El inspector Alameda, cuando se desembarazaba de su abrigo, como en esta ocasión en que se encontraba almorzando con la Juez De Marco en el restaurante italiano que ella había descubierto, aparecía aún más pequeño embutido en su traje de un color gris visón sorprendentemente adecuado al tono cobrizo de la corbata. La Juez no dejaba de echar furtivas ojeadas a su aspecto porque le parecía como la ocasión de contemplar en vivo a un crustáceo que se hubiera desprendido de su caparazón para colgarlo en el perchero situado a sus espaldas.
—Esto de verle a usted sin abrigo es un privilegio —comentó.
El inspector torció el gesto y luego sonrió.
—Hoy está usted de suerte —dijo por todo comentario.
A la Juez le faltó tiempo para empezar a comentar los descubrimientos de esa misma mañana.
—Verá, inspector —dijo Mariana—. Usted y yo estamos de acuerdo en centrar la autoría del crimen…
—Usted ha hablado de los crímenes —interrumpió Alameda.
—Ya llegaremos a eso —contestó Mariana—. De momento centrémonos en la muerte de Cristóbal Piles. Estamos de acuerdo, como le decía, en que quien tiene el móvil más claro para asesinar a Cristóbal es su suegro, Casio Fernández. Hasta ahora se trataba de una intuición que ninguno de los dos nos habíamos confesado; ahora, con lo que nos ha contado Joaquín Piles acerca de la prueba de paternidad, disponemos de un móvil muy poderoso, casi incuestionable diría yo, si se acepta mi tesis de que el verdadero padre de Cecilia Piles es su propio abuelo. Ahora bien —acalló con la mano el gesto de protesta del inspector—, en el supuesto de que mi idea sea cierta, y estoy casi segura de que la prueba de paternidad lo demostrará pronto o tarde, el panorama cambia radicalmente. Para empezar: en ese caso el verdadero maltratador de Covadonga no sería Cristóbal Piles sino que lo fue su padre, Casio, que es posible que la maltratara y abusara de ella desde que era niña, desde que quedó huérfana; o… —hizo un gesto de repulsa— o quién sabe si desde antes; quién sabe si la muerte de su esposa…
—Señoría —dijo disciplinadamente el inspector—, ¿no le parece que está fantaseando un poco?
—Ése es un privilegio femenino —contestó Mariana muy animada— que ustedes los hombres no disfrutan lo suficiente. Pero —continuó— no nos dispersemos. El resumen de la situación es el siguiente: Casio Fernández Valle es un sujeto altamente peligroso y manipulador, un verdadero canalla que abusa de su hija hasta el extremo de dejarla embarazada y que ve en la boda de la chica una ocasión de oro para librarse de un problema que hubiera tenido que afrontar de forma mucho más cruda. Se libra de la hija y, con el tiempo, prosigue tan tranquilo su vida con una ex prostituta hasta que un día descubre, del modo que sea, ya lo veremos, que su yerno desconfía de su paternidad y quiere poner las cosas en claro. Esto se convierte en una amenaza terrible, por lo que decide eliminarlo y urde una historia verdaderamente diabólica en la que él queda como un padre modélico que se sacrifica por su hija; pero hete aquí que la hija, por suerte para él, no soporta la situación y se suicida, lo que le permite declararse inocente y mostrar ante el mundo su abnegación. Y yo, que sé todo esto, no veo el modo de encausarle. Punto final.
—Si me lo permite, me gustaría corregirle algunas partes de su historia.
—Adelante —dijo la Juez con un deje de curiosidad en la voz.
—Yo, que soy mayor que usted, pienso peor de la gente que usted. Así que le voy a corregir en lo del suicidio. Usted habló antes de los crímenes y me pareció que eso estaba bien visto. No creo en suicidios tan convenientes. Si aceptamos que Casio es el asesino de su yerno tenemos que aceptar que lo es también de su hija.
—Le recuerdo que estaba en la cárcel cuando muere su hija. No nos conviene —añadió con fingido pesar—, pero era así.
