—Hubo un momento en que lo tuve a tiro, pero se escabulló —le estaba contando Mariana a Carmen—. Es frío como un pez. No se altera por nada. Sólo se enfureció cuando le acusé de abusar de su hija.

—Qué bruta eres, Mariana, en serio te lo digo. Si no te pone una demanda por difamación es porque no tenía testigos.

—La verdad —confesó Mariana con desesperanza— es que he metido la pata y me he dejado llevar; no creas que no lo siento.

—Pero ¿qué esperabas?, ¿una confesión?

—Esperaba que supiera que yo sé y eso le pusiera nervioso. Quería meterle una dosis de inseguridad.

—Pues según me cuentas su reacción, yo estaría por pensar que lo tuyo es, realmente, una fabulación.

—Te equivocas, Carmen. Yo creo que ahora está seriamente preocupado. Si no fuera porque el inspector Alameda se iba a reír de mí, le diría que siguiese sus pasos porque no es improbable que se acerque al lugar donde ha hecho desaparecer a Vicky, por asegurarse. De encontrar a Vicky todo sería más aceptable para todos: si es el cadáver porque, aparte de las pistas que pudiera aportar, dejaría en evidencia a Casio; y si es Vicky en persona y viva, aún hay alguna posibilidad de que confiese.

—Este caso te va a dejar zumbada —aseguró Carmen con preocupación.

Iban caminando por el paseo del puerto, en paralelo a la Dársena Vieja, camino de la Antigua Rula, ahora convertida en restaurante. Era un clásico lugar de paseo de la ciudad donde todo el mundo se cruzaba, especialmente si era domingo, como hoy. El cielo volvía a ser gris, ese color que llamaban «panza de burro» y que resulta de lo más desangelado, un techo de tristeza y murria bajo el que caminar requiere un esfuerzo de la voluntad o una necesidad de salir a la calle para no ahogarse en casa. Caminaban cogidas del brazo, como unas señoritas de los años cincuenta recorriendo la calle Mayor de su localidad a la espera de un cruce de miradas mientras caía la tarde. Al llegar al antepuerto se detuvieron como desorientadas y de consuno echaron a andar hacia la Punta Liquerique, prolongando el paseo. La tarde se agotaba y las luces de los pantalanes y de la línea de edificios de costa iluminaban un mar oscuro con reflejos luminosos que se adentraba en el puerto como si se adentrara en la ciudad.

—¿Te has dado cuenta de que parecemos dos solteronas de domingo? —dijo Mariana reprimiendo la risa.

—Es el día, que viene torcido —contestó Carmen—. A ver por qué no íbamos a pasearnos a nuestro aire por donde nos diera la gana.

—Sí, es el día —constató Mariana—. Parece mentira, con lo bonito que es todo esto y la desgana que se nos ha echado encima. Si al menos tuviéramos un poco de sol… Yo estoy empezando a sentir frío, ¿y tu?

—También es cuestión de hacer amistades. Tú acabas de empezar; espera a ver, dentro de unos meses. Si viene un buen verano…

Llegaron a la punta y volvieron sobre sus pasos. Aún era de día, pero tenían que acercarse a casa de Mariana para recoger la bolsa de viaje de Carmen. Luego la acompañaría a la estación de autobuses. Pensó con tristeza que el fin de semana se acababa, que no tenía en G… ninguna amiga como Carmen y se le vino encima un ataque de soledad que procuró disimular. Teodoro, finalmente, no se había acercado a ver al Sporting y temía el momento de hallarse en la estación, ese túnel abierto por el que se colaba el aire frío, esperando el autobús entre dos luces y el momento en que se dirían adiós, ella en el andén y Carmen en la ventanilla, Carmen con todo un trayecto bajo la oscuridad por delante y ella de vuelta a casa por las calles medio vacías, los ecos de las últimas voces del fin de semana resonando y la gente apresurándose empujada por el mal tiempo. Le entraron ganas de llorar y de pronto pensó en Cecilia, allá sola en la «casa del crimen» con la vieja criada y un futuro desolador y se contuvo. «En este mundo —se dijo— siempre hay alguien que está peor que tú».