El inspector Alameda aguardaba ya en el vestíbulo central, embutido en su abrigo y con la gorra calada. Esta mañana parecía tener la nariz más afilada que nunca (quizá fuera efecto del frío matutino) lo que, unido a sus bigotes disparados a ambos lados y a su corta estatura, le daba un aspecto de ratón-detective más acentuado quede costumbre, aspecto que le pareció propio de una ilustración a tinta de algún libro infantil inglés. «Es más, yo creo —pensó Mariana— que Kenneth Grahame lo hubiera incorporado sin vacilar a su estupenda nómina de personajes». El inspector, que se apoyaba, en silencio y ligeramente encorvado, en la pared contigua a la mesa del guarda de seguridad, se irguió cuanto le fue posible y saludó a la Juez. Después, y de inmediato se dirigieron a su despacho.

El inspector había investigado minuciosamente a Vicky como le pidiera la Juez, para completar las informaciones que hasta ahora poseían sobre ella. Al parecer, había ejercido la prostitución, pero no en G…, donde no había rastros de ello, sino en otras ciudades de la cornisa cantábrica. Cuando la conoció Casio Fernández ya había dejado el oficio. Estuvo amancebada con un industrial leonés durante varios años y fue precisamente en León donde la conoció Casio, quien la compartió de manera irregular por unos meses con el industrial sin que éste lo supiera. Cuando el industrial murió, ella liquidó el piso que él le regalara y con el dinero y apoyada por Casio, se vino a vivir a G… donde había montado su tienda de modas, que era una tapadera personal pues, en realidad, la mantenía Casio Fernández o, al menos, le cubría alguna parte de sus gastos. Cada uno vivía en su casa aunque ella pernoctaba a menudo en la de Casio. Ahora tenía fama de mujer de vida ordenada y su relación sentimental parecía estable aunque independiente. Sin duda —informó el inspector— apoyaría a su hombre en cualquier circunstancia porque él era el dominante y la trataba más como a una querida estable y confiable que como a una novia para casarse.

—Es decir, que le cubriría en caso de necesidad —concretó Mariana con gesto afirmativo.

—Eso creo yo —confirmó el inspector—. Si tuvo necesidad de ella en este asunto, ella le respondió.

—Lo que no sabemos es si llegó a ese extremo —dijo Mariana—, si planeó en todo o en parte los crímenes con ella o si, simplemente, se limitó a pedir ayuda en un momento concreto sin especificarle más.

—Dudo mucho que planease nada con ella desde el principio. No porque ella no fuera capaz de participar —arguyó el inspector—, sino que él no la tiene en tanta consideración, me parece a mí. Apuesto a que sólo la metió en el ajo cuando el asunto estaba consumado. Eso, claro está, en el supuesto de que sus teorías de usted sean ciertas.

—Reconozco que mientras no logre probarlo, todo son fantasías.

—Bueno, de todos modos, no cuesta nada suponer. Si él la metió en el juego, no sabemos cómo. Yo estaría por creer que no, que sólo pediría ayuda en un momento concreto, pero si lo apoyó, ella sería cómplice necesaria porque él estaba en la cárcel. Recuerde que le fue a visitar a petición suya el mismo día del intento de suicidio de Covadonga. Ahí pudo recibir instrucciones.

—¿Usted cree que ella le quiere?

—Yo creo que es su tabla de salvación. Su fuerza es la fuerza del débil, que si es necesario se deja matar para evitar que maten a quien es su soporte, ¿me entiende? Ella lo que teme a estas alturas es perderlo a él; por que eso no ocurra hará, haría —rectificó— cualquier cosa.

—¿Incluido el crimen? —sondeó Mariana.

—Puede —contestó el inspector dubitativo—, pero lo dudo. Complicidad sí, a ciegas. Ejecución… no sé yo, no acabo de verla.

—¿Cree usted que si la sometemos a un interrogatorio en toda regla confesaría?