—Peccata minuta —respondió el inspector—. Sigamos la lógica, si no le parece mal, y ya llegaremos a las demostraciones. Lo que yo quiero decir es que, llegados a este punto, hay que pensar en el crimen, en los crímenes —corrigió—, como una obra unitaria, un proyecto que lo engloba todo y en el que todo estaba previsto de antemano a partir del momento en que Casio descubre que Cristóbal va a solicitar una prueba de paternidad. ¿Que cómo lo descubre? —se preguntó retóricamente—, pues muy sencillo: el marido se lo debió de decir a Cova porque estoy seguro, conociendo al tipo, que no perdió ocasión de restregarle a ella por la cara su intención. Después, ella, angustiada, se lo dice al padre, por pura lógica. Entonces, a toda prisa porque es un hombre de recursos, Casio elabora un plan; y el plan tiene que incluir necesariamente la muerte de la hija o yo no sé a qué clase de canalla nos estamos enfrentando.
—Muy rebuscado, pero verosímil. La verdad es que éste es un asunto verdaderamente terrible —consideró la Juez con gesto grave y frunciendo el ceño—, pero vuelvo a recordarle que él estaba en la cárcel; ese pequeño detalle descarta su tesis.
—Un asunto terrible —repitió el inspector—. Fíjese que tiene que acudir a la «casa del crimen», como usted la llama, sacar a su yerno hasta el cobertizo y degollarlo; luego, enfrentarse a su hija que, probablemente estaba arriba, en su dormitorio, y dominar la crisis de histeria de ella y convencerla a la vez de que debe guardar silencio…
—Ahora veo —dijo la Juez, como siguiendo a la vez otra línea de pensamiento— lo que ocultaban las palabras de la niña. Ella dijo: «Mi mami lloraba y me cogió muy fuerte y estaba llena de sangre». Lo hemos tenido ante los ojos y no lo hemos visto; en realidad ahí estaba la clave. La niña se debió de despertar después de que la madre bajara, o quizá al tiempo, pero bajó la escalera más tarde, quizá por miedo, por inseguridad. Y la madre, que estaba llorando, al descubrir a la niña, se abalanzó hacia ella, que estaba al pie de la escalera, para que no viera lo que no debía ver, para protegerla. «Me cogió muy fuerte», dijo, ¿se da cuenta? Y la manchó con la sangre que venía del cuerpo de su esposo, al que antes se había abrazado espantada al encontrarlo tirado en tierra y descubrir lo que su padre había hecho.
—Hablamos de un monstruo, pero tiene sentido —consideró el inspector—. Lo malo es que el problema empieza ahora. De ser ciertas tanto mi tesis como la suya: ¿cómo se prueba todo eso? Y segundo punto: también la historia primera, la que dice que ella mató, el padre la encubrió y luego cometió suicidio, es tan verosímil como la otra. Al fin y al cabo, el asunto de la prueba de paternidad por ahora se fundamenta sólo en la palabra de un médico que tardó unos días en ponerlo en conocimiento de los padres de la víctima.
—Lo último no tiene tanta importancia —dijo la Juez—. Lo de la palabra del médico se resuelve solo; en cuanto probemos por vía de análisis lo que el médico afirma.
—Tenemos la hacheta. Él la limpió después de matar a Cristóbal, imprimió las huellas de ella en el mango y luego sobreimprimió las suyas como coartada; es la única explicación al absurdo del paño con sangre y el mango sin otras huellas que ésas; pero es sólo una hipótesis. La hija pudo habernos contado la verdad, pero no supo o no pudo… y quizá por eso está en muerte cerebral. Y no hay nada más. La niña no sabe lo que vio, no puede interpretarlo.
—Es un canalla de la peor especie —dijo Mariana—. Ahora comprendo el estado de obnubilación permanente de Covadonga. Quizá se la beneficiaba desde que quedó huérfana, quizá antes. Qué desgracia —murmuró desolada—. Qué desastre.
—Pues en estas condiciones ni siquiera puede usted volver a encarcelar a Casio Fernández. Desde el punto de vista jurídico, los motivos serían pura fantasía.
Mariana envolvió en el tenedor otra ristra de espaguetis, los alzó sobre el plato para volver a enrollarlos, se los llevó a la boca y los apartó con un gesto de rechazo.
—Están fríos —comentó.
De pronto, los ánimos también se habían enfriado.
