Casio Fernández Valle entró en el despacho de la Juez De Marco y aunque venía de la luz a la sombra, porque Mariana mantenía el despacho en penumbra, no parpadeó. Estaba sola y el edificio de los Juzgados estaba vacío, con la casi sola excepción del guardia de seguridad que le franqueó la puerta y al que hubo de advertir de la llegada de Casio. Era domingo, lo que incitaba aún más a un perezoso despertar tras la noche de sábado. La sensación que le produjo el interior del edificio al entrar era de desangelamiento, de que algo no se encontraba en su lugar, casi de incomprensión; era como si caminara por un sueño, un frío sueño.
Mariana de Marco no se movió de su butaca y continuó observando a Casio en el umbral. Éste dirigió una mirada a su alrededor hasta acabar por ponerla en la Juez. Era evidente que la había fijado desde el mismo instante en que apareció en la puerta y que, de principio, le estaba enviando un mensaje de seguridad y dominio. De pronto se adelantó hacia ella, le hizo una ligera inclinación de cabeza, parecida a un gesto de cordial sorpresa, y llegó hasta la silla situada al otro lado de la mesa sin prisa. Mariana, que intuyó que se acercaría a besarla como saludo, lo evitó poniéndose en pie y tendiéndole la mano, lo cual le hizo sonreír, pero no titubeó al estrechársela. Después, ambos tomaron asiento. El guardia de seguridad cerró la puerta.
Mariana tenía ante sí una botella de agua mineral, que ofreció a su visitante.
—¿Resaca? —comentó él.
—No. Me gustan las bebidas blancas —respondió ella.
Casio rió y solicitó permiso para fumar. Mariana decidió concedérselo. Durante el tiempo en que sacaba su tabaco y encendía un cigarrillo se mantuvieron en silencio. Era el silencio tenso entre dos rivales que se observan. Tras expulsar morosamente la primera bocanada de humo, que siguió complaciente con la mirada, se dirigió a ella en actitud abierta.
—Muy bien. Usted dirá qué es lo que desea de mí.
Mariana sintió un vuelco en el corazón. La contienda comenzaba. De pronto, por su mente pasaron de manera relampagueante todas las preguntas que no se había hecho antes de la cita. ¿Para qué se citaba con él? ¿Por qué arriesgarse a ser sorprendida en un renuncio, a ser ridiculizada quizá por un hombre que casi la doblaba en edad y cuya veteranía, de repente, se agigantaba a sus ojos como una sombra que se agiganta en la pared por efecto de la luz? ¿De dónde venía esta ciega decisión de hablar cara a cara con quien había demostrado un perfecto y meticuloso dominio de sí mismo? ¿Acaso esperaba una confesión?, ¿algún resquicio donde colocar una cuña que acabase abriendo la madera de la que parecía estar hecho? En un instante comprendió la magnitud de su apuesta, la insignificancia de sus posibilidades y la amenaza a la que se estaba exponiendo y sintió vértigo, el vértigo de quien se encuentra de pronto ante un abismo imprevisto allí donde no tiene retroceso y se ve impelido a bordearlo mientras trata de no mirar abajo. En verdad no tenía nada, nada en que apoyarse. Era una estúpida que se disponía a hacer a un asesino el relato de su fechoría, ¿para qué? Sólo por el placer de arrojárselo a la cara. E iba a ser él quien se riera en la cara de ella, humillándola. Pero si había llegado hasta allí, tenía que seguir. Ahora bien, ¿era ésa la única razón que le empujaba hacia este encuentro? Y con la pregunta, un intenso miedo, miedo a sí misma, le recorrió el cuerpo de arriba abajo.