Cualquier encargo que recibo para ocuparme de un animal, tarde o temprano termina convirtiéndose en un encargo para matarlo. Sin embargo, casi nadie se atreve a usar esa palabra al comienzo de la conversación, y los más hábiles a menudo han logrado eludirla incluso al cerrar el trato. Poco importa entonces lo que digan, lo único importante es que yo comprenda y actúe en consecuencia. Aunque muchos aseguren que no quieren saber detalles, todos esperan que su animal o mascota no sea cedido o regalado a nadie, de Breda o de otro lugar, sino que desaparezca para siempre.
La mujer que me llamó hace dos días fue categórica desde el principio: quería que matara a las palomas del parque que ensucian sus ventanas y balcones. No utilizó ningún disimulo ni hipocresía ni excusas para pedir mi concurso.
Llamo al timbre de su casa, en uno de esos edificios reformados que, sin ser vetustos palacios, tienen la antigüedad suficiente para ocultar su profundidad y sus límites y desconcertar al visitante sobre su trastienda o sus sótanos, sobre la distribución de sus habitaciones. La mujer tiene la edad más joven de las posibles que había imaginado: ya no volverá a cumplir los treinta años, pero aún no habrá llegado a los treinta y cinco. Y no me gusta. Sé que hay hombres que se sienten atraídos por esas mujeres tan preocupadas de su apariencia que incluso al caminar por los pasillos de su casa ondulan las caderas como si estuvieran recibiendo o esquivando latigazos. Mujeres que de algún modo necesitan no dejar de moverse para señalar su presencia, frente a aquellas otras que todo lo que necesitan es dejar su carne en reposo para que cualquier varón menor de ochenta años no pueda evitar soñar cómo será esa carne cuando se ponga en movimiento.
Me estrecha la mano y me mira a los ojos, sin disimular su evaluación. Supongo que está viendo en mí esas notas de dureza y decisión y crueldad que este segundo oficio me está inyectando, sobreponiéndose sobre la ansiedad y el caos que es el resto de mi vida.
—¿Y bien? ¿Dónde están las palomas? —le pregunto. Sé que, aunque lo disimulen y traten de ser amables, todos los que me contratan están impacientes porque cumpla mi trabajo y desaparezca cuanto antes de sus vidas.
—¿Tiene mucha prisa? —replica con otra pregunta.
—No, no.
—Entonces me aceptará un café.
Desaparece por una puerta, dejándome solo y sin poder adivinar la última intención de una amabilidad que pocas veces antes me han mostrado. Mientras espero, observo la habitación. Es muy grande, en forma de ele, de techos altos, con tres balcones tapados por extrañas cortinas de colores suaves en anchas bandas verticales. Hay una mezcla de antigüedad —la propia estructura de la casa— y de sorprendente modernidad en el diseño de muebles, adornos, tapicerías, cortinajes, barras de acero y puertas de doble hoja. Nunca había visto una casa así, tan arcaica y tan innovadora al mismo tiempo, como si a un esqueleto de varios siglos se le vistiera con cuero, metal y plástico. Los sillones, de líneas puras y colores sólidos, sin estridencias, y algunas macetas de hojas grandes y lustrosas ponen un toque minimalista en un entorno que no lo es. El conjunto resulta demoledoramente femenino y durante estos momentos en que estoy solo me siento un intruso.
También la bandeja y la porcelana donde ella misma trae el servicio de café y los diminutos pasteles lucen una originalidad que contrasta con la vejez del edificio.
—¿Con leche?
—No, solo.
Aunque las tazas no vibran y ninguna gota mancha el cristal, sus manos parecen poco acostumbradas a servir. Pero por ninguna parte se ve a una asistenta.
Hablamos mientras se enfría el café hirviendo. Ella me dice que es arquitecto, y yo le confío algunos pormenores de mi trabajo con los animales que a nadie cuento, porque nadie se interesa por ellos.
Me escucha con una rara atención todo el tiempo y de pronto dice:
—Ahora, ¿quiere ver las palomas?
—Sí. Puedo empezar ya.
Señalo la bolsa de lona donde al material habitual —unos guantes, un saco hermético y otro de arpillera, cuerda fuerte y alambre, una navaja, un bozal— he añadido la brocha y la liga que, según lo que me había contado por teléfono, van a serme necesarias.
—De acuerdo.
Aparta un poco las extrañas cortinas y, a través de los cristales, espiamos la fila de palomas posadas en la barandilla blanquecina de heces. Abro la puerta y todas las aves, asustadas, se echan a volar hasta el tejado de enfrente con un ruidoso estallido de alas. Desde allí se quedan mirándome, algunas espulgándose el buche, esperando a que me marche para acercarse de nuevo a ensuciar el balcón.
