—¿Tú qué crees? —preguntó a Carmen al día siguiente, mientras ordenaba la mesa para el desayuno—. ¿Que encontraremos el cuerpo de Vicky o que no aparecerá jamás?
—Mujer, no seas agorera. Aguarda un poco.
—Mi idea —prosiguió Mariana— es que por fiel que fuera Vicky, un hombre como Casio no se fiaría nunca de ella si de eso dependiera su vida, como depende. Así que, en mi opinión, optó por deshacerse de ella para cerrar la única fisura que afectaba al escudo de seguridad que tan competentemente ha diseñado. Es un experto.
Carmen frunció las cejas con gesto de reproche.
—Lo sé, lo sé —continuó Mariana—. Ésta no es manera de llevar un caso y yo debería limitarme a instruir la causa, entregarla al Juzgado correspondiente y se acabó. Pero no puedo, Carmen. Ya no es cuestión de instinto o de intuición, no te vayas a creer; es pura especulación sobre un crimen cuyas características van dibujando poco a poco una trama y un autor. Sé muy bien que sólo puedo atenerme a los hechos; sé muy bien que carezco de pruebas que avalen mi presunción y eso es tanto como no tener nada, como montar una instrucción en el aire. ¿Qué hago, entonces? —se preguntó dirigiéndose a Carmen—. ¿Resuelvo sobre la apariencia de los hechos o me tiro a fondo hasta encontrar la verdad que esconden esos hechos? ¿Pongo a salvo a la niña y me trago un sapo?
—Es que no puedes probar nada, Mariana. Lo malo en ti, como juez, es que tienes una imaginación desatada. Y déjame que te insista en otra cosa: no eres tú quien va a juzgar, tú sólo estás instruyendo. A lo peor sale toda la mierda luego, en el juicio. Deja que las aguas vayan por su cauce.
—Ah, ¿eso es malo? ¿Ahora resulta que tener imaginación es malo? ¿Cómo crees tú que se construyen las cosas importantes? ¿Con pruebas? ¿Le vas a exigir pruebas a Colón de que existían las Indias o a un científico de que existen los agujeros negros para aceptar que existen? No, Carmen: Colón imaginó las Indias sobre datos vagos y los agujeros negros siguen sin verse, pero existen y devoran galaxias.
—No irás a comparar —interrumpió Carmen.
—Pues sí, sí que voy a comparar; a escala, pero voy a comparar —dijo Mariana con cara de reproche—. Claro que voy a comparar.
—Vale —aceptó Carmen—. Me he pasado. Lo siento. Si en el fondo yo creo en ti más que en mi propia imaginación.
Mariana sonrió cariñosamente.
—Lo que pasa —continuó Carmen— es que me preocupo por ti. No sé si te das cuenta, pero tienes un ataque de ansiedad y lo malo de una situación así es que puedes tender a deformar los hechos. Entiéndeme —dijo al ver que se oscurecía de nuevo el rostro de su amiga—, no digo que seas tonta ni que veas lo que no hay, sino que la ansiedad puede acarrear prejuicios.
—Te entiendo. Pero ése es el riesgo. Buscando el acierto puedes caer en la arbitrariedad. De acuerdo. Pero, insisto, es el riesgo. Un riesgo decides correrlo o no correrlo, depende de lo que te vaya en el envite. Si me equivoco, no pasa nada: cierro la instrucción tal y como podría hacerlo ahora mismo y, encima, me libro de un fiscal que está hasta los pelos de tanta dilación.
—Y que va a empezar a desconfiar de ti… —advirtió Carmen.
—A cambio —prosiguió Mariana— intento hacer justicia. Sí —afirmó categóricamente al ver fruncir de nuevo las cejas a su amiga—, ya sé que no voy a juzgar yo este caso, no hace falta que me lo recuerdes una vez más, así que rectifico: intento poner en manos de la justicia todos los elementos que han de permitir un juicio claro, recto, justo y eficiente. ¿Vale así?