—Señor Fernández Valle —empezó a decir Mariana—, debo advertirle de principio que ésta es una conversación estrictamente privada y personal y que no hablo con usted como juez. Nada de lo que aquí hablemos tiene valor alguno fuera de esta conversación. ¿Está claro? ¿Desea manifestar alguna precaución?

—Me intriga usted —dijo el otro, displicente.

—Lo que quiero explicarle es que tengo la convicción de que usted es el responsable de la muerte de su yerno Cristóbal Piles y del aparente suicidio de su hija Covadonga —Casio abrió los brazos con un irónico ademán de defensa, el cigarrillo humeando entre dos dedos de la mano derecha—. Mi opinión es que usted mató a su yerno, fue descubierto por su hija, las redujo a ella y a su nieta, que apareció inoportunamente en el escenario del crimen, y se dedicó a fabricar la historia que me relató el día en que hizo su confesión de culpa. Creo que usted indujo a su hija a cometer suicidio y prosiguió con el plan elaborado en la noche de autos declarándose inocente y manifestando que su inculpación se debió al deseo de proteger a su hija. Creo que utilizó a María Victoria Laparte como cómplice, después, para borrar las huellas de este segundo crimen. Y creo, finalmente, que usted está detrás de la desaparición repentina de esta última persona, de cuyo paradero no tengo noticia en estos momentos.

Casio Fernández exhibió una media sonrisa, fumó con calma y se retrepó un poco en el asiento antes de hablar.

—Perdone que le haga una pregunta un tanto peliculera, pero ¿lleva usted un micrófono oculto por casualidad?

—¿Lo lleva usted? —respondió ella.

—No. A mí me ha cacheado el vigilante que tiene ahí afuera. Sin embargo, reconocerá que yo debería cachearla a usted antes de seguir hablando. En el supuesto —añadió— de que acepte seguir hablando con usted.

—Y yo tendría que cachearle a usted, y el guarda de seguridad, que aparecerá de pronto en la puerta con un vaso que le he pedido antes, testificará que nos estuvimos metiendo mano en mi despacho un domingo a la hora del mediodía.

—Tiene usted razón —Casio rió—. No sería una buena idea… respecto de usted. A mí me encantaría. Y me daría mucho prestigio.

—Creo que he dejado bien claro al principio la condición off the record de este encuentro y, de ser cierta su absurda idea del micrófono, quedaría grabada como testimonio al igual que el resto de la conversación, así que no tiene nada que temer.

—Yo no temo nada. Eso es imaginación suya, señoría.

—Sí, es que soy muy imaginativa, me lo dicen a menudo últimamente. Pero llámeme señora De Marco. No está hablando con la juez.

—Muy bien. Hable usted y yo la escucharé hasta que me parezca improcedente seguir con este encuentro.

—Su coartada o, digamos mejor, los elementos del caso que hablan en su favor están muy bien armados y en apariencia le exoneran a usted de toda sospecha. Pero hay un par de cosas que me llaman la atención. La primera de ellas es por qué limpió la hacheta antes de degollar a su yerno. La segunda, por qué echó la ropa ensangrentada en la lavadora y la dejó allí olvidada.

—Yo no limpié ninguna hacheta, señora, yo me limité a retirarla de la mano de mi hija y tirarla por allí cerca porque me impresionó mucho, aunque reconozco que fue una tontería hacerlo. En cuanto a la ropa, sí, la metí con intención de lavarla y luego me debí de olvidar de ella. Fue un acto reflejo.

—¿Fue antes o después de dormirlas?

—Fue antes, naturalmente. Les despojé de la ropa allí mismo, en el pasillo, la dejé en el suelo junto con la mía. Subí con ellas, las acosté y bajé a echar toda la ropa en la lavadora. Lo que pasa es que no sé cómo funciona una lavadora y por no ponerme a buscar por la casa el libro de instrucciones, la dejé allí y luego se me olvidó. Las circunstancias eran muy horribles y tenía que pensar.

—Y se puso una camisa de su yerno.

—En efecto. Veo que es usted muy observadora.

—¿En qué tenía que pensar?

—Bueno, qué quiere que le diga: en lo que había ocurrido, en qué hacer… En fin, es una pregunta superflua la suya.

—¿Cuál era su relación con su hija? Desde que quedó huérfana de madre.

—Ah. Bien. Buena. Una relación normal de padre e hija.

—Pero su hija era una persona… especial. Muy reconcentrada, muy asustada siempre, muy poco sociable…

—¿Asustada? Eso me sorprende. ¿De dónde lo ha sacado usted?

—Es una opinión general.

—E incierta —completó Casio—. Es verdad que mi hija era muy tímida, muy… apocada. Como tantas otras personas, no más. Lo fue siempre. Quizá la temprana muerte de su madre…

—Señor Fernández Valle, ahora está usted negando la evidencia. Su hija era una persona sometida y anormalmente retraída y falta de carácter. Lo fue cuando vivía con usted y lo siguió siendo con su marido. Mi pregunta es: ¿qué pasó entre ustedes, entre padre e hija, para que ella, una niña sana y normalmente constituida, acabara hecha un guiñapo?

