—O sea, que dejo tirado a mi marido y vengo a verte y tú te me escapas al trabajo en sábado y por la mañana —protestó cariñosamente Carmen, que salió a recibir a Mariana en cuanto la vio aparecer por la puerta. Ésta dejó las llaves, el abrigo y los guantes sobre la consola de la entrada frotándose las manos.
—Qué frío hace esta mañana —comentó—. ¿El nuestro no era un clima templado?
—Excepto cuando hay borrascas. ¿Quieres un café bien caliente? ¿O un caldo?
—Un caldo sería maravilloso —dijo Mariana con un brillo en los ojos—, pero a ver de dónde lo sacas.
—De tu nevera. Tienes consomé guardado, pero con la vida que llevas, ni te acuerdas.
—Es verdad —rió Mariana—. Qué apetecible un consomé ahora. Vaya, piensa que si no lo hubiese olvidado no podría tomarlo ahora.
—Tú siempre tan positiva —dijo Carmen encaminándose a la cocina—. ¿Qué? ¿Qué tal? ¿Has avanzado algo? —preguntó desde el fondo de la casa.
—Sólo en el plano teórico —contestó su amiga abriendo el periódico que trajo consigo—. Tendrías que conocer a Casio Fernández. No creo que haya un tipo tan frío y cínico, tan amoral como él en todo este mundo.
—Ya será menos. Acuérdate del guapo de Villamayor*, sin ir más lejos. Menudo pájaro.
Mariana se irguió como si hubiera recibido un alfilerazo y el periódico se le desmayó entre las manos. Así permaneció, pensativa, unos segundos.
—Hay un sitio aquí que me recuerda a aquel tipo.
—Un sitio de mala nota, seguro.
—Vaya, digamos que un club de noctámbulos, tampoco tan temible. Que conste que yo ya no voy por ahí, sólo alguna vez que me han citado o si me coge de paso y no hay otra cosa cerca.
—Ya —dijo Carmen—. Y casualmente lo frecuenta tu chico guapo, ¿no?
—Oye, no fastidies. Era el sitio donde me citaba a veces con Jaime y ahora ya no lo frecuento, punto final —dijo con brusquedad—. A lo que iba es a que hace poco me quedé frita en el sofá y tuve un sueño. Estando allí empecé a notar que me observaban y de repente creí reconocer a alguien. Estaba en un rincón, sentado a una mesa, medio escondido entre sombras. No hacía el menor gesto de reconocimiento, afortunadamente, pero te juro que me tenía clavada. No le veía bien; tampoco yo le miraba directamente; era un tipo raro, una presencia oscura, me decía yo medio preocupada; y me acabó poniendo nerviosa. No sé quién sería. Una situación así te deja en precario; no es amenazante, sino peor: es la presencia de alguien que no sabes por dónde te va a salir, pero que te marca con el silencio. También podría haber sido una imagen de Casio, pero no. Y el caso es —dijo desviando la conversación— que Casio resulta encantador y educado cuando habla contigo; todo va bien hasta que, de pronto, te echa esa mirada heladora y entonces es cuando da miedo. Es un hombre atractivo, un tanto gentry… Un enigma, vamos.
—Es como el de Villamayor ya viejo, por lo que me cuentas. Espero que no te haya dado un tirón por él.
—Descuida —contestó apresuradamente Mariana—. Pero sí, tiene ese punto de malignidad que tenía el otro. ¿Qué curioso, no? Y no me digas que me van los guapos tenebrosos porque aquí arde Troya.
—No voy a castigarte, Mariana —sonó el timbre del microondas. Carmen abandonó su puesto en el vano, fue a la cocina y regresó con una taza de caldo humeante—. Bastante tuviste con el otro —dijo retomando su discurso— para que yo empiece ahora a meter el dedo en la herida. Ya es mala suerte que tengas que enfrentarte a otro criminal sin escrúpulos; y menos mal que éste es un enemigo desde el principio, porque la historia del otro te dolió lo tuyo.
—Demasiado —murmuró Mariana; luego permaneció en silencio, soplando meticulosamente sobre la superficie de la taza con gesto reconcentrado.
—O sea —dijo Carmen rompiendo la pausa—, un tío que estaba en un rincón en penumbra, mirándote y sin decir palabra.
