Maqueta

La maqueta de la futura urbanización estaba tan vacía de árboles como una cárcel. Aún olía a pintura. Ocupaba un enorme tablero de dos por cuatro metros apoyado sobre burrillas y ya podía verse en ella la parcelación de las manzanas, el asfaltado de las calles y el trazado de los conductos de agua, gas, teléfono y televisión, todo por cables subterráneos, para evitar averías y accidentes y para contribuir a una estética limpia, libre de estorbos: el progreso invisible, la ciudad del futuro. También estaban marcados los espacios previstos para parques y servicios sociales. El resto, la mitad de los ciento cincuenta mil metros cuadrados, se destinaría a parcelas edificables. Y la forma en que se concretarían las edificaciones era el motivo de la reunión que iban a tener los tres socios de Construcciones Paraíso.

Para ayudar con los datos, para calcular las cifras de las distintas alternativas, para dejar constancia escrita de los acuerdos o las desavenencias, también asistiría Alicia, la aparejadora de la empresa, porque los tres socios no querían que alguna de las administrativas, con menos vinculación a la firma, escuchara lo que iba a decirse allí dentro. Martín Ordiales sabía que se producirían discusiones y conflictos que debían permanecer en la más absoluta confidencialidad empresarial. Y estaba seguro de que Alicia sí la mantendría.

Además, le gustaba verla, le gustaba tenerla cerca en el trabajo, porque ésos eran los únicos momentos en que ella lo admiraba. En cuanto su contacto se alejaba de lo laboral, también Alicia se alejaba de él.

Estaba de pie, frente a la ventana, mirando la plaza donde jugaban algunos niños vigilados por sus madres, cuando se abrió la puerta y entró Muriel. Era un hombre de baja estatura y con el cráneo calvo y abollado, como si de niño hubiera sufrido golpes en la cabeza. «El tipo de persona a quien nunca le acariciarías la cara», había dicho Alicia una vez de él. De aspecto anodino, pardo, como cubierto de ceniza, resultaba casi invisible a fuerza de normalidad. A veces, recordando una reunión o una visita a una obra, tenía que esforzarse para recordar si también Muriel había estado presente, porque parecía mimetizarse con los muebles marrones o con el cemento gris mate que lo rodeaba. Aunque, como socio, daba órdenes e intervenía en las decisiones, al final era como si no hubiera hablado. Martín Ordiales había advertido que incluso los albañiles parecían olvidar a los pocos minutos sus indicaciones y enseguida volvían a consultarlas con él.

Sin embargo, era imprescindible en la administración de la empresa. Llevaba las cuentas con una rigurosa exactitud, insistía con los permisos y proyectos en las oficinas de urbanismo del Ayuntamiento una y otra vez, de un modo educado y humilde, pero incansable hasta conseguir lo que pretendían. Tenía en la cabeza cifras y presupuestos, costes de máquinas y materiales, listas de las empresas que podían subcontratar en las mejores condiciones. Y, sobre todo, mostraba esa codicia incluso de pequeñas cantidades que no es fácil encontrar cuando se comparte la propiedad con otros socios. Además, había demostrado repetidamente una honradez a prueba de cualquier tentación.

Era un gerente eficaz y, sin embargo, no hubiera sido capaz de vender un solo piso. Su incompetencia para convencer a nadie, su falta de carisma y persuasión también se manifestaban con los posibles compradores, que tras el primer minuto dejaban de escucharlo.

Poseía un veinte por ciento de las acciones de la empresa, que mantenía desde los inicios con el difunto Gonzalo Paraíso. Aquel porcentaje, que no había decrecido ni aumentado en los treinta años de existencia comercial de la firma, a él parecía bastarle. Su pequeña codicia no se enfocaba sobre el control interno de la empresa, sino sobre la plusvalía que podían obtener de fuera. Era consciente de la importancia de su papel, y ahora más que nunca, con el enfrentamiento entre Martín Ordiales y Miranda, cada uno de ellos con la mitad de las acciones restantes. Esa simetría lo convertía en el árbitro para decidir una u otra opción. Le bastaba con soplar a derecha o a izquierda para conceder una victoria o una derrota que estaban en sus manos. Aunque sólo soplara un poco de ceniza.