—¿Le parece que terminemos aquí esta conversación? —dijo Casio con severidad.

Se oyeron unos golpes discretos en la puerta, el guarda de seguridad entró a la voz de «adelante» de Mariana con un par de vasos que dejó sobre la mesa de la juez y se retiró silenciosamente.

—¿Acaso le he ofendido? ¿O me he salido de los límites pactados? —preguntó Mariana tras la interrupción.

—No, simplemente está haciendo unas insinuaciones que yo no puedo aceptar.

—Pero hemos acordado hablar. Yo no le pregunto desde mi imaginación sino desde la realidad de unas declaraciones contrastadas. Yo no pretendo acusarle, señor Fernández Valle, sino pedirle su ayuda para desentrañar un asunto razonablemente misterioso.

—Sus palabras tendrían credibilidad si antes no me hubiera acusado de cometer dos crímenes, señora De Marco.

—Tiene usted razón. ¿Podemos olvidarnos de la autoría de los crímenes y centrarnos en la relación padre-hija?

—No. No podemos. Ése es un asunto personal.

—Está bien. Volvamos a la autoría.

Se produjo un silencio, que ambos aprovecharon para beber.

—Malo es —Casio volvió a sonreír dejando su vaso sobre la mesa— que me acuse de matar a mi yerno, pero reconozca que acusarme de la muerte de mi hija estando yo en la cárcel es un verdadero despropósito.

—Excelente ocasión para volver a María Victoria Laparte.

—Vicky —corrigió Casio.

—Como usted quiera. Vicky. Ella le visitó a usted en la cárcel en dos ocasiones y de resultas de esas visitas apareció dos veces por casa de su hija. La primera, para transmitirle a usted noticias acerca del estado de Covadonga; la segunda, para borrar la visita de su hija a la página web que consultaba habitualmente.

—¿Visitaba asiduamente una página web? ¿Qué clase de página?

—Usted lo sabe muy bien. Una página de autoayuda médica, de automedicación.

—Le aseguro que es la primera noticia que tengo. El ordenador lo usamos sólo como un archivo o una máquina de escribir.

—Entiendo —dijo Mariana—. El caso es que una vez borrada del historial la visita clave y borrado el mensaje que dejó usted a su hija bajo nombre falso, no queda rastro de su intervención en el crimen. Su hija se ha suicidado oficialmente y usted puede liberarse de la carga de la culpa del asesinato de su yerno y, dolido —subrayó con sarcasmo Mariana—, se confiesa no autor sino encubridor del primer crimen, e inocente de ambos sucesos.

—Es verdad que usted es muy imaginativa —dijo Casio admirado.

—Y he aquí, señor Fernández Valle, que, casualmente, cuando yo encargo al inspector de la Policía Judicial que busque a Vicky para corroborar lo que acabo de decir acerca de su intervención en el crimen, ésta desaparece convenientemente, se esfuma, se volatiliza.

—Pero ustedes tendrían acceso al ordenador de mi hija.

—Estaba limpio. Lo debió de limpiar Vicky. Había otras entradas a la página, pero anteriores. Y aunque dimos con el camino, buscamos sin éxito el mensaje desaparecido. Quién iba a imaginar tamaña astucia en usted, que nos tenía engañados con su acto de nobleza paterna. Así que llegamos tarde. Pero no desvíe el rumbo de la conversación. Estábamos hablando del papel de Vicky.

—Que es otro disparate. Yo no sé dónde está, a mí tampoco me ha dejado recado.

—La noche de autos usted la encontró en las cercanías de la casa de su yerno.

De pronto el brillo acerado de los ojos de Casio se tornó amenazador.

—No me mire así, no soy su tipo como víctima. Yo me sé defender —nada más hablar, Mariana se asombró de su audacia y no pudo evitar un estremecimiento que quizá el otro advirtió.

—¿Cree usted que la estoy amenazando? —el rostro de Casio se relajó un tanto.

—Hablábamos de la noche de autos y de que usted se encontró con Vicky en las inmediaciones de la casa —continuó Mariana.

—Cierto. Me estaba buscando. Eso es una cosa que me fastidiaba de ella y una costumbre muy propia de las mujeres. Mejorando lo presente —añadió en seguida y Mariana pensó si no habría una burla escondida detrás de sus palabras—. Por lo visto, me fue a buscar y, al no encontrarme, pensó que quizá me hubiera acercado a casa de mi yerno, a mi antigua casa en realidad, porque sigue siendo mía —especificó—. Veo que está usted muy bien informada. Está haciendo un trabajo verdaderamente concienzudo. En fin, respecto a lo que usted me pregunta le contesto que sí, que la vi y la envié a su casa. No me gusta que me acosen.