—Ni la dijo. No hizo el menor ademán. Parecía una advertencia desde la oscuridad. El caso es que me sentí incómoda, así que dejé mi copa a medias y me fui. Eso fue todo, fin del sueño. Pero tengo esa imagen aquí metida —señaló su frente— como un mal presagio. En cuanto a Casio —volvió a derivar la conversación—, siempre tengo la sensación de que me está diciendo que nunca voy a atraparlo. También en eso me recordó al que tú dices. No pudimos probar asesinato, ¿te acuerdas? Sólo fue a juicio por suplantación de personalidad. Me pregunto… —dijo pensativa—, me pregunto qué tengo yo para que el mal me tiente; es como una atracción morbosa o como una llamada de, no sé…
Carmen la rodeó por detrás y le echó los brazos sobre los hombros con suma delicadeza para evitar que se desbordase la taza que sostenía entre las manos.
—Lo único que te sucede es que eres juez y que es más fácil que te encuentres con gente así que siendo marinero en un barco que sale a la costera del bonito.
—No es eso y tú lo sabes. Mala gente hay por todas partes. Lo que yo tengo es una inclinación; como otros la tienen, no sé, a la tacañería. Me pregunto de dónde viene una tendencia así. ¿Es cosa de nacimiento, como el signo del zodíaco? ¿Es una maldición?
—Es una cochina casualidad y no le des más vueltas.
—A veces pienso que si logro condenar a uno de estos malignos me libraré del estigma. Pero no lo voy a conseguir: no hay quien encause a Casio Fernández. Me desespera dejar suelto a un criminal como él —se volvió decidida hacia su amiga—. Es un asesino, Carmen, tiene dos muertes ejecutadas sin compasión, a sangre fría, sobre sus espaldas, y se puede ir de rositas. No lo soporto, de verdad, no lo soporto. Al menos al otro lo encausamos, pero éste se va a casa sin que le toquen un pelo.
—¿Será la primera vez que ocurre? —dijo Carmen, conciliadora—. No te puedes echar la justicia del mundo a la espalda, Mariana; tú eres una juez, no una redentora. Si no entiendes lo que te digo te vas a volver loca. Mírate bien: de un lado, estás furiosa porque no puedes echar el guante a Casio; de otro, estás desolada porque si se lo echas, pones a su nieta en la picota social. ¿A ti es que te gusta que te coja el toro?
—Es mi educación, Carmen. Es lo que decía Mao, aquel coñazo de Libro Rojo: quien una vez abre los ojos, nunca vuelve a dormir tranquilo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Pegarle un tiro a Casio? Mariana: te has dejado la piel en este caso, has llegado adonde nadie hubiera llegado en una instrucción, no puedes hacer más de lo que has hecho. Ésa es tu garantía personal. Lo demás no te pertenece.
—Lo sé —Mariana sacudió la cabeza, pesarosa—. Lo sé, Carmen. Es una manera de hablar. Tengo experiencia suficiente para saberlo. Es que no me resigno.
—Ni yo en tantas cosas. La vida no está a nuestra disposición, esperando que le digamos lo que tiene que hacer. Más bien es lo contrario, qué quieres que te diga.
—Dime que hace buen tiempo; que nos vamos a tomar nuestro bogavante con un buen albariño; que te encanta haber venido a verme… Esa clase de cosas.
—Me lo has quitado de la boca.
Mariana dejó su taza vacía en el plato y la depositó sobre la mesita de centro delante del sofá donde se sentaba. Giró la cabeza para hacer un guiño cómplice y sonriente a su amiga y consultó su reloj.
—No es mala hora para salir a pasear al sol, por fin ha aparecido —dijo mirando por la ventana. La luz, que había cambiado radicalmente, inundaba con alegre espíritu la habitación donde se encontraban. En el exterior se adivinaba un sol radiante y al frío batiéndose en retirada, de manera que las dos amigas, sin pensárselo más, se echaron a la calle con el mejor de los ánimos.
Bajaban tranquilamente charlando por la calle San Bernardo, luego de atravesar el paseo de Jovellanos, cuando desembocaron en una plaza abierta conocida por el nombre del Parchís y se detuvieron ante el escaparate de una tienda de ropa para hombre de innegable estilo inglés que Mariana estudió con interés.
—¿Se viste aquí tu hombre? Le pega.
—No lo sé. A quien le va más este estilo de ropa es a Casio, mira por dónde. Si te das cuenta, en todos los puertos del norte de España hay siempre más de una tienda de ropa de genuino estilo británico. Influencias del comercio marítimo. También era por donde entraban los libros y las ideas. Moda y cultura por barco —concluyó satisfecha.
—O sea, que tu cínico asesino es un elegante.
—Se cuida, sí.
—Y digo yo, ¿será que la maldad compensa?
Habían seguido caminando y al llegar a la esquina se detuvieron. A la derecha podía verse la explanada del Náutico, casi al comienzo del paseo y el mar reluciendo al sol del mediodía. Mariana se detuvo ante la pregunta de su amiga.