¿Estaría realmente fantaseando? A poco que lo pensara, tanto una historia como la otra eran igual de extraordinarias. De hecho, la hipótesis que acababan de construir parecía aún más fantástica que la primera versión de los hechos, la que llevó a Casio Fernández a la cárcel y luego lo puso en libertad. Una vez pasada la exaltación, la realidad se abría camino con su tozudo paso común y poco a poco la imagen del abuelo monstruoso se desvanecía como un sueño del que acabaran de despertar. Mariana miró al inspector, que atacaba con estudiada concentración un pedazo de pastel de tiramisú (así como ella se había quedado con el plato de espaguetis olvidado y frío, él no había perdido ojo a la continuidad del almuerzo y en algún momento debió de pedir su postre, prescindiendo de ella).
De repente un aplastante cansancio invadió a Mariana por entero. Los dos se quedaron en silencio. El inspector continuó enfrascado en su tiramisú hasta que le dio fin. Entonces buscó, satisfecho, el paquete de tabaco, extrajo un cigarrillo, lo encendió y, recostándose en el respaldo de la silla, empezó a hablar.
—La única persona que puede decirnos la verdad está en coma profundo, así que tendremos que buscarla nosotros. Si nuestra primera hipótesis es cierta, necesitamos algo más que el hacha y el trapo de sangre. ¿Y cómo podemos probar que Casio mató a Covadonga? Ahí está toda la apuesta; o probamos eso o no hay caso, le cargamos el muerto a Covadonga y damos por bueno el suicidio.
—Y yo le entrego la niña a Casio, ¿no? El informe del fiscal irá en ese sentido y no puedo combatir su lógica con una hipótesis que le va a parecer un asunto de marcianos.
—A lo mejor no.
—Incluso aunque fuera receptivo, y Andrade es un tipo fino, no tiene mucho donde elegir. En Derecho las cosas hay que fundamentarlas, inspector, como usted sabe muy bien. Yo le diré —explicó tras una breve pausa para la reflexión— que estoy dispuesta a tragar con la versión de Cova como homicida de su marido y de sí misma si no hallamos nada que pueda demostrar lo contrario, pero a lo que no estoy dispuesta es a dejar a la niña en manos de ese cabrón pervertido. Así que tenemos que hacer algo, lo que sea, para evitarlo.
—Pues teniendo en cuenta que a ése no hay quien le saque nada, porque es de la especie de los duros cínicos, ya nos podemos poner las pilas. A ver: por el lado de la criada no hay mucha tela que cortar aunque podemos reinterrogarla a ver si salta algo nuevo. Los padres de Cristóbal, nada de nada, y la hija tampoco, salvo que ella sepa algo que no nos haya dicho; se puede probar a hablar de nuevo con ella. El médico recibirá el resultado del ADN de la víctima y está dispuesto a declarar, pero necesitamos el de la niña y, con todo, eso implica a Casio en un incesto, no en un crimen. Y lo único que se me ocurre para avanzar por algún lado sería que pudiéramos demostrar que Casio es el padre de la niña, en cuyo caso usted tendría base suficiente para denegarle la custodia. Pero, entonces, ¿adónde va la niña? ¿A los Servicios Sociales?
—Eso es.
—Pues es algo mejor que lo otro, pero no mucho.
De improviso, Mariana sintió una presencia a su lado.
—¡Jaime! —exclamó sorprendida—. ¿Qué haces tú por aquí?
—Sorpresa —respondió Jaime—. ¿Y tú?
Mariana le envió una mirada de advertencia.
—Mira, te presento al inspector Alameda, que está llevando conmigo el caso de Cristóbal Piles. Jaime Yago, un amigo.
—Mucho gusto, joven —dijo el inspector extendiendo su mano, pero sin levantarse de la silla.
Jaime se sentó a la mesa como territorio conquistado y Mariana volvió a mirarle con intención. Él pareció hacer caso omiso y se puso a buscar un camarero con la evidente pretensión de acompañarlos en el café.
—Estamos discutiendo detalles relativos al caso, así que si quieres que hablemos espera un momento en la barra o en otra mesa hasta que terminemos de despachar —dijo Mariana con tono neutro. Jaime miró a uno y otra, pareció reflexionar un momento y acto seguido se puso en pie.
—No es nada importante. Ya hablaremos luego. Buen provecho —dijo y se despidió no sin dejar caer un velado fastidio, un punto retador, sobre los dos contertulios. El inspector lo siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta.
—Menudo gilipollas —murmuró entre dientes.