Para Martín Ordiales la postura que Muriel tomaría en la reunión era una incógnita. Por un lado, sabía que se inclinaba sentimentalmente hacia la memoria del viejo Paraíso, pero se preguntaba si esa fidelidad se prolongaría hasta una hija que durante años había mantenido un comportamiento un poco… díscolo y no había mostrado otro interés por la empresa que preguntar de vez en cuando por la cuantía global de beneficios. Por otro lado, sabía que por carácter —reacio a introducir novedades y temeroso de correr riesgos— sus conceptos de construcción lo empujarían hacia las tesis que él defendía. Como técnico y gerente, lo tendría de su parte; como socio sentimental, se situaría al lado de Miranda.

Muriel lo saludó con alguna fórmula trivial y se sentó a repasar unos folios en silencio mientras Ordiales pensaba que no sólo era invisible por su aspecto; también por su incapacidad para decir algo original. Parecía buscar refugio en la fría celulosa de papeles con cifras y datos contables frente a un mundo abstracto de discusiones, hipótesis y marketing que le resultaba ajeno. Con la cabeza agachada ante ellos, tenía una excusa excelente para esquivar momentos conflictivos: un hombre cuyo mayor placer consistía en repasar una cuenta complicada y comprobar que no se había equivocado ni en un céntimo.

Martín Ordiales, que conocía a su esposa, se preguntó ahora cuánta culpa tenía ella en esa cobardía y falta de iniciativa que mucho tiempo antes no debió ser tal, puesto que se arriesgó a levantar una empresa moderna en una villa de origen rural cuya población por entonces apenas había asimilado la irrupción generalizada de las máquinas con motores para hacer cualquier tarea que antes se hiciera con las manos, cuyos habitantes seguían construyendo sus viviendas sobre muros de carga porque las únicas leyes físicas que conocían, y eso de una manera elemental e intuitiva, eran las leyes de la polea y la palanca. Porque ella —una mujer gruesa, muy fumadora, siempre con adornos aparatosos en el cuello y vestida con colores chillones y mangas muy anchas que a menudo paseaba por los ceniceros— lo dominaba por completo, y sólo parecía haberlo buscado para extraerle la semilla necesaria con la que procrear dos hijas que había educado a su imagen y semejanza y que lo trataban con la misma displicencia que la madre.

Ahora no necesitó mirar hacia atrás para saber que acababa de llegar Miranda Paraíso. De un modo u otro, siempre hacía notar su presencia y esta vez lo hizo con la enérgica forma de abrir la puerta y con el decidido y un poco burlón taconeo de sus zapatos. Pertenecía a ese tipo de mujeres que nunca le habían gustado: nerviosas, más listas que inteligentes, capaces de aprovecharse por igual de las ventajas del feminismo como de la más rancia coquetería, que sabían aplicar indistintamente según lo requiriera el interlocutor o el momento.

—Cuando queráis comenzamos —dijo al ver que Alicia cerraba la puerta tras ella.

Se sentaron y, como solía ocurrir últimamente, Miranda fue la primera en tomar la palabra.

—No es exagerado decir que hoy tenemos que optar entre seguir siendo una empresa de segunda fila o dar un salto y ponernos en la vanguardia de la construcción en toda la comarca. Hasta ahora hemos ido haciendo casas, edificios aislados, algunos bloques de pisos, pero siempre dependiendo de las características y limitaciones que nos imponían los clientes, los vecinos, los metros de parcela o los planes del Ayuntamiento. Con la urbanización de Maltravieso tenemos la oportunidad de diseñar por primera vez un barrio entero, con todas las ventajas que eso significa. También riesgos, es cierto. Pero parece que estamos acertando al arriesgar. Al comprar los terrenos hicimos un esfuerzo económico grande cuando ni siquiera sabíamos si iban a ser urbanizables. Ahora que por fin hemos conseguido los permisos, tenemos la opción de seguir siendo lo que somos… o de triplicar el beneficio de nuestra inversión.

Eran las palabras que Martín Ordiales había esperado. Estaba hablando la niña de papá, la hija única del hombre que había levantado aquella empresa, la descendiente enviada a Madrid a estudiar arquitectura para que pudiera culminar todo lo que el padre había soñado y que sólo había logrado concluir los estudios al cabo de una década. Había en su tono un acento impostado de discurso oído en otros sitios, pero también un cierto desafío hacia posibles objeciones, como el de quien guarda todavía algún secreto que podrá esgrimir en cuanto lo necesite. Martín Ordiales estaba dispuesto a concederle las prerrogativas morales de la herencia, pero no a admitir su displicencia hacia el trabajo anterior. De modo que dijo:

—No todo lo construido han sido pequeñeces. Y, en cualquier caso, las ganancias de esas obras son las que nos han permitido comprar los terrenos de Maltravieso.