—¿Para qué iba usted esa noche a ver a su yerno?

—¿Yo? Pues… de visita, en realidad. Hacía tiempo que no los veía —Mariana advirtió que la pregunta le había cogido desprevenido, que estaba improvisando, y atacó.

—¿No es más cierto que usted había advertido previamente a Vicky que esa noche no se verían, que ella se picó y acabó cerca de la casa de su yerno, donde usted la encontró y la obligó a volver en un taxi a su casa?

Casio Fernández se contrajo en la silla. Fue un movimiento casi imperceptible que Mariana tomó como un tocado, lo que le hizo a su vez adelantarse ligeramente, al acecho. Casio fingió, o eso interpretó ella, un suspiro de fastidio que le hizo ganar unos segundos antes de contestar.

—Muy bien. Enhorabuena. Me ha pillado usted. ¿Y bien? Es cierto que esa noche no quería quedar con ella porque iba a visitar a mi familia. Eso es todo. No hay nada sospechoso en ello, ¿verdad?

«Está nervioso —pensó Mariana—, pero no sé por qué; no sé qué teme».

—A eso íbamos. ¿Cuál era el motivo de su visita?

—¿El motivo? ¿Hay que tener un motivo para visitar a la familia?

—Eso le dijo usted a Vicky: motivos familiares. La verdad es otra. ¿O no le citó su yerno?

—Ah, sí —pareció aliviado—. Era una excusa, naturalmente, lo que le dije a Vicky. Las mujeres a veces no entienden las explicaciones más simples y ésas son las que acaban retorciendo. Seguro que pensó que yo tenía otra cita. Los celos…

Mariana comprendió que se le había escapado.

—Señor Fernández Valle, estoy firmemente convencida de que tengo razón en todo cuanto le he dicho. Naturalmente, no puedo darle a conocer los datos que yo poseo y que utilizaré adecuadamente, pero no le quepa duda de que demostraré la autoría de los crímenes y que usted tendrá que pagar por ello —pensó: «¿Se lo tragará? ¿Creerá que dispongo de las pruebas necesarias?».

—Yo lo que le deseo —contestó el otro sin inmutarse— es que usted dé fin a la instrucción y todo quede bien aclarado. Reconocerá usted que he soportado toda su imputación sin un mal gesto y con verdadero deseo de colaborar. A cambio, usted me ha tachado de criminal, de maleducar a mi hija…

—De maltratarla y abusar de ella —soltó de pronto Mariana, sin saber por qué lo hacía en realidad. El hombre cambió la cara y le dirigió una mirada fulminante. Acto seguido se puso en pie, con los puños apretados.

—Hasta aquí hemos llegado, señora De Marco. La he escuchado con paciencia, pero esta acusación es insoportable —estaba realmente irritado y resultaba intimidante—. Espero no tener el disgusto de volver a verla de nuevo.

—Las ciudades pequeñas, señor Fernández Valle, tienen un defecto: están llenas de ojos y oídos. Si se trata de maledicencia, yo no lo sé, pero es lo que se dice de usted. Incluso Vicky lo ha dado a entender.

—¿Vicky? —el rostro de Casio registró verdadera sorpresa.

—Digamos… que hablando de las relaciones entre ustedes dos dio a entender algunas preferencias sexuales por parte de usted.

Casio Fernández la miró detenidamente.

—Veo que pertenece usted al género de las morbosas. En otro momento habría merecido la pena profundizar en ello —se había suavizado su expresión, incluso dejaba entrever una atención nueva, distinta, hacia Mariana. O quizá se tratase de una provocación o de una sutil forma de agresión, pensó ella—. Es una lástima —siguió diciendo—, porque la verdad es que no creo que volvamos a vernos más y, desde luego, no en un Juzgado. A menos que usted desee otra cosa —añadió con deliberada intención de provocar a Mariana.

«Ha sido él —se dijo ella—. Está tan seguro porque sabe que no hay modo de encausarle. Esa convicción es la que le delata».

Casio seguía en pie y Mariana se levantó también. Él le tendió la mano y ella lo ignoró.

—Espero por mi bien que sea usted incapaz de probar nada de lo que su mente calenturienta ha construido. En cualquier caso, confío en que la instrucción se atenga a la realidad de los hechos y pueda encauzarla debidamente. En cuanto a sus fantásticas sospechas, confío en que se disipen como lo que son y no persista en probar lo improbable. No me alegraré de que lo consiga, pero en cualquier caso quiero que sepa que la admiro a usted. Es una mujer interesante e inteligente —se detuvo, inclinó la cabeza, sonrió entre dientes y añadió— y muy imaginativa también.

Mariana le acompañó hasta la puerta e hizo una seña al vigilante para que lo acompañase hasta la salida.

—Adiós, señor Fernández Valle. Nos volveremos a ver.

—Lo dudo, aunque en otras condiciones le confieso que me habría encantado tener la oportunidad de invitarla a cenar.

—La vida es así —respondió Mariana.