—Así todos los días, en todas las ventanas de la casa. Una tarde una de ellas se coló dentro y defecó sobre unos planos que había dibujado —dice la mujer a mis espaldas, muy cerca de mi cuello.
—No se preocupe más. Creo que podremos alejarlas.
Con la brocha voy extendiendo la liga sobre la barandilla. Alguna gente que pasa por la calle mira un segundo hacía arriba, pero nadie imagina lo que en verdad estoy haciendo y siguen caminando sin prestar más atención. La mujer sí, la mujer permanece cerca de mí, tras la puerta, donde comienza la sombra. Observa cada uno de mis movimientos, los gestos de mi cara, observa mis manos duras y fortalecidas durante tantos años sobre las teclas del piano. Ella podría pisarlas y sé que soportaría su peso sin apenas dolor. Antes me había estudiado al hablar y ahora es como si quisiera comprobar que mi comportamiento refrenda lo que han indicado las palabras.
Cuando la primera paloma queda pegada a la barandilla y la arranco de allí —mientras aletea furiosamente, aterrorizada, y sus compañeras la miran desde el otro tejado preguntándose qué ocurre— para retorcerle el cuello donde nadie me vea, la mujer me sigue hasta la cocina y quiere verlo todo, la firmeza de mis dedos al girar, acaso el gesto de mi boca, la decisión de mis movimientos, la ausencia de compasión. Entonces, por primera vez, tengo la sospecha de que quiere algo más de mí que aún no se ha atrevido a pedirme.
Mientras esperamos, no sé qué me empuja a contarle un recuerdo infantil: tengo ocho o nueve años y voy con mi padre y otros dos hombres a cazar estorninos de las inmensas bandadas que llegaban a Breda cada otoño, atraídas por las aceitunas en los olivos. La noche anterior, mi padre y los otros hombres han colocado las pértigas con las redes en los dormideros que conocen tan bien, y ahora, cuando aún no ha comenzado a amanecer, las levantan y atrapan a cientos de pájaros. El modo más rápido para matarlos antes de que escapen es arrancarles la cabeza de un mordisco, escupirla y arrojarlos a los cestos. Aún veo a mi padre limpiándose la boca y la barbilla de sangre y de plumas que también manchan la pechera de su camisa. Durante algún tiempo, cuando me besaba, no podía dejar de pensar en los estorninos.
Al cabo de quince minutos, otra paloma olvidadiza e insensata posa de nuevo sus pequeñas garras sobre la barandilla. Cuando advierte que está atrapada, apoya con fuerza una pata para liberar la otra, sin comprender que así se está hundiendo más en la trampa. Luego picotea la liga y el pegamento también se le adhiere al pico, que entonces quiere limpiar entre las plumas de sus alas. Intenta echar a volar cuando abrimos la puerta y se queda aleteando colgada boca abajo hasta que la arranco de allí, le tapo el pico y va a engrosar el volumen del cubo de la basura.
Todavía esperamos un tiempo, pero esa tarde ya no se posa ninguna otra. Se van quedando en el tejado de enfrente y en los árboles de la plaza. Desconcertadas, miran la barandilla donde ocurre algo aterrador y misterioso; alguna vuela por encima para observar desde cerca como se observa un pozo. Todo ha sido discreto y eficaz y puedo volver a repetirlo en cuanto me llame, porque no tardarán mucho en regresar de nuevo a los balcones y sé por experiencia que ningún animal aprende una orden hasta que se le repite una y otra vez y se le asusta y se le hace daño. Yo tendré que hacer otras veces todo aquello, hasta que las aves vayan muriendo o aprendan a alejarse para siempre. Quizá sea conveniente dejar a la vista algún cadáver.
No es fácil, por tanto, encontrar de un golpe una solución definitiva y estoy pensando en eso cuando la mujer vuelve con una botella de whisky, dos vasos y un platito de almendras.
—Me gusta mucho la eficacia con la que ha cumplido su trabajo —me dice.
Musito un agradecimiento e inicio una explicación sobre la escasa utilidad de lo realizado hasta entonces si no se continúa, pero ella me interrumpe para articular con palabras lo que yo había intuido un poco antes: que todo esto es sólo una prueba para una propuesta mucho más difícil, grave y turbadora.
—No son las palomas las que me estorban ni lo he llamado para que sea a ellas a quienes mate.
—¿Qué quiere decir? —le pregunto, desconcertado entre la locura de sus palabras y la decisión con que las pronuncia.
—Supongo que alguien capaz de matar a un animal inofensivo no está muy lejos de ser capaz de matar a un ser humano mucho más dañino.
