Esa noche Mariana durmió bien y a la mañana siguiente, prescindiendo de su carrera habitual, se presentó en el Juzgado a primera hora con la intención de recabar el informe del fiscal y decidir sobre el destino de la niña Cecilia. Sin embargo, le aguardaba una sorpresa. Joaquín Piles había telefoneado solicitando una entrevista con ella con la mayor urgencia posible. Intrigada, mandó que le avisaran de que ya se encontraba en su despacho y le vinieron con la respuesta de que en diez minutos se presentaría allí. Un tanto inquieta, además de excitada por la curiosidad, aprovechó para salir a buscar un café, porque con la preocupación de llegar cuanto antes había olvidado desayunar, y ante la máquina de café encontró al inspector Alameda.
—Está usted en todas partes —le comentó jovialmente—. No me diga que viene usted aquí por mí.
El inspector, caballeroso, se destocó y le tendió la mano. Mariana se percató por primera vez de que el cabello le clareaba en la coronilla y el escaso pelo de esa parte lo peinaba hacia atrás con ayuda de alguna especie de gomina, sin duda para que la gorra no se lo levantase cada vez que se la quitaba, un rasgo de coquetería que le pareció conmovedor. Ella sabía que al inspector no le hacía mucha gracia tener que mirar hacia arriba para hablar con ella —«Con ella o con cualquier mujer», pensó— debido a su corta estatura, pero ahora, con una superior visión sobre la azotea del inspector, entendió mucho mejor su desagrado y el reconocimiento que le hacía al destocarse, lo que la conmovió por segunda vez.
—La verdad —dijo el inspector ofreciéndole el primer café que salió de la máquina— es que quería comentarle unas cuantas cosas acerca del caso Piles y, como me venía bien, decidí pasar por aquí a ver si tenía unos minutos.
—Para usted, siempre, inspector —una sonrisa casi imperceptible asomó a los labios del inspector—. Lo único que le pido es que aguarde un poco porque esta mañana he recibido una llamada de Joaquín Piles, que quería verme con toda urgencia y, bueno, estoy a punto de recibirle, así que mejor me espera usted y hablamos tranquilamente.
—Ah, conque el abuelo Piles tiene prisa. Vaya, vaya… —comentó ladinamente el inspector.
—¿Acaso sabe usted algo más que yo? —preguntó Mariana.
—No. No lo creo, pero tengo mis teorías. Sobre todo tengo la teoría, y ya lo dejé caer en días pasados, de que tras este caso de apariencia tan sencilla se esconde el mayor cúmulo de mentiras que este menda ha visto concentrarse en un solo asunto.
—Sí —respondió Mariana—. La verdad es que la llamada del señor Piles tiene pinta de contener una revelación; no sé de qué calibre.
—Grueso. Grueso calibre, se lo adelanto yo —terció el inspector—. Ya le digo que aquí hay mucha mierda enterrada, con perdón, y ya es hora de meter la pala.
—Está usted que lo tira con las metáforas —se chanceó Mariana.
El inspector se llevó la mano al bolsillo de su sempiterno abrigo y extrajo un libro que agitó ante ella.
—Antonio Machado —reconoció la Juez—. Me deja usted de una pieza.
—A ver si se ha creído que es usted la única que lee —dijo el otro con toda intención. En ese momento apareció frente a ellos Joaquín Piles y Mariana, haciendo un guiño cómplice al inspector como despedida momentánea, se llevó al recién llegado a su despacho. «Y éste —pensó mientras caminaba, refiriéndose al inspector—, ¿cómo sabe que yo soy una lectora empedernida?».