—Eso he pensado yo muchas veces. No se trata de que el Mal o, mejor dicho, lo maligno de la naturaleza humana, resulte agradable o tentador; eso no me importa tanto. Lo que de verdad me impresiona es la génesis de esa malignidad en una persona; sobre todo pienso en los malvados inteligentes, educados, refinados incluso.
—El Poder —dijo Carmen sentenciosamente.
—No, más allá del Poder —rectificó Mariana—. Casio pertenece a esa clase de malvados que en el fondo de sí mismos, en su última instancia vital, guardan una frialdad que da miedo vislumbrar. Una no se enfrenta a ellos en términos de lucha porque siente que no es posible derrotarlos, que la lucha no tiene sentido porque siempre pueden retroceder un paso más allá de donde tú puedes acercarte a ellos, a ese yo interior de hielo que los mantiene con una firmeza sobrehumana, inderrotable. En cierto modo, la sensación que tengo con ellos es la de que no se les debe hacer frente de una manera convencional, como al resto de la gente sino que hay que destruirlos, eliminarlos. La derrota no existe para ellos sino la eliminación física. Y aun así, siempre me quedaría el temor de que les sobreviviera una especie de halo, no sé si me entiendes. Yo creo que ésa debe de ser una parte importante de su fascinación.
—No me parece a mí, no soy nada proclive —dijo Carmen.
—Yo tampoco. En el fondo —dijo Mariana como conclusión— me dan miedo. No es que por eso me vaya a achantar; es que me dan miedo, miedo real, miedo mental y físico. Y entonces, cuando me doy cuenta de eso, me doy cuenta también de que es como un vértigo, de que es la atracción del abismo. ¿Te acuerdas de aquella tentación de Cristo, cuando el Demonio le muestra el mundo y le dice: «Todo esto te daré si me adoras»? Eso es lo que yo siento cuando lo percibo. Rechazo y atracción.
—¿Eso te pasó con el tipejo de Villamayor?
—Algo así. Por eso me hace tan poca gracia que me digas que me gustan los chicos malos…
—Porque tengo razón —afirmó Carmen.
—Exacto. Porque tienes razón.
Estaban detenidas junto a la marquesina de la parada de autobuses urbanos y se quedaron en silencio. De pronto, Carmen levantó la cabeza y dijo:
—¡Santo Dios! ¿Qué es eso?
—Un Dios tremendo —contestó riendo Mariana.
Ante ella, en diagonal a donde se encontraban, encajada entre dos edificios, se elevaba una iglesia alta y enjuta como una espátula adornada o que lo parecía debido a la desproporción existente entre ella y un pedestal en forma de templo de columnas que le habían plantado encima como un pegote y sobre el que se alzaba la estatua de un Sagrado Corazón gigantesco al que la iglesia, sometida, venía a servir de simple peana. La estatua se elevaba a considerable altura por encima de los edificios circundantes, lo que obligaba a forzar en exceso el cuello para poder contemplarla.
—Es el Sagrado Corazón más despegado con que me haya topado nunca —confesó admirada Carmen—. Parece como si pasara de nosotros los de aquí abajo.
—La llaman la Iglesiona.
—Pues deberían llamarlo el Superman. Madre mía.
Siguieron andando por una vía corta que desembocaba en la calle Moriscos.
—¿De qué estábamos hablando? —preguntó Carmen, ya repuesta de su asombro.
—Del Bien y del Mal.
—Entonces lo dejamos.
Entraron en la calle Carrera. Éste era el paseo favorito de Mariana, una calle peatonal llena de comercios, una especie de calle Mayor de las de antes, por la que más pronto o más tarde acaba pasando toda la ciudad al cabo del día. La mayoría de los comercios eran modernos, pero había retazos de antes, como la esquina de la farmacia toda ella cubierta por azulejo de Talavera con leyenda que se adornaba con motivos de gusto renacentista (hojas de acanto, rocalla, tornapuntas, medallones…); el mismo azulejo usado para el cartel cerámico con el rótulo donde campeaba el nombre de la calle. Era ésta una calle ancha y acogedora donde al principio y al final se encontraban unas terrazas a cuyas mesas solía sentarse Mariana cuando terminaba sus compras para tomar un café o una copa de vino mientras miraba pasar a la gente. Esa mañana, gracias al sol, la calle invitaba a pasear, a recorrer las tiendas que les llamasen la atención a paso descuidado y, finalmente, a sentarse a tomar un aperitivo antes del almuerzo.
Y eso fue lo que hicieron.