De repente llovía y estaba en la calle. Ella sabía conducir bien con lluvia, pero estaba triste y la visión de la calle a través del parabrisas empapado y el vaivén de las escobillas arrastrando el agua de un lado le producía una especie de inseguridad espacial que no contribuía en nada a mejorar su estado de ánimo. El cristal delantero del coche era ahora una especie de lente deformante del tráfico y del tránsito y a través de él percibía la ciudad como una aguada gris y húmeda que le producía pequeños escalofríos, esa incomodidad del cuerpo que le hace encogerse a una bajo la ropa con sensación de desvalimiento.
La lluvia se convirtió repentinamente en aguacero y las gotas empezaron a repiquetear sobre la chapa del coche. Eran como los pinchazos de la arena en la cara y en las piernas al correr por la playa un día de fuerte viento, sólo que ahora las oía repicando sin parar sobre su cabeza; un ruido que significaba a la vez gratitud y temor.
Estaba en una calle ancha y se encontró con un velo de agua gris que le ocultaba el mar y los edificios. Todos los automóviles llevaban las luces cortas encendidas y entre las ráfagas de lluvia, el siseo de los neumáticos sobre el asfalto empapado y los propios reflejos distorsionados de los faros, le pareció que entraba en un mundo desviado donde las reglas de uso se difuminaban y la obligaban a repentizar sobre los escasos metros de visibilidad que se abrían delante de ella. Estuvo en un tris de parar el coche y aguardar a que cediera la violencia del agua sobre la calzada, pero no había lugar y en esa indecisión se pasó de bocacalle y se vio obligada a seguir adelante por encima de sus deseos, como empujada por una riada dominante que le imposibilitaba toda escapatoria inmediata. El tráfico se desvió al llegar a una zona más abierta y pensó que la empujaría hasta el puerto y la echaría al mar; entonces destellaron frente a ella unas luces rojas que reconoció de repente y, por reflejo, dio un brusco giro de volante y se encontró de pronto bajando por la rampa de entrada de un aparcamiento subterráneo.
Afortunadamente llevaba un paraguas en el asiento trasero, por lo que al salir al exterior pudo protegerse en alguna medida de la tromba de agua mientras trataba de alcanzar la acera donde titilaban las luces rojas divisadas en medio del diluvio que lo empapaba todo y le corría por la cara cegándola. La potente luz del semáforo empezó a brillar intermitente en verde y el viento la empujó a cruzar la calle y la llevó en un vuelo, sin que pudiera ofrecer resistencia, hasta las mismas luces, que bordeaban una puerta oval de madera.
Dentro del local la recibió una atmósfera de serenidad. Había poca gente y entre el sonido de las conversaciones, la suave música de fondo, la luz tenue y el cálido acolchado de las butacas, la moqueta, las paredes enteladas e incluso la misma barra de madera rematada en cuero, le pareció que la humedad se desprendía gratamente de su cuerpo y se evaporaba entre los efluvios de aquel ambiente acogedor.
Se encaramó a uno de los taburetes de la barra, en el extremo opuesto al de un grupo que charlaba animadamente. No conocía a nadie de los que estaban allí y casi todas las mesas se encontraban vacías. Las voces del grupo las percibía como una melopea ascendente y descendente y le pareció que, al compás, la miraban a ella haciendo comentarios entre sí, volvían la cabeza y reían cómplices y volvían a mirar y a reír, aunque, evidentemente, conversaban entre ellos.
A pesar de ello, Mariana se sentía protegida en el recinto y alejada del diluvio exterior, por lo que pidió un dry martini al camarero, que se ocupó de preparárselo personalmente; éste, que sin duda haraganeaba a causa de la escasa concurrencia, se quedó merodeando alrededor de ella, del otro lado de la barra, quizá dispuesto a entablar conversación, pero Mariana, tras cambiar unas amables palabras, se volvió de cara al salón dándole la espalda y con la vista fija en la puerta, como si a través de ella pudiera controlar el desarrollo del temporal.
Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que alguien la observaba, concretamente lo sintió en las piernas. Se miró porque vestía el clásico traje sastre que usaba para ir al Juzgado que, sin embargo, era de un llamativo color verde cuajado de reflejos; encaramada al taburete, con las piernas cruzadas y la falda subida descubriendo los muslos, esa parte de su cuerpo estaba actuando como reclamo de los pocos y difusos elementos masculinos que se encontraban en el local, donde además era la única mujer, lo que le producía una extraña sensación de placer y nerviosismo a la vez. En un primer golpe de vista no acertó a saber de dónde provenía la mirada que se imponía a todas las demás, la que le hacía sentir así. Era obvio que los de la barra la observaban disimuladamente, con rápidas miradas cortas mientras seguían hablando, como queriendo hacerle saber que estaban allí, que la habían visto y que estaban dispuestos; pero había algo más, otra mirada, muy fija, muy delatora, que era la que habría sentido con energía sobre sus piernas cruzadas al aire, erguida en el taburete.