—Claro que no todo lo anterior estaba mal ni era pequeño. Yo no digo eso. Sólo digo que ahora tenemos que hacerlo aún mejor y más grande. No podemos seguir construyendo como cuando vivía mi padre.

—¿Por qué no, si siempre nos ha dado buen resultado?

—Porque hacer siempre lo mismo es quedarse atrás cuando todos los demás avanzan.

La miró dudando si responder de un modo que acabara definitivamente con la discusión. Si habían alzado la empresa hasta allí arriba no era sólo por los métodos del viejo. También él había llegado con dinero y unos solares en una época de crisis en que nadie compraba una cochera. Era él quien había contribuido a engrandecerla asociándose a la firma quince años atrás, quien la había revitalizado y ampliado sus prestaciones al contratar en plantilla a técnicos que les permitían hacer casi todo el proceso de una obra —desde las excavaciones para los cimientos hasta la última mano de pintura— sin apenas necesidad de subcontratar otras empresas. Con ese control global sobre el trabajo habían conseguido aumentar los beneficios, de modo que no iba a permitir que ahora Miranda lo acusara de inmovilismo ni que le diera lecciones de gestión. Sabía bien lo que ella pretendía. Había estado en su nueva casa algunas veces y siempre le parecía un hogar incómodo, absurdo, estrafalario, copiado directamente de alguna de aquellas revistas de decoración que tanto proliferaban en los últimos años y de las que Miranda tenía una surtida hemeroteca. Pero todas esas cuestiones ornamentales eran secundarias al levantar una vivienda: extravagancias a las que sólo un brillante talento arquitectónico podía redimir del ridículo, un talento que, evidentemente, Miranda no poseía. Los clientes de Construcciones Paraíso nunca preguntaban por el matiz del color de una cenefa en los azulejos, sino por la solidez de los cimientos, por el aislamiento del tejado o de los muros, por la durabilidad de los materiales, por los metros cuadrados. Ellos nunca habían construido viviendas para artistas o bohemios. La originalidad del diseño, que fueran a buscarla en otro sitio o que, en todo caso, después de entregadas, cada cual reformara con las extravagancias que quisiera.

—Cuando paso por las casas que hemos construido, tengo la sensación de que en quince años hemos hecho un solo modelo, un solo estilo, un solo color —estaba diciendo Miranda sin dirigirse a él, buscando la aceptación de Muriel y de Alicia.

—¿Para qué quiere los colores quien no sabe pintar? —se oyó decir de improviso.

—No sé a quién te refieres —replicó Miranda en un tono frío, casi de reto.

—A todos nuestros obreros, albañiles y técnicos. Hemos logrado seleccionar una plantilla de gente que lleva haciendo las mismas cosas durante estos quince años y por eso trabajan rápido y bien, casi de memoria. Hasta el pobre Santos ha aprendido cuáles son sus tareas. Todos saben manejar con eficacia los materiales que utilizan, siempre los mismos o parecidos, y siempre con la misma maquinaria. No podemos decirles ahora que todo eso es antiguo y enviarlos seis meses a reciclarse para que aprendan a trabajar el acero inoxidable, el cristal o esas técnicas modernas de dudosa utilidad que tú llamas «de vanguardia».

—¿Por qué no? ¿Por qué no podemos reciclarlos?

—Porque la mitad de ellos se irían a otras empresas donde les dejen hacer lo que llevan haciendo toda la vida. Y con la otra mitad sería como volver a empezar sin estar seguros de los resultados.

—Yo estoy segura. Y si ofrecemos un mejor producto, podemos pedir un precio más alto con el que sufragar todos esos gastos.

—No lo pagarían.

—¿Por qué no? —repitió.

—¿Tú crees que en esta ciudad hay tanta gente dispuesta a pagar un solo euro por cualquier novedad que no haya demostrado su eficacia durante más de veinte años?

—Sí.

