A la mañana siguiente, después de una excitante noche de discusión entre ambas, Mariana salió a primera hora de su casa hacia su despacho dejando a Carmen dormir tranquilamente. Estuvo a punto de desviarse a la «casa del crimen» para visitar a Cecilia, que seguía con la vieja criada aunque —según ésta le contara en persona o por teléfono, pues Mariana no dejaba pasar día sin acercarse a la casa o interesarse por la niña— Ana siguió yendo a verla cada día y el abuelo Casio se había acercado en dos o tres ocasiones desde que obtuvo la libertad provisional. Pero Ana ya estaba de regreso en Zaragoza, consumido su tiempo extendido de licencia, y el fiscal le había comunicado ayer mismo que tenía listo su informe. El lunes próximo, pues, tendría que tomar la decisión.
Ya dentro de su coche optó por dirigirse primero a su despacho. Quería revisar los papeles del expediente del caso uno por uno, y esta vez sabiendo lo que buscaba, aunque la búsqueda, también lo temía, podría resultar infructuosa. En todo caso, estaba sobreexcitada; de hecho durmió irregularmente, despertando a ratos para retomar sus reflexiones donde las había dejado antes de caer en el sueño, y sólo la excitación evitaba que el cansancio hiciera presa en ella. En fin, después pasaría por la «casa del crimen» a ver a Cecilia.
La noche anterior, hablando con Carmen, se le había ocurrido una idea fantástica, inverosímil, pero cuya no radical imposibilidad hubo de aceptar Carmen, bien que a regañadientes. Ahora se trataba de volver a recorrer todo el trayecto paso por paso a través de los documentos por ver si se desprendía de ellos una información que abriera la fisura que esperaba en el muro de incertidumbre ante el que, hasta entonces, se había detenido. En realidad, se veía obligada a reconstruir el personaje de Casio y, a partir de ahí, todos sus movimientos hasta ayer mismo. En ellos tenía que estar la clave que le permitiera encausarle por doble asesinato. Sin embargo, era consciente de la debilidad de sus argumentos (impecables según ella, pero teóricos). Una de sus esperanzas era Vicky. Si ella hablase, con seguridad tendría algo parecido a una evidencia. El inspector Alameda era el encargado de hacerla hablar, según acordaron en una conversación telefónica posterior.
¿Conseguiría algo? «Para eso —le había dicho él— tendría usted que tener razón en sus sospechas». Y era cierto; se trataba sólo de una sospecha, desgraciadamente, pero, aparte de que son las sospechas las que a menudo acaban conduciendo a la evidencia, en el carácter de Mariana había, por encima de todos sus momentos de desánimo e incluso de desconcierto, una fuerza de voluntad semejante al «querer es poder» que nunca la abandonaba; pues, aunque ella reconociera los peligros del voluntarismo, a fin de cuentas y hasta ahora le había acabado sacando de las peores calamidades y fracasos.
Pero ¿cuál era la verdadera relación de Casio Fernández con Vicky? Conocerla le parecía imprescindible para dar salida a su sospecha. En este punto necesitaba la información que el inspector Alameda le llevaría esta misma mañana. Aunque no prestaba oídos a las murmuraciones, tampoco había dejado de escuchar ciertas referencias, provenientes sobre todo del círculo de Jaime Yago y el de su primo Juanín, acerca de aquella mujer. En primer lugar, a Mariana le había chocado desde un principio que un hombre con la apariencia y la prestancia de Casio Fernández Valle, un hombre de empresa viajado por medio mundo, bien asentado, con un indudable aspecto de persona centrada y de respeto en G…, tuviera una relación con una ex prostituta. No presumía Mariana de clasista y no hacía de menos a Vicky por su antiguo oficio, no; simplemente: no casaba con la imagen de Casio, eso era todo. Pero como era una relación cierta y sostenida, la pregunta se encaminaba en otra dirección: ¿por qué ella? A Casio Fernández no debían de faltarle señoras dispuestas a intimar con él, eso era evidente. También estaba a la vista que cuidaba su imagen; entonces, teniendo tantas puertas abiertas, ¿qué le llevaba a echarse en brazos de aquella mujer? Porque un lazo había entre ellos, eso era seguro: nadie con el carácter de Casio se ata a una mujer, cualquiera que sea, si no es por una razón poderosa. Mientras esperaba que se abriera el semáforo, que veía distorsionado a causa de las gotas de lluvia que corrían por el parabrisas, se preguntó qué le ofrecía Vicky que no tuvieran otras o, mejor dicho, que la singularizase sobre las otras. ¿Cuál habría sido la especialidad de Vicky?, se preguntó maliciosamente mientras levantaba el pie del embrague y presionaba el acelerador.
De pronto recordó un comentario de Vicky acerca del carácter de sus relaciones con Casio, algo relacionado con una sexualidad dura, y lo relacionó con la idea del maltrato. Si Casio había maltratado a su hija, y había abusado sexualmente de ella a lo largo de los años, no parecía raro que en su trato con Vicky hubiera indicios de sexo duro, según ella había dado a entender en aquella ocasión. ¿Sería ése el lazo que ataba a los dos amantes? ¿Sería la explicación de la extraña relación que unía a esa pareja disímil? Estaba tan absorbida por esta idea que pasó de largo la calle por la que debía girar y durante unos minutos tuvo que repensar, primero, y rehacer después, el camino que la llevara al Juzgado. Por fin, tras equivocarse de nuevo debido a las direcciones de las calles, enfiló instintivamente un pasaje que, para su sorpresa, le dio salida a aquella a la que se dirigía. Era un pasaje que hasta ahora había descuidado y que, sin embargo, desembocaba tan cerca del edificio de los Juzgados que sólo tuvo que avanzar unos metros para dar con el vado del aparcamiento subterráneo. Entonces, mientras se adentraba en él, pensó que algo así era lo que había acudido a su mente la noche anterior en el restaurante, cenando con Carmen; un atajo desconocido e imprevisible en el que se metió de cabeza por puro instinto. El instinto —reflexionó— es un fenómeno inexplicable que de un modo u otro ha de estar relacionado con algo que sabemos, pero que no sabemos reconocer.
Entró en el ascensor firmemente convencida de que ése era su caso y con la esperanza de que tan inesperado atajo le ayudase a desembocar en la solución a sus problemas con la misma repentina facilidad con que le había puesto a la puerta del Juzgado.