La Juez De Marco consiguió localizar a Ana Piles a media tarde.

—Veo que estás muy ocupada aunque sea lejos del trabajo —comentó.

—Ya he consumido el permiso y tengo que enviar unas cosas mientras vuelvo porque están a tope. Además, este mediodía he tenido que ir a la radio.

—¿Trabajas en casa de tus padres?

—No, estoy con unos colegas, que me hacen un hueco. En casa de mis padres no hay nada, ni medios ni ambiente.

—Entiendo. Bien, yo quería comentar contigo un par de cosas. La primera es que después del desgraciado suceso que tiene a Cova en coma hay que hacer algo con la niña. El abuelo materno ha solicitado la guarda y custodia y tus padres han hecho lo mismo. En principio, ambos tienen derecho a la tutela de la niña mientras no se resuelva de un modo u otro la situación de la madre. Tú has estado —prosiguió— visitando a Cecilia todos estos días, llevándola al colegio y trayéndola luego y te estás portando estupendamente con ella, así que me interesa mucho saber tu opinión al respecto. Yo no conozco el ambiente de la casa de tus padres y me vendría muy bien saber qué piensas del hecho de que la niña vaya a vivir con ellos.

—Mira, no sé qué decirte. Yo me imagino que tendrá que ser así porque no se la vas a dar al otro abuelo, que es viudo y más bien raro y que dudo de que vaya a ocuparse de la niña como hay que hacerlo; pero, francamente, a mí no me preguntes por el ambiente de casa porque yo me tuve que ir de ella para poder respirar un poco, ¿comprendes?

—Las circunstancias cambian y la gente también cambia con la edad —contestó Mariana—. Tus padres ya no son los que te trataron a ti cuando niña; ahora tendrían que ejercer de abuelos y ya sabes que los padres suelen ser mucho más condescendientes y tolerantes cuando sus hijos los convierten en abuelos.

—Si tú lo dices… Yo, desde luego, lo dudo. Puede que mi padre, que siempre ha sido el más blando, se comporte como un abuelo clásico, pero mi madre es genio y figura. Ésa no cambia ni de casualidad. Pero, bueno, ¿adónde va a ir la niña, si no?

—¿Y tú? —aventuró Mariana.

—¿Yo? —dijo Ana con un aspaviento—. ¿Yo con la niña? ¡Tú estás chiflada! ¿Qué voy a hacer yo con una niña en Zaragoza?

—Tranquila, no te sulfures. No he dicho que te lleves a la niña a Zaragoza. Yo he visto que le tienes cariño y te has ocupado de ella y que ella te lo tiene a ti y me preguntaba si, a lo mejor, te venías a trabajar aquí y te quedabas cerca de ella. Ése sería un factor muy positivo. Al fin y al cabo, tú, como periodista, puedes trabajar en la prensa autonómica lo mismo que en Zaragoza; o en la radio, o en la televisión local.

—Oye, no me vengas con bromas. Yo estoy en Zaragoza o en cualquier otro sitio que no sea éste para estar bien alejada de mi familia porque la única manera que tengo de llevarme con ellos es estar lo suficientemente lejos como para que me entren ganas de venir a verlos de vez en cuando. Mi madre es un sargento de, caballería que no tiene otra misión en la vida que mandar a todo el que se le ponga por delante, incluido mi padre. O especialmente a mi padre —rectificó—. No creo que haya que estudiar Psicología para entenderlo: un marido que traga, un hijo al que su madre le pide que sea el hombre de la casa y lo convierte en un niño mimado y una chica que es la enemiga de clase y a la que hay que someter para ahogar las frustraciones. ¿Qué cuadro, no? Y todavía quieres que me venga aquí a vivir con ellos y a ocuparme de la niña; o sea —añadió con sorna—, a defender a la niña.

—Pobre criatura —comentó con un suspiro Mariana.

—Oye, la vida es la vida. Esa niña se las tendrá que arreglar como me las arreglé yo y como se las arregla tanta gente. Por lo menos gente que no ha tenido la suerte de tener unos padres como los que has debido de tener tú…

—Para el carro —interrumpió secamente Mariana—. Aquí estamos hablando de tu familia única y exclusivamente en la medida que, como juez, tengo el deber y la obligación de informarme sobre ella para decidir sobre el otorgamiento de la guarda y custodia y patria potestad de una menor. Mi familia y yo no tenemos nada que ver con ello, ni a ti te tiene que importar lo más mínimo. Así que, por favor, atente a lo que estamos hablando.

—Vale —dijo la otra—. Pues te digo lo que te he dicho: si se queda con mis padres se las tendrá que arreglar por su cuenta. Lo mejor será que se arrime a mi padre, a ver si hay suerte.