—Yo creo que no. Que hayamos vivido un boom de inversiones en la última década no significa que vaya a continuar siempre. No hay tantos posibles compradores a quienes les guste la originalidad. La mayoría de la gente quiere vivir como viven sus vecinos, sin llamar la atención, en casas idénticas, sólo distinguidas por el número de la calle. ¿Cuánta gente lleva el pelo azul? —preguntó, consciente de la ventaja que estaba tomando sobre las tesis de Miranda.

—No es lo mismo. Esa es una comparación tramposa.

—Yo no veo tanta diferencia —dijo mirando a Muriel y a Alicia.

—Claro que la hay. Comprar una casa es algo mucho más serio que teñirse el pelo. Si no te gusta cómo te lo han dejado, al día siguiente puedes volver a su color original con otra visita a la peluquería. Pero pocas decisiones hipotecan tanto la vida de la gente como comprarse una casa. Sólo la elección de la pareja —dijo, y se quedó unos instantes en silencio—. No podemos hacer de Maltravieso una de esas urbanizaciones de pisos de protección oficial o de raquíticos adosados que a ti tanto te gustan, todos idénticos, en filas rectas, como soldaditos a punto de comenzar a desfilar. Vamos a construir viviendas a la carta.

—¿A la carta? —preguntó. Aquello era nuevo y también Muriel y Alicia levantaron la cabeza hacia ella.

—Sí. Casas donde cada comprador podrá decidirlo todo, el tamaño de la parcela y las plantas del jardín, el número de ventanas o la altura de los techos, el color de la fachada o la veleta en la chimenea. Que elijan hasta el último detalle del acabado final. Nosotros les asesoraremos sobre la viabilidad de sus propuestas y también cobraremos por ese asesoramiento. Es absurdo hacer viviendas diminutas para gente que puede permitirse la amplitud. O al contrario, porque no renunciaremos a ninguna demanda. Palacios o chabolas, cobraremos en la misma proporción. Ganaremos un tipo de clientes que en esta empresa nunca hemos tenido.

—Viviendas a la carta —repitió Ordiales—. Viviendas a la carta. Será una locura.

—Claro que no. Haremos de Maltravieso un referente para el futuro. Una urbanización de cierto lujo, con calles anchas y silenciosas, sin coches mal aparcados, porque todas las casas tendrán garaje, sin abigarramientos, con jardines y arriates tan cuidados que hasta la maleza sentirá miedo de invadirlos, con piscinas para quienes las deseen, con cuadros de césped regados con abanicos de agua —dijo con cierto arrebato, alternando la mirada entre Muriel y Alicia y la maqueta que ocupaba la mitad de la habitación y cuyos espacios vacíos, de pronto, de una forma extraña, habían adquirido algo enigmático e inquietante.

—Todo eso es inviable en Breda. Supongo que en una gran ciudad tendrá sentido. Viviendas a la carta —repitió una vez más, y en cada repetición se hacía más evidente el tono de ironía y desprecio—. Pero ésta sigue siendo una villa de campesinos que pasarán de largo ante esa oferta. No conozco a uno solo de ellos a quien le gusten esos jardines de que hablas. Bastante han trabajado en el campo en su infancia como para desear tener un trozo de suelo cultivable, aunque sólo sea de césped, en el patio de su casa. Lo único que desean alrededor es cemento.

Miranda eludió responder a su comentario y continuó con un discurso que parecía traer bien aprendido:

—Debemos hacerles ver a los clientes que son ellos mismos los protagonistas de la construcción de su hogar. Debemos dejar que se sientan creativos, que elijan materiales y colores, porque de ese modo no podrán negarse a pagar lo que han elegido. Debemos conseguir que se entusiasmen con cada cimiento que les permita sentirse firmes sobre la tierra, con cada ladrillo, con cada teja que les proteja del calor, del frío y de la lluvia, con cada tabique que les ordene el mundo. Y al final, que crean que han hecho una obra maestra y que hablen bien de nosotros por haberles ayudado. Serán nuestra mejor publicidad y creceremos de ese modo más que con las rutinarias viviendas habituales.