—Usted sabe bien que esas cosas son imprevisibles. Yo puedo decirle ahora que sí y luego encontrarnos con un muro o lo contrario, que no lo intentemos y resulte que estaba a punto de derrumbarse.

Mariana de Marco se quedó unos segundos en silencio, pensando.

—Muy bien. Vamos a repasar mi fantástica idea: Casio Fernández Valle decide matar a sangre fría a su yerno. La razón es contundente: Cristóbal estaba a punto de descubrir no sólo que no era el padre biológico de Cecilia sino que el verdadero padre era el propio Casio en incesto con su hija. Esto lo probaré por medio de ADN. Además, significaba descubrir que la hija había sido maltratada por su padre durante mucho tiempo, que había abusado de ella y que ésa era la verdadera explicación de su carácter apocado y depresivo. Bien. Una vez consumado el plan, Covadonga, que era sumisa, pero no tonta, queda horrorizada al descubrir el crimen in situ y, muy probablemente, él se da cuenta de que ella, por vez primera, está dispuesta a reaccionar contra él, no por sí misma quizá, pero sí por proteger a su hija. En ese momento Casio improvisa o ejecuta su siniestro plan de hacer cargar con el muerto a Covadonga e imprime sus huellas en el mango limpio del hacha no sé cómo, pero seguro que aprovechándose de su confusión, para sobreimprimir luego las suyas. En el tiempo en que su hija y su nieta quedan dormidas maquina el modo de deshacerse de Covadonga; de ahí que tardase tanto en llamar a la policía. Entra en la página web de automedicación que ella frecuenta utilizando su clave de usuario, que sin duda conoce, adultera una información acerca del Halción o sugiere la combinación de éste con Stilnox y lo deja colgado en espera de que ella lo consulte; sabe que lo consultará, pues lo hace casi a diario. Todas las correcciones que se introducen en la página son anónimas, por lo que no corre riesgo alguno: una vez que su plan se haya cumplido, no tiene más que entrar y borrar lo que dejó. Sólo tuvo que aguardar unos días, angustiosos porque se iban alargando, a la espera de que Cova lo leyera y se suicidase.

—Pero ¿y si ella no lo localizaba? Aparte de que tendría que haber rastro en el ordenador de Covadonga —arguyó el inspector.

—Desgraciadamente, lo confiscamos después del suicidio. Vicky pudo borrar el historial y también retirar la información falsa. Si Casio le enseñó a manejarlo como hizo con su hija, y pudo hacerlo antes del crimen, Vicky sería capaz de cumplir con su misión. Yo insisto en que Casio era un previsor, incluso, creo, actuando contrarreloj. Estuvimos lentos. Claro que ¿quién se iba a imaginar…?

—Usted misma —dijo el inspector con cierta retranca.

—En cuanto a captar la atención de Cova, tuvo que haberla dirigido, quizá con una referencia conocida o un mensaje de aviso con su nombre en clave que la llevase a la información adulterada; un mensaje también fácil de eliminar a posteriori. Lo único que podría ayudarnos sería la demostración de que alguno de los otros tres hipocondríacos fallecidos leyó esa misma información adulterada durante el tiempo que ésta estuvo colgada. Probablemente, a Casio no se le ocurrió que otros pudieran leerlo y, en todo caso, sólo estuvo pendiente de la noticia que esperaba; una dependencia que, como le decía, debió de ser agónica hasta que le llegó la confirmación del suicidio de su hija. De hecho, mandó a Vicky a la «casa del crimen», antes, en la primera de las dos visitas que dijo Angelina que hizo, para indagar qué estaba ocurriendo. Y por ahí entra Vicky con la lección aprendida. En realidad son las otras tres muertes por suicidio aparente y la coincidencia con el Halción y el Stilnox las que me dan el primer indicio para tirar del hilo de esta fantasía, como me permito suponer que la considera usted.

—Sin embargo —dijo el inspector interrumpiendo la exposición de Mariana—, la posición de Casio es muy fuerte. ¿Cómo se puede probar lo que usted dice?

