En la estación de autobuses hacía frío porque estaba abierta por sus dos extremos y corría un aire helado entre medias. De hecho, la estación era un pasaje entre dos edificios, del muro de uno de los cuales sobresalía, todo a lo largo, una cubierta entramada de piezas traslúcidas cada una del tamaño y forma de un ladrillo. Bajo ella se cobijaba la ancha acera que hacía las veces de sala de espera, delante de la planta baja del edificio, donde se ubicaban las oficinas, taquillas y otros servicios. El resto del pasaje quedaba a la intemperie, razón por la que las dársenas de partida y llegada de los autobuses se protegían con marquesinas. Cuando llovía, que solía ser a menudo, los viajeros se veían obligados a correr hacia el voladizo que cubría la ancha acera para protegerse. Allí se alineaban irregularmente unos bancos pegados al muro. Mariana de Marco, arrebujada en su abrigo, caminaba de un extremo a otro del pasaje para quitarse el frío de encima. Entre los servicios de la estación no figuraba un bar, por lo que los usuarios que venían a esperar a sus conocidos y familiares o a ponerse en ruta optaban por acercarse a una cafetería, situada al otro lado de la calle a la que desembocaba el pasaje por uno de sus extremos, desde la cual podía vigilarse la llegada y salida de los autobuses a través de sus grandes cristaleras. Afortunadamente no llovía y Mariana paseaba sin trabas, mirando la hora de vez en cuando, ya asomándose a la boca del pasaje por la que hacían su entrada los autobuses, ya en dirección opuesta, recorriendo la acera con las solapas del abrigo levantadas y cerrando la mano enguantada en torno al cuello para protegerse del aire cortante. Los autobuses entraban siempre por la misma boca y salían por el lado contrario, el que quedaba enfrente de la cafetería. Ahora, sólo un autobús de una línea local reposaba vacío junto a una dársena alejada; y el resto de calzadas de la estación estaban desiertas. La gente o deambulaba como Mariana con un vago gesto interrogante en la cara o se adormilaba en los bancos. Sólo una familia charlaba animadamente en un extremo de la acera, rodeando sus maletas con sus cuerpos. También había un curioso con una lata de refresco en la mano mirando encantado a su alrededor y otro que contemplaba el discreto espectáculo de la espera con gesto de suficiencia.
De repente un autobús embocó la entrada del pasaje y fue a situarse junto a la acera y, detrás, un segundo lo siguió para estacionarse en paralelo en la dársena contigua. Mariana se asomó a comprobar el letrero que lucía este último en el frontal y, satisfecha, comprobó que era el que aguardaba. Se encaminó hacia él y se quedó esperando. El conductor había saltado a la acera para proceder a entregar los equipajes extraídos del vientre del autobús mientras los pasajeros descendían trabajosamente por ese lado. En seguida vio a Carmen.
—Qué lata de viaje —comentó nada más besarse—. Todo el rato lloviendo sin parar y las ventanillas empañadas. No se veía nada.
Media hora más tarde estaban instaladas en el acogedor salón de la casa de Mariana ante un servicio de té completo.
—¿Así que no voy a conocer a tu galán? —preguntó Carmen con gesto descaradamente cándido.
—Le he despachado este fin de semana y está bastante mosqueado, si quieres que te diga la verdad. Es para protegerlo de ti, pero él no lo sabe; por eso está mosqueado.
—Oye, que yo no muerdo.
—Por si acaso.
Carmen había engordado un par de kilos quizá y se la veía contenta. Tenían nuevo juez en San Pedro del Mar y se llevaban bien al parecer. El hueco afectivo que dejó Mariana de Marco en aquel juzgado de Primera Instancia e Instrucción no se había llenado, pero las cosas rodaban tranquilas, la colonia seguía recibiendo a sus visitantes de verano o de fin de semana sin apreciables cambios, el pueblo seguía viviendo entre medias del trabajo de pescadores y restauradores y la construcción inmobiliaria iba a ritmo razonable, apurando el suelo edificable sin prisa, pero sin pausa.
—Y tú, ¿en qué estás metida, aparte de en amores? —preguntó Carmen.
—Olvídate de amores; es pura satisfacción sin trasfondo. Y no insistas, que hoy no vamos a hablar de eso. En cambio, te diré que tengo encima un buen lío, de esos en los que te echo de menos. Por cierto, ¿cómo vas con Teodoro? Ésos sí que son amores; y bendecidos por la Iglesia.
—Muy bien, qué quieres que te diga. Ahora estoy como estuviste tú, esperando a ver si la cosa marcha, que marcha, y a pensar en la descendencia.
—Pues no lo pienses mucho no te vaya a ocurrir lo que a mí, que se me pasó el arroz.
—No. A ti lo que se te pasó fue el marido. Tú lo hiciste muy bien. Imagina que ahora tuvieras hijos llevándotelos de un destino a otro… Si no eras tú la que tenía que ir tras ellos.
—A lo mejor me iba bien. La soledad es muy dura, Carmen.
—A los hijos se los educa para que se vayan, no para que se queden, Mariana. Pero no nos pongamos emotivas y cuéntame cuál es ese lío en el que dices que estás metida.
Mariana le contó todo el caso Piles mientras servía el té.
—Así que la niña acabará en un centro de acogida —comentó pesarosa Carmen.