«Así que esto es lo que te enseñaban en esos cursos o másters donde desaparecías durante semanas o meses, a hablar de un modo con el que podrías convencer a muchos habitantes de esta ciudad si no fueran tan avaros y no hubieran aprendido a rechazar toda novedad que no haya demostrado su validez e inocuidad durante dos décadas». Martín Ordiales vio la sonrisa con que Alicia asentía ante Miranda, convencida por sus palabras, y sintió un pinchazo de dolor. Muriel, en cambio, permanecía con la cabeza agachada, calculando en silencio, intentando hacer del cálculo una virtud. Pensó que no podía discutir nada con ella sobre teorías, porque en ese terreno Miranda tenía una elocuencia que él sólo podría contrarrestar con sarcasmo. De modo que recurrió a las cifras, a lo contable, al territorio en que siempre se sentía firme.

—Según ese proyecto, ¿cuántas viviendas construiríamos en Mal travieso? ¿En cuánto tiempo? —le preguntó a Alicia.

La aparejadora colocó en paralelo dos folios llenos de cifras.

—Entre un cuarenta y un cincuenta por ciento menos que con adosados.

—Pero su valor sería más del doble —interrumpió Miranda.

—¿En cuánto tiempo?

—Es difícil determinarlo con exactitud. Dependería de la demanda.

—Construiremos al principio algunas viviendas piloto que puedan servir de referencia.

—¿Sin consultar a los posibles compradores? Eso va en contra de lo que estabas proponiendo antes —replicó. Se sentía molesto con el uso del futuro que hacía Miranda, como si ya estuviera segura de que su propuesta iba a salir adelante. Se preguntó qué opinaba Muriel de todo aquello—. Y tú, Santiago, ¿qué crees?

—Lo he estado pensando mucho antes de venir.

—¿Y? —preguntó Miranda.

—Creo que no es buen momento para asumir tantos riesgos —dijo sin atreverse a mirarla—. Creo que el mercado está a punto de saturarse. Que pronto habrá más viviendas que compradores. Y cuanto más elevemos el nivel, más difícil será venderlas.

Miranda escuchó a Muriel con un desprecio que no había manifestado hacia Ordiales, que vio cómo se levantaba de la silla y se dirigía a él:

—¿Podemos hablar un momento en privado?

—Claro.

La siguió por el pasillo —el taconeo rápido, las piernas duras y nerviosas, las caderas moviéndose como si esquivaran latigazos, la estela de perfume— hasta que entraron en su despacho. Casi no esperó a cerrar la puerta para comenzar a hablar:

—Todavía podemos arreglarlo, Martín. Yo haré algunas concesiones sobre el diseño general del proyecto. Si quieres, aumentamos el porcentaje de viviendas. Pero no podemos dejar pasar esta oportunidad. No podemos hacer de un paraje privilegiado como Maltravieso otra de esas horribles y vulgares barriadas.

—Creo que ya está decidido. Ya lo has oído a él —dijo, indiferente al tuteo amistoso, a la propuesta de pacto.

—Él no importa ahora. Nunca ha importado. Es a ti a quien te estoy rogando.

—No sigas haciéndolo, Miranda. Lo que pretendes es una locura. Tienes un concepto demasiado infantil de lo que es una empresa constructora.

—Si se hace de otro modo, me avergonzará participar en el proyecto. No podría convencer a nadie para que compre una casa donde yo misma no viviría.

—Muy bien. Entonces, puedes dejarlo. Vende tu parte en la empresa. Yo estoy dispuesto a hacerte una oferta —dijo, aunque sabía que eran precisamente esas palabras las que más podían herirla. Al patrimonio de la herencia, Miranda unía un gran orgullo propio. La conocía lo suficiente para saber que, a pesar de todo, era de ese tipo de hijos tan conscientes de la tradición familiar que si no consiguen superar los logros de sus padres consideran su propia vida un fracaso.

—Claro, ya comprendo. En realidad, no se trata de cómo se construya en Maltravieso. Se trata de lo que llevas pretendiendo durante mucho tiempo. Quedarte al mando. Pero le prendería fuego a todo antes de permitir que en esta casa se perdiera la memoria del apellido que la levantó.

Miranda le abrió la puerta para que saliera y, mientras regresaba a la sala de reuniones, Martín Ordiales oyó el portazo con que se cerraba. Alicia y Muriel esperaban en silencio, ocultando su turbación. Cogió de una estantería una de las casitas de maquetas anteriores, se acercó a la de Maltravieso y la colocó en la primera manzana.

—Adosados. Mañana comenzaremos a concretar planos y presupuestos.