Una vez despierta, Mariana se bañó, como tenía por costumbre cuando deseaba sentirse como renacida, se puso el camisón, se echó una bata encima y cenó algo de fruta y un yogur. Luego buscó acomodo en el sofá, acompañada de un whisky con hielo y soda, trajo también consigo un libro y se preparó para leer. Hacía varios días que no abría un libro y se dijo que necesitaba lectura y paz, así que estuvo dudando entre un relato, La marquesa de O… y Effie Briest, de la que le habían hablado tanto, y se decidió por la primera. «Empecemos por el embarazo misterioso y ya llegaremos al adulterio», se dijo.

A pesar de sus deseos, no pasó de las primeras diez páginas. Otro asunto le rondaba la cabeza imponiéndose página a página a las escenas de la vida en la campiña inglesa. Desde que habló con Jaime Yago de su preocupación por la niña Cecilia, una definida sensación de malestar se había introducido en su espíritu. Recordó con cierta amargura la máxima de no pedir a la gente más de lo que te puede dar y se preguntaba sobre lo que le pedía a Jaime Yago. La conclusión era que, en realidad, nada excepto una forma de placer reservada exclusivamente a la intimidad del encuentro físico. Si no fuera más que eso no tendría razón para inquietarse, pero lo preocupante era que estaba empezando a prender en su ánimo una vivencia de vacío unida a la de placer. No había más que eso, pensó, y eso sólo se producía de una manera determinada en un tiempo concreto y fuera de él la soledad seguía imperando en su vida. En cierto modo, podía pensar que los frecuentes y apasionados encuentros con Jaime eran una compensación y lo cierto es que no era así, que el desequilibrio entre una aspiración, la compañía, y la otra, el placer, era grande; o, si no grande, el contraste entre ambas resultaba demasiado brusco y cortante. Era como vivir dos vidas, porque todo lo que Jaime Yago tenía de buen amante lo tenía de anodino o, más aún, de elemental y tópico, en cuanto a su personalidad. La misma reacción de hiriente indiferencia ante el problema de Cecilia, que revelaba un alma no sólo egoísta sino banal y plana, mostraba el escaso futuro de la relación; apenas se apagase el fuego, las cenizas se las llevaría la primera ventolera del Cantábrico. Su amiga Carmen se preocupaba, ya lo advirtió con claridad, por su prestigio y ella misma veía con la misma claridad que no parecía lo más adecuado, recién llegada a la ciudad, tomar fama de mujer rendida en los brazos de un seductor de provincias porque, además, su calidad de juez añadía un toque especialmente morboso al asunto. Sin embargo, eso era algo que tenía bien meditado: si unas veces por una cosa y otras por otras debía andarse con tantos remilgos, acabaría viviendo como una monja seglar, lo que, no teniendo ni vocación ni fe, era un acto de masoquismo mucho más grave que la fama de mujer ligera. Esa preocupación por el qué dirán, tan española y tan actual aún en determinados ambientes, muchos más de los que asomaban en la superficie de la vida social, conducía a una especie de automutilación y de insania de efectos devastadores, aún más para el espíritu que para la carne. «Al fin y al cabo —pensó— tampoco mi vida consiste en pasar de una cama a otra, porque no hay nada que acabe hastiando más que la promiscuidad y sé de lo que hablo. Tengo todo el derecho del mundo a mantener una relación, y tanto mejor para mí si es un guapo como éste, que son los que me gustan por mi mala cabeza. Ya me alegraría a mí dar con un tipo con esa planta, pero muy cariñoso y con una mente digna de conocimiento; a mí y a cualquier mujer que se precie. No sé dónde leí una entrevista —recordó— con una actriz porno que decía que ella, para el sexo, prefería los chicos malos y para el amor los buenos. A mí —se dijo—, que no soy una juez porno, lo que me gustaría es encontrar un chico bueno con pinta de malo».

Miró la hora aunque no tenía sueño, bebió de su copa y trató de volver a la lectura inútilmente. Al poco estaba de nuevo dándole vueltas a los mismos pensamientos; porque esa sensación de malestar era el preludio, lo presentía con ingrata claridad, de una ruptura quizá no muy lejana. Las ideas que le rondaban habían abierto una grieta sutil; y sus convicciones personales y morales, que hasta entonces estaban retenidas en favor del deseo de disfrutar de la vida sin complicaciones ni reparos, empezarían a hacer cuña a partir de este momento y poco a poco la grieta se iría abriendo y extendiendo hasta quebrar el asiento de su relación. Era así, pero decidió que ni sufriría por ello ni por ahora iba a dar pie a que el asunto se adelantase a costa de lucubraciones como ésta porque el tempo lo medía ella y estaba segura de que, cuando el final anunciado llegara, sería capaz de disolver ese vínculo sin otro daño que el derivado de un disgusto semejante a la pérdida de un regalo favorito.

Y llegando a esta conclusión después de un día tan arduo como el que había soportado, se dispuso a internarse por tercera vez en la novela que le aguardaba pacientemente abierta sobre su regazo.