Después de cenar y mantener una sobremesa en la que charlaron un poco de todo, Mariana tomó el camino del dormitorio, se metió en la cama y continuó con la lectura de Cuento de viejas, que no le duró mucho tiempo. Lo cierto era que tenía la cabeza en otra parte y no lograba concentrarse. Quizá no hubiera sido mala idea —pensó— haberse citado con Jaime Yago, mas no quería dejar a Carmen sola y tampoco le parecía prudente reunirlos; aparte de que la intención que le hubiese empujado a citarse con Jaime no admitía a terceros, se dijo maliciosamente.

En el fondo de su razón comprendía que la verdad por la que luchaba estaba perdida, pero en el fondo de su corazón sentía que debía luchar contra toda razón para llegar a la verdad. Eso le alegraba por Cecilia aunque tendría que pelear para alejarla de su abuelo sin sacar a colación el probable incesto. Sin embargo, se sentía impotente, no tanto por falta de energía y voluntad como por la inacción a la que le condenaba el curso de los acontecimientos.

La idea que volvía recurrentemente a su cabeza era la de tener un cara a cara con Casio Fernández Valle. Lo que empezó siendo una ocurrencia frívola en la corriente de una conversación iba tomando cuerpo poco a poco. ¿Qué podía lograr con ello? En principio, nada. Era de todo punto evidente que Casio no se traicionaría tras la formidable exhibición de cinismo y frialdad que venía protagonizando desde el día del primer asesinato. En realidad no buscaba una confesión sino, lo fue entendiendo a medida que pensaba en ello, una confrontación. Quizá sólo quería demostrarle que era tan fuerte como él, tan dura como él y, de ser necesario, tan fría como él. No buscaba amedrentarle o arrinconarle sino cruzar espadas para que el otro comprobase que si él era un criminal despiadado, tenía enfrente a una rival formidable. Es decir —se confesó—, no trataba de convencerle de nada sino de afirmarse ante él. ¿Acaso lo necesitaba para curarse del fracaso previsible de la imputación criminal? Reconoció que bien pudiera ser así, pero eso no mermaba su deseo de enfrentarlo cara a cara. Luchaba por ella, por Cecilia, por Covadonga muerta en vida y hasta por la pobre Vicky, cuyo cuerpo, estaba segura, yacía escondido sin vida en alguna parte no lejos de allí.