El lunes amaneció un día tan plomizo y destemplado como lo había sido el domingo anterior. A primera hora de la mañana, Mariana de Marco se reunió con el fiscal Andrade para recibir el informe de este último sobre la guarda y custodia y tutela de la menor Cecilia Piles Fernández, el cual, como ella suponía, era favorable a la concesión a favor de Casio Fernández Valle una vez que los abuelos maternos renunciaran a ella. Mariana, que manifestó su disconformidad con alguna tibieza, no quiso alegar las verdaderas razones que la sostenían por temor a que el fiscal considerase demasiado atrevidas, o directamente fantásticas, sus conclusiones acerca de la muerte de Cristóbal Piles y del suicidio de Covadonga Fernández. Sin embargo, y aprovechando la retirada de los abuelos maternos, dejó entrever al fiscal que deseaba todavía un margen de tiempo antes de tomar la decisión definitiva y que antes volvería a hablar de nuevo con él, pues disponía de indicios preocupantes que aún no estaba en disposición de exponer. En realidad pretendía ganar tiempo, pero, si fuera necesario, estaba dispuesta a considerar la posibilidad de revelar al fiscal la intención de Cristóbal respecto a la prueba de paternidad, sólo la intención, para apoyar su rechazo a Casio. El fiscal, muy reticente, tuvo que escuchar una versión edulcorada y muy enredada de las sospechas de Mariana sobre la conveniencia de aceptar a Casio hasta que aceptó retener el informe por unos días, no sin declararse antes un tanto sorprendido por el exceso de celo de la Juez, en consideración a la confianza que le inspiraba su criterio profesional. De esta manera, la Juez pudo ganar el tiempo suficiente para tratar de utilizar la baza que le quedaba, si no para resolver el caso con arreglo a su convicción de culpabilidad, sí al menos para encontrar el modo de retirar a la niña de la influencia del abuelo sin llegar al fondo del asunto.

Finalmente, había tomado una decisión: intentaría probar la culpabilidad de Casio Fernández Valle; pero si no, no tendría más remedio que sacar a la luz el incesto para justificar la negación de la custodia a Casio, aunque intentaría que no trascendiese a la calle, pues a él no le convenía armar mucho ruido sobre ello. Entregársela a Casio era, en su opinión, una irresponsabilidad criminal, incluso aunque pasara a conocimiento público la terrible historia que marcaba a la niña.

La Juez De Marco, resuelta la mayor dificultad para su conciencia y sin querer volver a pensar más en ella por si se arrepentía, quedó sumida en sus pensamientos. Sentía la ausencia de Carmen como una dificultad añadida. Además, en su preocupación había olvidado desayunar, por lo que solicitó, aunque con desgana, que le subieran un café y una pieza de bollería. Seguía pensando en la niña, en su destino. Lo que debería de haber sido una infancia en familia, con las dificultades inevitables, pero infancia normal, atendida, bajo protección, desembocaba por arte de azar en una institución social y en inevitable ausencia de cariño privativo, personal y ausencia de hogar real, si no en el estigma ignominioso que decidiría su vida, un destino sellado un día de los muchos en los que su abuelo abusaba de su madre; y sí, no había que hablar sólo de abuso aunque Cova ya estuviera en su mayoría de edad, sino de esclavitud sexual. Lo cual le remitía a la noción de culpa; porque si ésta era aplicable, en distinto grado, a padre e hija, no lo era en absoluto a la pequeña Cecilia. La tormenta que la horrible situación había desatado se llevó por delante a la familia, pero el único pecio arrojado a la arena de mala manera y sin medios de subsistencia era la niña, que ahora tendría que enfrentarse a un futuro previsiblemente amargo, quizá insuperable.

Mariana reconoció que, por un momento, llegó a pensar en adoptar a la niña. No podía hacerlo, claro, en parte por su interferencia en el caso, pero, sobre todo, porque su vida era de lo más inadecuada para convertirse en madre de adopción, pero sentía la huella de ese pensamiento aún presente en su interior, como esos restos de archivo de un ordenador que nunca acaban de borrarse y de tarde en tarde ocasionan interferencias que irrumpen en medio de un trabajo o impiden momentáneamente la ejecución de una herramienta. «No tienes que echarte a las espaldas la justicia del mundo», le había dicho certeramente Carmen y ella reconocía esa certeza, pero en aquellas ocasiones en que la emoción por un dolor ajeno era superior a los dictados de su razón, aunque no se dejaba abatir por ello, lo sufría con el mismo daño. En realidad, el dolor que sentía en estos momentos era superior a la frustración que le ocasionaba su impotencia. Aceptar la victoria de Casio Fernández era mucho más hiriente que aceptar su propia derrota y en este punto veía de nuevo emerger ese resto de pensamiento que no acaba de borrarse de la memoria, esa apelación a la justicia como si el concepto mismo de justicia dependiera de ella, de la juez De Marco y no de toda la sociedad compleja, no equitativa y, por supuesto, violenta de la que formaba parte. Sí, la suya se asemejaba a una visión superior y heroica de la Justicia y —se reprochó—, «¿Quién eres tú para pretender ser ejemplar, como lo eran los héroes de antaño? ¿Quién para erigirte en la encarnación de esa justicia, como la Marianne convertida en símbolo de la República francesa»? El paso siguiente fue un acto de reconocimiento: en un mundo laico, democrático y peor organizado y estratificado de lo que debiera, semejantes figuras triunfales quedaban sustituidas por imágenes mucho más corrientes, cotidianas, «Gente que va y viene y que, como tú —se dijo—, bastante tienes con ser una Juez honesta y competente o cosa semejante». Y volvió a recordar aquella frase leída en algún libro, o revista, una entrevista quizá con algún psicólogo infantil…, «Cada niño tiene que construir necesariamente su propia historia».

Mariana se llevó la mano a la frente como si quisiera retener esa idea en su justo límite, en su verdad esencial. Y en esa postura, reclinada sobre la mesa, como una funcionaria rendida a los imponderables de su oficio, la encontró el sorprendido bedel que le traía el desayuno al despacho.

Agitó la cabeza como si se desprendiera de los malos pensamientos, agradeció el servicio y se prometió a sí misma, tras quedarse de nuevo sola, que intentaría conciliar mejor la humildad con la imaginación. «Al fin y al cabo —se dijo— pensar como la encarnación de la justicia es un acto netamente narcisista e incluso —consideró— una peligrosa vía abierta a la intransigencia, que es lo que me faltaba a mí. De manera que lucharemos, sí, por más que la adversidad se empeñe en lo contrario, pero si ése es el desafío, lucharemos y no con cualquier arma sino con toda la artillería».

—Y he de decirte que la cárcel me parece poco para ti, Casio Fernández —exclamó creyendo que seguía sola.

Entonces reconoció al inspector Alameda en pie bajo el umbral de la puerta que el bedel dejara semiabierta al salir.