Después del almuerzo, las dos amigas se dirigieron caminando desde el restaurante hasta el paseo de la playa a través del Barrio Antiguo. Una vez llegadas a él, se encontraban contemplando el mar desde lo alto de la gran escalera que accedía a la playa, con ánimo ya de volver a casa, cuando saltó el teléfono móvil de Mariana. El sol empezaba a debilitarse tras una primera avanzadilla de nubes que preludiaban la llegada de tropa más gruesa y la ligera brisa que hasta entonces las había acompañado mientras deambulaban junto al mar se estaba convirtiendo en una ventada ligeramente desabrida. Mariana sacó el teléfono del bolso y buscó el origen de la llamada.

—Mira tú, llama el inspector —comentó.

Se aplicó el aparato al oído.

—¿Qué hay de nuevo, inspector? Deme buenas noticias y no me estropee el día.

La animación que expresaba su rostro al empezar a hablar se fue tornando sombría a medida que escuchaba.

—¡Dios mío! —exclamó al fin. Siguió escuchando hasta el final y por último apagó el teléfono. Su cara reflejaba la más viva preocupación—. Dios mío —repitió ahora, en un murmullo.

—¿Qué sucede? —indagó Carmen—. ¿Ha ocurrido algo grave? ¿Covadonga? —aventuró—. ¿Ha muerto Covadonga?

Mariana negó con la cabeza antes de hablar.

—Es Vicky —dijo al fin—. El inspector no la encuentra por ninguna parte. No está en su casa y no se sabe nada de ella desde anoche.

—¿Se ha largado?

—Ojalá sea que se ha largado —dijo Mariana gravemente.

—¡Madre mía! —exclamó Carmen—. Ya sé lo que estás pensando.