El hombre estaba allí, en un rincón al fondo, en la zona más penumbrosa, sentado a una mesa con aspecto reconcentrado y un vaso vacío ante él. Su silueta se recortaba en la sombra y Mariana, una vez que lo hubo localizado, sintió la natural intriga porque notó que el hombre, inmóvil en su silencio meditativo, no le quitaba ojo, aunque no podía ver su cara. Tanto sabía lo que estaba mirando que descruzó y volvió a cruzar las piernas en una actitud que no era lasciva ni nada parecido, pero sí retadora. Luego se volvió de cara a la barra y fijó sus ojos en el espejo de la pared de enfrente, un espejo largo y estrecho coronado por una repisa llena de botellas. Ahora podía mirar sin ser observada y quiso saber algo más de la figura del rincón. El camarero, atento a sus movimientos, dudaba si acercarse y Mariana tomó un sorbo de su copa ignorándole. De pronto le invadió una corazonada y se volvió despacio, con un ademán casual y rápido, para volver a mirarlo. Estaba retirado y en sombra y una imagen cruzó su mente como un chispazo: el hombre oscuro. ¿Por qué? Volvió a mirar a través del espejo con atención y supo que lo conocía. Pero si era así, ¿por qué ese sobresalto que se alojó en su pecho como un golpe seco de ansiedad?
¿Quién era él? ¿Qué hacía allí solo? ¿Acaso había optado por refugiarse del temporal como ella? Estuvo a punto de volverse en su dirección otra vez, pero no pudo porque una fuerza invencible se lo impedía. De cara a la barra apoyó el brazo en el reborde de cuero e intentó distraerse. Se encontraba ante un dilema: ni deseaba entablar conversación con el encargado o los otros hombres, que la observaban expectantes, ni quería contacto alguno con el desconocido de la esquina y en cierto modo podía decir que estaba atrapada entre ambos porque el temporal le cerraba la salida natural, salvo que aceptara salir a enfrentarlo a riesgo de empaparse de agua de los pies a la cabeza.
Volvió a observar al hombre por medio del espejo, pero seguía escondido en aquel rincón de incertidumbre. El espejo se había oscurecido también y sólo lo reflejaba a él. ¿Se había percatado de quién era la propietaria de las piernas o en su fijación no pretendía reconocerla? No hay hombre que, atraído por una parte de un cuerpo femenino, no calibre inmediatamente el resto, de modo que sí, tendría que haberla reconocido. En ese caso, ¿qué significaban la distancia y la mudez que mantenía? No había cambiado de postura desde que lo vio por primera vez: sentado, retirado, pensativo. Ahora bien: si la había reconocido, ¿por qué no se acercaba o, al menos, le hacía una seña desde el momento en que se supo localizado? Consideró la posibilidad de que no la hubiera reconocido, estando como estaba casi siempre en escorzo con respecto a él y desechó la explicación por imposible. También consideró la posibilidad de que, en realidad, ni siquiera estuviese mirándola; por lo mismo, no se atrevió a acercarse o hacerle una señal de reconocimiento, por si no era él y el que fuera la tomaba por lo que no era. Sabía quién era, pero no lo conocía, era tan extraño… Y había algo más también: con la duda convivía un fuerte deseo de aproximarse a él, un deseo incomprensible donde se mezclaban el rechazo y la expectación. En cualquier caso, la distancia que marcaba le resultó extraña. Parecía como si una forma de inercia lo atase al sillón. De repente, en el espejo, le vio extraer un cigarrillo del paquete que tenía ante sí en la mesa, junto a su copa, y al percibir su rostro iluminado por el instantáneo resplandor de la llama de la cerilla sólo pudo apreciar luces y sombras de un rostro incompleto. ¿Quién era? ¿La despreciaba, acaso? ¿O la estaba retando?
—¿Quiere que le diga al señor que está usted aquí? —la voz del camarero susurró casi en su oído la pregunta, de manera insinuante, y Mariana se sobresaltó.
—¿Cómo dice usted?
—Que si desea que avise al señor de que se encuentra usted aquí —dijo el camarero incorporándose sobre la barra. Ella le miró severamente comprendiendo que había captado sus miradas hacia el hombre sentado.
—¿Por qué tendría usted que decirle nada de mí? —preguntó con dureza.
—Ah… —el hombre titubeó—. Disculpe. Creí que se conocían ustedes.
—No es asunto suyo —dijo ella—. Quisiera terminar tranquilamente mi copa —añadió con una mirada expresiva. El camarero se retiró, reticente.
