—La veo a usted dispuesta a todo —comentó el inspector mientras Mariana enrojecía. Nada podía exasperarla e intimidarla tanto a la vez como el haber sido sorprendida en esa pequeña expansión intimista de sus sentimientos—. No se apure, no he visto ni oído nada —siguió diciendo el inspector con un inevitable punto de compasión en sus palabras—. ¿Cómo ha ido la reunión con el fiscal?
—He ganado algo de tiempo, que para lo que me va a servir… —contestó ella con evidente desánimo.
—Tampoco yo tengo grandes noticias. Hemos estado indagando el paradero de Victoria Laparte sin resultado, pero sabemos algo más. Sabemos —agradeció el cenicero que la juez extrajo del cajón de su mesa— que salió de su casa a la mañana temprano el sábado pasado. Lo sabemos por una vecina que salía a misa y dijo que la tal Vicky se fue andando hacia el centro. Ahí se le pierde la pista porque no hemos dado con nadie que la haya visto a partir de ese momento.
—¿Han buscado en el entorno de la casa de Casio?
—Sin resultado. La poca gente que hubiera podido reconocerla no la vio. Es como si se hubiera esfumado. Tampoco da nadie razón de ningún movimiento de Casio durante el sábado; es más: no hay constancia de que pernoctara en su casa esa noche. En cambio, sí fue visto, él solo, llegando a su piso en la madrugada del domingo. Y hasta ahora.
—Estupendo. Vamos al desastre sin ahorrarnos ni un solo paso.
—La verdad es que nos hemos quedado sin testigos. Ni Vicky ni Covadonga. ¿Se ha solicitado ya la prueba de paternidad?
—No se va a solicitar por ahora. Pero ésa no es una prueba acusatoria sino circunstancial con respecto a los crímenes. La autoría de los crímenes es otra cuestión. En el mejor de los casos, la prueba sólo nos servirá para reafirmarnos en nuestra convicción acerca del incesto, que es un móvil. Es decir —apuntó—, si es que usted se apunta a creer en ella.
—La verdad es que me gustaría verla salir con bien de este asunto.
—Hombre, gracias, eso ya es un punto.
—Yo soy así —dijo Alameda con su sorna habitual. Sin embargo, Mariana le creyó. Luego se hizo un silencio. El inspector fumaba y Mariana se abstrajo.
Desde el fondo de su memoria llegaba una melodía. La escuchaba mentalmente con perfecta claridad, pero hasta que no pasaron unos segundos, no la reconoció. Fueron unos redobles de batería sobre los que se repetían insistentemente unos compases de piano. Se dejó llevar, feliz, porque sonaba a tiempos alegres de universidad y, de repente, cuando al recuerdo se añadió un toque de saxofón introduciendo de nuevo el tema melódico, supo lo que estaba escuchando: Take Five, por el cuarteto de Dave Brubeck. Era uno de los discos que se quedó su ex con la excusa de que era jazz, pero el disco era suyo, un regalo al final de una noche preciosa en la que celebraban la publicación del libro de un joven novelista que, evidentemente, se había enamorado de ella. No fue que le gustara el novelista, que era un tipo muy agradable, de mayor edad que ella, que había sido finalista del premio Biblioteca Breve unos cuantos años antes y que, razonablemente bebido y educado, por respeto a su marido se limitó a regalarle el disco con una atosigante, casi patosa insistencia. Esa pieza, que habría escuchado entre mil y dos mil veces, era tan estimulante que desataba en ella lo mejor de su carácter y de su voluntad y lo usó descaradamente como antídoto de cualquier desastre que le sobreviniera en aquellos años o de cualquier momento de euforia. Y ahora volvía de repente, por la memoria, y se dijo que lo necesitaba ya, que apenas despachara a Alameda se lanzaría sobre una tienda que conocía en Barcelona para localizarlo y encargarlo sin perder un minuto. Sí, porque lo necesitaba más de lo que nunca lo había necesitado.
Y con esa misma estimulante sensación, una idea se instaló de pronto en su cabeza, un intruso exigente y fascinante que reclamaba acción inmediata, que desbordaba de energía y decisión y que, lo entendió como a la luz de un relámpago, la invadía como una consecuencia del recuerdo de felicidad que vino con la música.
—La hija —estaba diciendo el inspector— es la única que podría inculpar a Casio, pero no puede hablar, no hablará nunca.
—Inspector —dijo de pronto con tal determinación que éste se sobresaltó y dejó caer la ceniza de su cigarrillo al suelo—, las noticias no son ésas. Ahora los médicos dicen que puede salir del coma. Y le diré otra cosa: tenemos un testigo; claro que tenemos un testigo; y, si no me equivoco, será quien condene a Casio Fernández.
—No me diga usted —contestó el inspector una vez repuesto—. ¿Puedo saber quién es ese testigo providencial… y desconocido?
—¿Desconocido? —en su voz había un toque triunfal, exultante—. De ninguna manera, inspector, de ninguna manera. Ha estado en todo momento ante nosotros, yo diría que deseando declarar y exigiendo nuestra ayuda, pero, claro, nos obcecamos tan a menudo por mirar en una sola dirección que acabamos por ponernos las orejeras nosotros solos. Especialmente en este caso, donde la principal distracción ha sido la propia ansiedad.
—¿Y bien? —volvió a preguntar el inspector.
—Ya veo que no se fía un pelo de esta Juez alocada. Debe de pensar que me ha dado el ataque de nervios, la crisis. Pero no, confíe en mí. ¿De verdad que no se imagina de quién estoy hablando?
—Se lo puedo jurar —dijo el inspector, medio impresionado por la convicción que emanaba de la juez.
—Inspector, llevaré a Casio Fernández a la cárcel en nombre de su hija y, si todo sale tal y como espero, lo consideraré un acto de estricta venganza y un acto de estricta justicia. Yo conseguiré que ella lo inculpe.
—Pero, señoría… —en su estupor, el inspector Alameda acudió al tratamiento oficial, pero apenas pudo completar la frase, tal era su asombro—. Ella nunca saldrá del coma, no se haga ilusiones… —de pronto le cambió la cara—. ¿O sí? —el inspector se quedó pensando con un gesto de intensa concentración—. Si ella despertase…
—¿Si? —dijo Mariana, solícita.
—Siempre puede ocurrir, ¿no le parece? No hay que perder la esperanza —concluyó.