—Sin el concurso de Vicky, es tarea imposible —reconoció ella— aunque la coincidencia de suicidios por el mismo medicamento es un punto fuerte a favor de mi teoría. Pero eso no lo señala necesariamente a él.

—Ésa es la victoria de la coartada de Casio, si me permite que se lo diga. Yo no sé si su teoría es cierta. Puede que sí y puede que no —hizo una pausa—. Reconocerá que es un poco fantástica, pero —matizó al ver el gesto de contrariedad de Mariana— me atrae. Sí, me atrae, qué quiere que le diga. Lo que pasa es que no puedo agarrarme a ella así por las buenas, sin algo concreto que poner sobre la mesa. Hay una cosa que me gusta de usted —dijo dando un giro a la conversación— y es que no ha perdido la objetividad en ningún momento a pesar de que sus sentimientos se ve que se mueven claramente a favor de la niña y de su madre; por eso me tomo en serio lo que propone. Pero, la verdad, eso no hay quien lo sostenga. Usted nunca conseguirá hacer creíble una instrucción basada en semejantes argumentos; se lo digo yo, que llevo mucho tiempo en esto. Sin embargo, estoy dispuesto a ayudarla, es decir, a seguir buscando indicios en su favor. Lo malo es que el tiempo se acaba, que no puede seguir manteniendo la espera indefinidamente a ver si salta algo mientras tanto. O encontramos una vía por la que poder dar cuerpo a su teoría o tendrá que cerrar la instrucción y dejar al juez al que corresponda el caso que tome las decisiones pertinentes. Esto —dijo para finalizar— ya no da mucho más de sí.

—Cierto —suspiró Mariana.

—¿Qué ha venido a hacer aquí, un sábado por la mañana? —preguntó el inspector sacando el paquete de cigarrillos del bolsillo de su abrigo. Mariana abrió el cajón de su mesa, extrajo el cenicero y lo colocó al alcance del inspector.

—Tengo la intención de revisar el expediente de pe a pa —contestó ella—. Quiero ver si se nos ha escapado algo, lo que sea, algo que pueda ayudarnos a encontrar un error que Casio haya podido cometer. No es posible que no aparezca un fallo, el crimen perfecto no existe.

—Ésa es su opinión —objetó el inspector—. Hay cantidad de asuntos no resueltos en la policía.

—Bien dicho: no resueltos. Eso es una cosa y el crimen perfecto, otra.

—Tanto da. El resultado es el mismo.

—El resultado, sí; el concepto, no. Pero da igual, no vamos a discutir eso ahora. Yo le agradezco mucho su colaboración, inspector; tengo que decirle que su comportamiento ha sido extraordinariamente colaborador y lo aprecio de verdad. Siento haberle hecho venir, porque no podemos progresar, pero de verdad que le agradezco mucho todo lo que ha hecho por ayudarme —a Mariana le pareció que el inspector recibía sus elogios con creciente incomodidad y se detuvo—. El lunes tengo que decidir sobre la custodia de la niña, no puedo retrasarlo más. Quizá nos veamos antes. En todo caso, si hay algo nuevo le tendré al tanto al menor indicio, por si le necesito. Y muchas gracias otra vez.

—Las que usted se merece —dijo el inspector a la sorprendida Mariana. ¿Le habría tocado el corazón, finalmente?—. Ahora, con su permiso, me apresto a desayunar, que no llevo más que un café bebido encima.

«Un café bebido», se admiró Mariana. ¿Cuánto tiempo hacía que no escuchaba esa expresión tan coloquial? Tanto como «café y cazalla», admitió, lo cual le remontaba a los viejos tiempos, cuando vivían en Aluche recién casados y cada mañana, al alba, entraba al bar que había junto a la estación de Metro para tomar el primer café de la mañana, antes de desayunar. «Café y cazalla» pedían los albañiles que iban al tajo. Era un emblema nacional, como el toro de Osborne o el bocadillo de caballa con pimiento morrón.