Durante toda la tarde del sábado, Mariana estuvo pendiente de los pasos del inspector en busca de Vicky. Éste se acercó a su casa a última hora para informarle de que todas las pesquisas estaban resultando inútiles hasta el momento. Habían registrado el piso donde vivía ella, que seguía vacío, con el único resultado de comprobar que nada hacía pensar en un viaje precipitado porque cada cosa parecía estar en su sitio, incluyendo las maletas. Tampoco obtuvieron información útil de los vecinos, del portero o de los comercios que frecuentaba. En cuanto a Casio Fernández, se mostró tan sorprendido como la propia policía. Vicky Laparte parecía haberse, literalmente, evaporado. Mariana de Marco se negaba a creer en un viaje urgente o una desaparición fortuita.

—La gente no desaparece así, por las buenas —estaba diciendo Mariana—, sin dejar rastro.

—Hay que tener en cuenta —intervino Carmen, que se hallaba presente en la conversación— la lógica de una persona que vive sola y sin familia. Si decide irse no se lo cuenta a nadie, simplemente se va. Yo no lo veo raro. Raro será si no aparece en unos días.

—Es mucha casualidad. Además, al menos podría haberle dicho algo a Casio.

—Pero ¿no dices que vivían independientemente?

—Todo lo independientes que son dos amantes, Carmen. Lo suyo sería decirle algo a él; hoy día no cuesta nada hacer una llamada desde un móvil. Y se fue con lo puesto —dijo tras una pausa—. Con lo puesto. Nadie se pone en marcha por unos días sin equipaje, por escueto que sea. Mira: pensemos con lógica. Si es verdad que Vicky le hizo el favor que suponemos a Casio y Casio ve que, a pesar de todo, estamos sobre él como buitres y siendo la clase de hombre que es, pronto o tarde pensará que la fidelidad no existe o que es mejor no comprobar si existe; y entonces Vicky se habrá convertido en un peligro potencial para él. Y si Vicky, que no debe de ser tonta, ha pensado lo mismo, tendría que apresurarse a poner tierra por medio, que es lo mejor y que ojalá sea lo que ha hecho, conociendo al otro; por su bien y para mi mal, todo sea dicho.

—Eso no lo sabes. Su casa parece estar en orden, vale, pero nadie sabe cuál es el orden de su casa. Puede haber metido cuatro cosas en un maletín, ¿no? —dijo Carmen con acento dudoso.

El inspector Alameda observaba en silencio a ambas mujeres preguntándose qué pintaba él allí, si no le dejaban meter baza. Estaba de pie ante ellas, que se agitaban en el tresillo la una frente a la otra, sin haberse desprendido del abrigo y preguntándose si al menos le permitirían fumar.

—Con el permiso de ustedes… —empezó a decir.

Mariana pareció entonces caer en la cuenta de que el inspector se encontraba allí, ante ellas.

—Perdone, inspector. No le he ofrecido nada, es imperdonable. ¿O quiere un cenicero?

El inspector encadenó dos gestos como si fuera a hablar, uno por cada comentario de Mariana y al final optó por no decir nada y extraer del bolsillo su paquete de cigarrillos.

—Por favor, tome asiento. Ahora mismo le ofrezco una cerveza.

—Deja, que ya lo hago yo —dijo Carmen levantándose diligentemente de su asiento con rumbo a la cocina. El inspector y la Juez se quedaron solos.

—¿Usted qué opina, inspector?

—Yo —empezó a decir, tras encender su cigarrillo— ya sabe usted que soy poco amigo de las casualidades, pero esta desaparición me parece rara. No le digo yo que no pueda ser, digo que es rara —precisó—. Es rara porque no tiene sentido y es rara también porque, de tener usted razón en su juicio sobre el caso, sería la desaparición de una testigo muy importante. Sin embargo, permítame señalarle que estamos en un fin de semana. Que alguien desaparezca durante un fin de semana es bastante común; quiero decir —rectificó— que es justamente un motivo de confianza respecto de ella, un motivo que reduce considerablemente la preocupación.

—Es una testigo decisiva —argumentó Mariana—. Decisiva.

—Aquí tiene su cerveza —interrumpió Carmen, provista de una bandejita de plata con una botella descapsulada y un vaso. Acto seguido, recuperó su asiento.

—Sin embargo, lo aconsejable es esperar y ver —continuó diciendo el inspector—. Incluso me pregunto si no nos hemos precipitado en buscarla. Éste es un caso muy especial, muy enmarañado y muy falso desde el principio. Lo que empezó siendo un «asesinato piadoso», como usted lo calificó, fíjese en lo que se ha convertido. Es un caso muy feo y desagradable —concluyó—. Muy feo.

—Yo no tengo la menor duda acerca de mi versión del asunto —explicó Mariana—. No sé si Vicky estará viva, pero a medida que pase el tiempo el pronóstico será cada vez peor.

—¿No puede ser que el propio Casio la haya enviado fuera por unos días? —se preguntó Carmen—. Si no se fía de ella, es muy natural.

—Carmen, yo soy una experta en el alma de los malvados, como sabes bien, y te digo que si Casio tiene el menor temor a que Vicky le delate, no correrá el riesgo de enviarla fuera sino que actuará de una manera mucho más expeditiva.

—¿No estamos haciendo castillos en el aire? —preguntó el inspector volviendo a introducirse en la conversación—. Yo, señora Juez, respeto mucho su intuición y el supuesto que usted sostiene me parece brillante, pero ni podemos ni debemos dar un paso más hasta que…

—¿Hasta que aparezca tirada en un acantilado? —dijo con ácida ironía Mariana—. Al menos, inspector, confío en que seguirá buscándola. Eso no nos compromete a nada.

—Por supuesto. Ahora mismo estamos en ello.

—Me estoy acordando —dijo Mariana dirigiéndose a su amiga— de Casio y me pregunto si no debería tener un cara a cara con él, lo mismo en La Bruja, que es territorio suyo y se puede confiar.

—Lo dudo. E insisto en que no le recomiendo ese club a usted, aunque sé que lo ha visitado —dijo el inspector. Carmen la miró con una sonrisa triunfal.

—Vaya, veo que sigue usted al tanto de mi persona. Eso le protege a una.

—Soy policía y me entero de cosas; sólo eso.

—Muy bien. Pues a ver si se entera pronto de por dónde anda, si es que todavía anda —precisó con ironía—, Victoria Laparte.