia, un poco como esos peces y crustáceos que se ven en los acuarios a quienes otros animales más poderosos han mordido en el lomo o arrancado una pinza o una pata y sin embargo nadan y viven con naturalidad. El campo que también él había dejado atrás, en aquella aldea llamada Silencio, estaba lleno de miembros, de falanges, de sangre, como un cementerio, para recordarles a todos los que lo abandonaban que guardaba algo íntimo suyo y que, por tanto, no podrían olvidarlo fácilmente.
¿Pero quién de nosotros no está mutilado?, se preguntó de pronto. ¿A quién no le falta un pedazo del corazón que un día le mordió una mujer? ¿A quién no le duele el hueco de los padres muertos, de un hermano, de un hijo? ¿Quién es tan vanidoso para gritar en voz alta que todavía está entero, que nada ni nadie lo ha mellado ni herido? ¿Quién puede asegurar que vivirá toda su vida con la misma memoria que ahora tiene?, ¿que ante un accidente podrá regenerarse como se regeneran los lagartos? La vida es ir perdiendo partes del cuerpo que el tiempo pudre, partes de la memoria y la conciencia que roen la edad o el Alzheimer, se dijo mientras se erguía y dejaba que Santos siguiera durmiendo, gordo y feliz en su plancha de aislante. Ya lo despertaría cuando bajara. Ahora iba a subir hasta la terraza.
A veces lo hacía. Le gustaba contemplar desde lo alto la ciudad a un lado, el campo al otro, todo bajo sus pies y por encima de su cabeza nada más que el cielo, cuando aún aquello en lo que pisaba era suyo —también de Muriel y de Miranda, pero a ellos no les gustaba ensuciarse en el corazón de las obras, no las sentían palpitar tan cerca—, antes de venderlo y no poder volver.
Esa tarde, además, todo era un poco extraño y se sentía levemente deprimido. Había llegado súbitamente el calor del verano, con ese malestar que causa en las regiones donde la primavera es corta, donde apenas hay esa transición por la cual, durante unas semanas, una estación aún conduce a la otra de la mano antes de retirarse definitivamente hacia las estrellas donde esperará la llamada de un nuevo año. El grave percance de la chica en la sala de rehabilitación, la imagen del peón reventado contra el suelo, el pañuelo de Alicia recordándole su indiferencia, haciéndole notar que ella ya nunca le regalaría algo íntimo suyo, que para poseerlo había tenido que robarlo, la figura del hombre que huía y la triste compasión que Santos le despertaba le habían nublado el ánimo. Veía una larga vida por delante, pero al mismo tiempo tenía la certeza de que lo mejor de su vida ya había quedado atrás.
Apoyó las manos en el antepecho de la terraza, contemplando el campo que, bajo una extraña luz color salmón, se prolongaba hacia el oeste: un crepúsculo suave, con el cielo combándose tiernamente sobre la tierra como una mano de hombre combándose sobre la mano de una mujer.
El edificio se hallaba en el límite de lo construido, en un terreno que en el futuro sería un barrio con semáforos y colegios y parques y tiendas y todo eso que necesita una ciudad para no ser una cárcel, pero ahora allí sólo estaban trazadas las calles, con aceras sin árboles. Había mucho espacio entre un solar y otro, con huecos para jardines y aparcamientos, y hasta que todo aquello estuviera habitado, aún pasarían algunos años de polvo y ruido y aspecto desolado.
Más allá se extendía el campo, que él había abandonado tras unos sueños ambiciosos que, después de todo, pensó, no lo habían hecho más feliz de lo que lo fueron sus padres. Ahora sólo volvía allí algunos fines de semana para visitar a parientes lejanos, para cazar jabalíes y conejos y para surtir su despensa de vinos y de viandas de animales sacrificados sin que hubieran probado nunca un alimento que no naciera directamente de la tierra.
El sol ya se había hundido en el horizonte e iba arrastrando tras él los últimos lienzos de luz, como un actor que al retirarse de escena arrastra el vuelo largo de su capa. Se hacía tarde y era hora de bajar, despertar a Santos y volver a casa.
Miró hacia el lugar por donde el hombre había huido y luego miró hacia abajo, hacia la masa informe de restos y escombros de la obra donde se acumulaba cemento y yeso seco, azulejos y ladrillos rotos, cascotes, tierra, arena, recortes de hierro y de aluminio, cartones y palés de madera. No había nadie rondando por allí.
Sin sacarlo del bolsillo, acarició una vez más el pañuelo de Alicia.
Al dar la vuelta para marcharse vio la figura que aparecía por el hueco de la escalera.