Así que la había visto, aunque seguía sin moverse de su butaca ni demostrar reconocimiento. ¿Quién era? Se limitaba a mirar, con una fijeza tan constante que Mariana pensó si, en realidad, no la estaba mirando a ella sino que tenía simplemente los ojos puestos en sus piernas, como alelado o como ausente, sumido en sus pensamientos, mirando sin ver, colocando la mirada en el objeto de su atención sin más motivo que dejarla allí, anclada, para poder rumiar aquello en lo que tuviera ocupada su mente. Poco a poco empezó a sentir que la respiración le faltaba, que tenía un tapón en el pecho y debía hacer un verdadero esfuerzo para seguir respirando.
Trató de imaginar lo que pasaba por la mente del otro y, como si se tratara de una transferencia emocional, vio lo que él estaba viendo; lo vio a través de una sensación de calor que subió por sus piernas haciendo que las cerrara instintivamente a pesar de tenerlas cruzadas; primero lo sintió como un golpe, como si él la odiara; de pronto, aquel hombre, inmóvil en su rincón, se introducía en ella haciéndole saber que la aborrecía con el mismo esfuerzo contenido con que la deseaba y ese odio amoroso estuvo a punto de desequilibrarla, presa de mareo; por un momento se aferró a la barra. Sentía fiebre y aversión y volvió a respirar con dificultad. Conocía esa clase de acaloro, que venía de una especie de vergüenza alojada muy hondo en la memoria, inesperada, aguda como un cruel remordimiento y que le atraía irresistiblemente. La llamada era igual que un cuchillo que, al entrar en la carne, genera calor y luego, ya dentro, provoca un frío mortal, antesala del dolor.
Comprendió que lo mejor sería abandonar el local de inmediato, sin apurar su bebida, a pesar de la lluvia. Entonces descubrió que estaba sola: todos los hombres habían desaparecido y el local se oscurecía por momentos. La oscuridad también le producía calor. Llamó al camarero para pagar la cuenta, que también había desaparecido, pero escuchó la voz que provenía de la esquina donde fumaba el hombre:
—Está usted invitada.
Mariana se sobresaltó. ¿Por qué no lograba reconocerlo?
—No acepto invitaciones —dijo con un acento tan seco como despectivo.
Mientras tanto, la luz regresaba hendiendo la oscuridad, pero siempre tenue. Decidió que no volvería por aquel lugar intimidatorio. Lo había decidido ya antes, no sabía por qué, como lugar de cita habitual, pero esta ocasión lo sellaba definitivamente. Dejó un billete sobre la barra y la copa a medio beber y se apeó del taburete mientras recogía su bolso. El camarero reapareció de pronto para entregarle la gabardina y el paraguas por fuera de la barra. El grupo que se encontraba charlando al otro extremo suspendió un instante la conversación para observarla mientras se colocaba la gabardina, esta vez sin recato. Sin duda habían advertido el rechazo de Mariana a la invitación y les picaba la curiosidad. ¿Por qué reaparecían de nuevo?
Se detuvo apenas había dado dos pasos hacia la salida del local al descubrir que en el ínterin había entrado alguien más porque se veían nuevos clientes e incluso distinguió a dos mujeres entre ellos, pero no conocía a nadie y el sitio le parecía cada vez más intimidatorio. El tono medio de voz también había aumentado; todo eso lo percibió de pronto, como si hasta ese momento hubiera estado encerrada en una burbuja selectiva dentro del lugar, una burbuja que se hubiera cerrado y los hubiera recogido a los dos, al hombre oscuro y a ella, en una especie de suspensión del tiempo. Al salir volvió a mirar hacia el hombre oscuro llevada por un impulso invencible que no supo controlar, y el hombre continuaba allí aunque parecía mirar para otro lado, ignorándola.
Fue una mirada fugaz, sin darle una sola oportunidad de mostrar que antes había recibido la suya. Ni quería hablar ni se sentía con fuerza para enfrentarlo, sólo buscaba la salida; y de pronto, todo cuanto sucedía dejó de producirse al ralentí para reclamar un movimiento normal; con un último esfuerzo puso freno a la morbosa curiosidad que crecía en su cabeza a medida que se aproximaba a la salida. No dejaba de preguntarse también si su actitud no sería extremadamente ridícula e impropia de una mujer adulta. Pero la confusión dominaba sobre la lucidez; necesitaba la cabeza fría y por ello no quiso pensar en nada que no fuera abandonar el local. Nada más salir al exterior comprobó que la lluvia había cesado, aunque un viento frío la destempló. Apenas se abrió el semáforo echó a correr hacia el aparcamiento subterráneo y corrió escaleras abajo por la entrada de peatones, pero no había escaleras sino una rampa húmeda que pretendía engullirla, un descenso en tirabuzón, estrecho y deslizante por el que se precipitó con el corazón en la boca. También allí hacía frío.
Entonces despertó. Se había quedado dormida en el sofá del salón en una postura dolorosa de la que fue saliendo poco a poco hasta enderezarse. Al hacerlo descubrió la ventana abierta. Pero la imagen del hombre oscuro seguía en su cabeza. Quién sería. Por qué estaba en su mente. De dónde venía.