Yo había leído u oído aquella frase en algún sitio, recuerdo mientras pienso en las palomas cuya sangre se enfría en el cubo de la basura. Que no importa tanto que sea animal u hombre a quien se mata, sino su condición de bondadoso o de maligno. Entonces me había escandalizado, pero ahora, así planteada, su hipótesis no deja de tener cierta lógica, y en ella me justifico para seguir escuchando. Quiero creer que hay algo de juego en toda la conversación, con riesgo por su parte y con una irresistible curiosidad por la mía, por saber hasta qué límites podremos llegar, qué tipo de placer se siente jugando a estar fuera de la ley. Así, seguimos conversando y bebiendo —el whisky renovado chocando contra las paredes de la conciencia, los hielos tintineando suavemente contra la delicadeza del cristal—, dejándonos llevar por la grave sonoridad de las palabras y por argumentos que justifican lo que ella cuenta y yo voy aceptando: el que hace daño sin recibir castigo, la culpa y la justicia, la muerte y la recompensa. Ella habla más que yo, parece haber pensado muchas veces lo que ahora dice, y de un modo elocuente va convirtiendo en sencillo algo tan problemático. Al final, pronuncia un nombre y ofrece una cantidad que, en caso de aceptar, me permitiría retirarme durante tres o cuatro años de estos trabajos de carnicero y de mis tristes noches en una orquesta de verbena.
—Quiero que muera —me dice—. Y puesto que yo no sé cómo hacerlo, ¿por qué no acudir a quien sí sabe?
—Nunca he afirmado eso —protesto aún.
—Claro que no. Yo tampoco he hablado nunca con usted de este trabajo. De hecho, no estamos hablando ahora.
No es necesario insistir en que no nos conocemos. Si un día alguien se atreviera a afirmar lo contrario, no dudaría ni un segundo en llevarlo ante un juez con una denuncia por difamación y ofensas al honor.
Así transcurre todo esta tarde, hipotético en las palabras, pero de una dura consistencia como propuesta. Yo debo matar a un hombre con cuya muerte —si es cierto lo que me ha dicho— nadie se entristecerá. A cambio, ella se encargará de pagarme todas las exigencias de mi bienestar. Durante unos años podré vivir en la riqueza, sin mancharme, sin tocar la tierra, con la única compañía de los ángeles: Schubert, Mozart, Bach, Chopin, Beethoven, quizá con tanto tiempo también Liszt y Rachmaninov.
Vuelvo a casa. Su propuesta, que unos años antes me hubiera parecido la propuesta de un loco, ahora la estoy considerando. Pero hay también otras muchas cosas en mi vida que años antes me hubieran parecido imposibles y ya son reales: los vulgares teclados eléctricos que toco en bodas y verbenas, los animales que he matado, la soledad en que me ha dejado mi mujer. Ahora sé bien que la degradación no tiene una frontera lejana, que ante el acoso de la desdicha no es difícil acabar con las reservas de dignidad que hemos podido ir ahorrando desde el nacimiento.
Llega la noche y sigo con las dudas, pero comienzo a combatir los escrúpulos como si ya hubiera aceptado: el dinero siempre ha sido un buen antídoto contra el remordimiento. Nunca antes he conocido a una mujer con una decisión tan firme e intuyo que, en cualquier caso, el hombre señalado morirá. Si no lo hago yo, ella terminará encontrando a otro que lo haga. No tengo dificultad en exagerar la maldad de mi posible víctima, aun cuando sólo poseo referencias —de engaños, de estafas a gentes sencillas, de corrupción— demasiado vagas para creerlas sin dudar. Pienso en los tiranos de la Historia, en los sufrimientos de la Humanidad y en la necesidad de los verdugos. Recuerdo las palabras de la mujer sobre los agraviados que suspirarán de alivio al conocer su muerte y se lo agradecerán al anónimo ejecutor. Sin comprender bien por qué, yo mismo también empiezo a considerarme una víctima suya.
Quizá no es tan difícil llegar a ese momento en que un hombre se pregunta qué razones hay para no matar a otro hombre. No para matar, eso es algo más complicado. Para no matar cuando alguien te expone los motivos, te demuestra los beneficios y te ofrece la excusa para hacerlo, y de ese modo te libera de —o al menos aplaca— la responsabilidad moral, esas palabras que, como la lluvia a las nubes, siempre van unidas a la palabra muerte. Entonces llega un momento en que no es tan difícil aceptar la función del verdugo.
Dudo, pues, hundido en un confuso torbellino de argumentos, y las dudas no me permiten el sosiego necesario para tomar una decisión clara. Su propuesta, que hubiera podido rechazar en el primer instante sin mayores consecuencias, con el paso de las horas y alojada en la mente, va adquiriendo una densa concreción.
Tengo que darle una respuesta definitiva antes de que pasen tres días. Si me decido a hacerlo, esa misma tarde recibiré un anticipo de doce mil euros que me permitirá tener las manos —¡ah, las manos!— y el tiempo libres para ultimar los preparativos, la coartada, el modo de ejecución. Si me niego, todo habrá sido como un juego.