—Pues no lo sé. Depende también de lo capaz que sea Casio Fernández de seducir al fiscal. Es un tipo muy especial: cínico, frío y convincente.
—Madre mía, vaya historia. De verdad que tú te metes en unas…
—Es mi naturaleza, como le dijo el escorpión a la rana.
—Al menos tú sabes nadar.
La tarde declinaba y Mariana tuvo que encender las luces del salón. Había previsto salir a cenar con su amiga a Casa Víctor, porque Casa Zabala le iba a parecer demasiado sofisticado, pero de pronto, entre la gélida grisura que se vislumbraba al otro lado de la ventana, avisando ya la oscuridad, y un toque de pereza inexplicable (porque los viernes eran justamente lo contrario, un acicate para el noctambulismo), se quedó un tanto perpleja, preguntándose si no estaba echando de menos a Jaime Yago después de todo.
—Te encuentro distraída.
—Sí. No sé por qué.
—Si no te apetece salir, nos quedamos en casa —dijo Carmen. Mariana pensó en lo perspicaz que era su amiga y sonrió reconfortada.
—No. Salimos. Salimos. Es… Yo creo que es este maldito caso, que me tiene todo el día dándole vueltas para ver cómo puedo pillar a ese hijo de puta.
—Lo que pasa, Mariana, es que, por lo que me dices, el tinglado se te viene abajo con el suicidio de la hija. Te quedas sin testigo y sin testigo no tienes más que presunciones que, por muy bien argumentadas que estén, no prueban nada. Conseguirás echar una sombra de sospecha sobre ese tío, nada más; y me parece, por lo que cuentas, que el rechazo social que le pudiera caer encima de resultas le importa un pito. O quizás no, quizá lo del incesto…
—Lo del incesto le hará mella socialmente, pero tiene recursos y es frío como un pez.
—Tuvo que ser él quien matara a Covadonga.
—Pero eso es imposible.
—Tiene que ser posible. Escucha: en medio de aquel espanto, Covadonga se aferró a la niña. Temía por ella, quería protegerla y defenderla. Una madre en ese estado no se suicida y deja a la niña en manos de un tipo que no sólo la ha destrozado a ella sino que acaba de matar a su marido. Por favor…
—No puedes colocar la deducción por encima de la prueba, Mariana. Él estaba en la cárcel. No pudo hacerlo.
—¿Y si utilizó a alguien?
—¿A quién? ¿A esa amante que tiene? Pero me has dicho que la única vez que estuvo en la casa fue después del suicidio y sólo para interesarse por la niña a mandado de Casio…
—Ya. Lo sé. Pero si mi razón me dice que tengo razón, ha de existir algo que lo pruebe. Y luego… en fin, luego está la violencia ejercida sobre Cova. Éste es un tipo algo desviado, me parece a mí; lo intuyo por algo que se le escapó a Vicky sobre sus relaciones sexuales. Es extraño, ¿verdad? Puede que Cova tuviera relacionados el sexo y la violencia, el dolor. No me cabe duda de que lo sufrió y dependía de Casio de una manera atroz. Al menos, Vicky había sido una profesional.
—¿Extraño? —dijo Carmen—. Yo creo que es una anomalía mental, o sea, eso es lo que es. Él tiene que ser un chiflado.
—Ya, pero ella no se rebelaba —continuó Mariana—. A lo peor es que, de algún modo, le gustaba, ¿entiendes? Esa especie de esclavitud, por lo visto, es muy excitante para algunas personas.
—Mariana, que te conozco, no sigas por ahí.
—En serio, es inquietante. Me pregunto…
—Pero, vamos a ver, ¿por qué te interesa eso ahora?
—Bueno. Esa inclinación. La relación de placer y dolor es misteriosa. También es algo que está presente desde la antigüedad, se ha estudiado en Psicología. El masoquismo y el sadismo existen; y cosas peores, no te vayas a hacer de nuevas ahora. A mí me parece intrigante todo eso, está en la vida. Hay tantas cosas que desconocemos…
—No, si al final te va a ir la marcha a ti.
—De acuerdo. A ver si consigo alejarme dé este asunto aunque sea un rato. Ya sueño con él. Lo que pasa, Carmen —dijo Mariana cambiando el tono—, es que no puedo sincerarme con nadie, porque soy la juez que instruye el caso. Contigo es distinto: has sido mi secretaria de Juzgado y eres una amiga de fiar a la que puedo pedir consejo por razones obvias, además de profesionales. Mi único confidente es el inspector Alameda, pero, claro, es otro trato que contigo.
—Si no fuera porque te conozco, te diría que cerrases el caso y te dedicaras sólo a sacar a la niña de las garras del abuelo; tienes una tendencia natural a responsabilizarte de asuntos que no te corresponden y eso es tan malo como desentenderte; pero como te conozco, no pararás hasta que lo encauses. Y entonces tendrás que aceptar las consecuencias.
—¡Pero eso es horrible para la niña!
—Ya. Y tú ¿cómo lo vas a evitar? ¿Mintiendo? Por cierto, el tal Casio ¿es peligroso?
—Tú me dirás —respondió convincentemente Mariana, pensando que no podía, que no tenía derecho a hacer a su amiga partícipe de sus más dolorosos y oscuros pensamientos.