El inspector Alameda salió al pasillo buscando a la Juez con la mirada; le hizo un gesto cómplice atracando significativamente las cejas y señalando al interior del despacho y se dirigió a la salida a cumplir con su cometido. La Juez entró de inmediato en su despacho con paso enérgico y se instaló decidida en su sillón. Su actitud acalorada y su gesto de desagrado cayeron sobre Joaquín Piles, que pareció encogerse al otro lado de la mesa.
—Bien, señor Piles. El inspector se ocupará de dar por cierto lo que usted me acaba de decir. No quiero saber nada más del asunto por el momento. Lo único que me interesa ahora es confirmar si mantienen ustedes su solicitud de tutela de la niña Cecilia Piles.
—Como usted comprenderá —empezó a decir el hombre con algún esfuerzo—, esta noticia altera un poco la situación, ya se lo puede imaginar…
—Yo no me imagino nada, señor Piles. Le he hecho una pregunta y quiero una respuesta. Eso es todo.
—Ya. Pues… Sí, en este caso creo que deberíamos esperar la confirmación…
—Le recuerdo que la niña lleva su apellido.
—Claro, claro, es cierto. Lo que ocurre es que si la niña no es de nuestra sangre… Quiero decir, si no es hija de Cristóbal, nosotros… Usted comprenderá…
—Le insisto: ni imagino ni comprendo porque eso no me compete. Lo único que me compete para el asunto que estamos tratando es si ustedes retiran o mantienen la solicitud de tutela —las palabras de la Juez sonaban secas; la repetición, exigente.
—Verá… Mi mujer…
—¿Habla usted por ella o en nombre de los dos?
—De los dos —dijo de manera casi inaudible.
—Hable más alto, por favor. Esta duda que usted manifiesta está pesando sobre mi decisión, como podrá comprender. Yo debo tener en cuenta las mejores condiciones para el cuidado y desarrollo de la niña y la actitud de ustedes, si bien la sustenta la razón que usted me expone, es también un elemento a tener en cuenta.
—Mire, yo tengo cariño a la niña, eso no se puede dudar, pero mi mujer se ha cerrado en banda…
—¿No debería haber venido ella también?
—Ella tiene prejuicios con la familia materna, ya me entenderá usted, y precisamente porque se trata del bien de la niña he considerado que ni era bueno que viniese ni creo que, dadas las circunstancias, fuera bueno que, al menos por ahora, la recogiéramos en nuestra casa.
—Es usted quien prefiere que ella no hable conmigo, ¿verdad?
El hombre asintió, como quien se libra de una carga.
—Muy bien —resumió la Juez—, así pues, retiran ustedes la petición independientemente del resultado de esa prueba de paternidad que el inspector está investigando en estos momentos.
—Sí, señora —dijo pesadamente Joaquín.
—Perfectamente. Tomo nota y así lo hago constar. Un momento —dijo al ver que Joaquín se incorporaba en su silla—, déjeme hacerle una pregunta a título particular y una vez aceptada su decisión: ¿cree usted en los lazos de la sangre por encima de los lazos del cariño?
Joaquín la miró a punto de llorar.
—Yo no, señoría, yo creo en ambas cosas —dijo con tristeza; y añadió—: Y usted lo sabe.
—Sí. Lo sé —contestó la Juez—. En fin —concluyó—, como usted dice, quizá sea lo mejor dadas las circunstancias. Puede irse.
Se quedó contemplando la salida del hombre con una mezcla de pesadumbre y rencor. «La vieja España —pensó—. “La España de cerrado y sacristía —recitó—, devota de Frascuelo y de María”…». Dejó escapar un suspiro mientras se frotaba bajo los ojos con el pulgar y el índice extendidos, como deseando alejar algo de sí, y luego llamó al secretario del Juzgado.