—O sea —dijo lentamente Mariana—, que será inútil que te lo proponga a ti; a ti sola, quiero decir, sin el auxilio de tus padres.

—Oye, mira, te voy a ser muy sincera aunque duela decirlo: yo tengo mi vida. Me la he buscado y me ha costado un huevo. No tienes ni idea de lo que fue, primero, el internado, o sea, que te digan que no te quieren ver y te manden lejos de casa, y luego buscarse un sitio y un curro para sobrevivir. Lo he conseguido, ¿sabes? Lo he conseguido con un esfuerzo de narices, con un par de ovarios, y te aseguro que no lo voy a echar a rodar para ponerme en plan salvavidas con una niña que me mandará a tomar por saco en cuanto cumpla quince años. Me he ganado mi vida y es mía, no quiero que se meta nadie en medio.

—¿Y si un día te quedas embarazada por accidente? —preguntó Mariana ocultando con esfuerzo su indignación.

—Pues abortar, que lo tengas claro. Yo tendré una hija cuando me sienta preparada, con pareja o sin pareja, pero será una decisión mía, no algo que me echen encima, que ya me han echado bastante y bien que he pagado por ello.

—No puedo estar más en desacuerdo con esa actitud, aunque la entienda; te lo digo con pesar —contestó Mariana—, y algún día, y perdona que me ponga en plan mujer madura con experiencia de la vida, que ya me imagino que te repatea, algún día descubrirás que también te tendrías que haber desembarazado de ese rencor que llevas metido en el cuerpo. La sabiduría no va por ese camino, créeme.

—Pues sí que me importa mucho a mí la sabiduría, que es una cosa de viejos. Cuando sea vieja ya me las arreglaré para cultivarla, pero ahora tengo que ocuparme de vivir y eso no lo puedo hacer con una cría colgando de la espalda. Yo te entiendo —añadió—, que conste; no vayas a pensar que soy gilipollas; entiendo muy bien lo que dices; lo que pasa es que todavía no me ha llegado la hora de ser como tú pretendes que sea. Ésta es mi vida, me la he ganado y tengo derecho a disfrutarla como me parezca.

—Una cosa es tu vida y otra es la vida —subrayó Mariana—, y la vida se ocupa de darnos grandes sorpresas. Nos guste o no, la nuestra está dentro de la general y la general es el ser más frío que te puedes echar a la cara, ni cuenta contigo ni le importas un pito; ella transcurre a su aire sin atenerse a conceptos como justicia, libertad, autonomía y cosas así porque eso es de cada uno; y cada uno se sube a ella donde le toca y navega como puede; pero lo que le llega, le llega de frente e inesperadamente, así que no te confíes, no confíes tanto en disfrutar tu vida porque la vida será la que se encargue de ponerte en tu sitio, te guste o no.

—Eso habrá que verlo —contestó Ana.

—Eso será lo que veas —respondió Mariana.

Siguió un largo e incómodo silencio, como si cada una de ellas se hubiera quedado encerrada en sus propios pensamientos.

—Oye —empezó a decir Ana—, a ver si me entiendes. No quiero que pienses que soy una egoísta que sólo piensa en lo suyo y se olvida de los demás. No es eso. Lo que tienes que entender es que yo no me puedo jugar ahora mi vida por un accidente; que si yo estuviera dispuesta a tener una hija, la tendría, pero resulta que no estoy dispuesta y por eso no la tengo; a quienes les corresponde hacerse cargo de la niña es a mis padres, no a mí. Tengo derecho a vivir mi vida.

—No te lo discuto —respondió Mariana con voz cansada—, pero respecto a tu afirmación, insisto: ¿qué pasaría si un día te quedases embarazada por accidente?

—Que abortaría, así de claro. Si no es una hija deseada, abortaría.

—Ahí está la cosa. Lo que aquí sucede, en cambio, es que la niña ya está. En la vida hay que hacer frente a lo que te gusta y a lo que no te gusta. Hacer frente… o zafarse. Yo estoy acostumbrada a soportar las frustraciones tanto como los éxitos. Es un problema de convicciones personales y, por lo que veo, las tuyas y las mías no coinciden.

—Ya lo veo.

—Pero no te olvides —dijo Mariana como despedida— que las convicciones o la falta de ellas serán las que guíen tu vida y mejor será para ti, para tu calidad de vida personal, como se dice ahora, que estén guiadas por la generosidad y no por la cicatería.

—Vale. Tomo nota —respondió Ana.

Mariana salió detrás de ella y se fue a su casa dispuesta a dormir para olvidar.