Iba tan abstraída en sus pensamientos que pasó de largo la carretera que conducía a la Colonia y tuvo que seguir adelante durante un buen trecho a lo largo de la avenida que bordeaba la playa de grava y rocas que sucedía a la del paseo a partir de la desembocadura del río Viejo. Condujo hasta la rotonda del Pery, giró junto al conjunto escultórico de chapas de metal que empezaban a corroerse hermosamente a la intemperie para dar la vuelta, tomar el sentido contrario y volver a recuperar la desviación de la carretera a cuyo principio se encontraba la «casa del crimen».
Angelina no estaba sola en la casa. La pequeña Cecilia se encontraba acatarrada. Mariana subió a buscarla a su cuarto, donde la halló bien abrigada y con la punta de la naricilla escocida. La niña la reconoció y sonrió al verla. Mariana estuvo un rato jugando con ella y preguntándole por los peluches extendidos sobre la cama.
—¿Cuándo va a venir mi mamá? —preguntó la niña de pronto.
—En cuanto se cure. Va a tardar un poco todavía. Dime una cosa, ¿te gustaría esperar a mamá en casa de los abuelos Joaquín y Ana María?
La niña bajó la cabeza.
—¿Te gustaría?
La niña permaneció callada y miró a un lado como si rehuyera la respuesta.
—¿Y con tu abuelo Casio?
La niña frunció el ceño, pero no contestó.
—Entonces ¿prefieres quedarte aquí con Angelina?
—Yo quiero ir con mi mamá y con mi papá.
—¿Y la tía Ana? ¿Te gusta la tía Ana?
La niña asintió con la cabeza.
—Pobrecita mi niña —dijo Mariana muy cariñosamente—. Te vamos a cuidar mucho, preciosa, como te cuidaba tu mamá, hasta que ella pueda venir a estar contigo.
Cecilia empezó a hacer pucheros.
—Mi mami lloraba y me cogió muy fuerte y me manchó de sangre —dijo de pronto con la voz entrecortada.
Mariana la tomó entre sus brazos y la meció para consolarla.
—No llores, preciosa. No pasa nada; tranquila, tranquila…
La niña le echó a su vez los brazos al cuello y se consolaron mutuamente. Angelina apareció a la puerta de la habitación.
—Qué pena da, señorita, esta pobrina —dijo dirigiéndose a Mariana—. Está todo el día como de mantequilla.
—Es natural, Angelina, con lo que ha pasado la infeliz. Voy a quedarme un rato con ella y luego quiero hablar un momento con usted antes de irme.
—Como usted guste, señorita.
Al final, Mariana consiguió alegrar a Cecilia y le costó irse porque la niña trataba de retenerla a toda costa. Afortunadamente esa mañana no tenía juicios, por lo que podía flexibilizar un tanto su horario, pero a la hora de despedirse le costó tanto esfuerzo desprenderse de la niña como a la niña de ella.
—Hay una cosa, Angelina —dijo Mariana ya en la puerta de la calle, mientras hacía guiños jocosos a Cecilia como despedida—, que quería preguntarle. ¿Alguna vez ha visto usted en esta casa a una señora llamada Victoria Laparte?
—¿La señora Vicky?
—Sí… esa misma —contestó levemente sorprendida Mariana.
—Sí, señorita. Estando yo en la casa habrá venido dos o tres veces, siempre acompañando a don Casio.
—¿Y la noche…? —miró hacia la niña e hizo un guiño de inteligencia.
—No; esa noche, no; por lo menos hasta que yo marché.
—¿Se conocían ella y la señora?
—De vista. Ya le digo que sólo venía acompañando a don Casio. ¡Ay, espere…!
Mariana miró con atención a la criada.
—¿Sí?
—Ahora que lo dice usted, sí que vino; vino dos veces a ver a la niña por encargo del abuelo, que estaba en la cárcel. Me dijo que venía de ver al abuelo en la cárcel y que don Casio le había encargado que viera a la niña para contarle luego cómo estaba. El pobre don Casio, imagínese usted; y la segunda vez, que seguía encerrado, sin saber nada de la nieta y con la hija medio muerta.
—¿Estuvo usted con ella en todo momento?
—No, todo el tiempo, no. Yo la dejé con la niña y al rato vino a despedirse.
—O sea que estuvieron a solas un rato.
—Un rato nada más, yo subí a buscarla en seguida, no se crea usted, en cuanto terminé con la cocina. La señora no se llevaba con la señora Vicky, ¿sabe usted?
—¿Y cómo deja usted a la niña con una desconocida?
—Es que no era una desconocida y venía de parte de don Casio.
Mariana hizo un gesto de desaliento y renunció a darle explicaciones.
—Así que se quedó por ahí arriba campando a sus anchas —dijo.
De inmediato advirtió el gesto hostil y ofendido de la vieja criada, pero hizo caso omiso de él.
—Supongo que no ha vuelto más.
—No, señorita. Ayer vino don Casio, pero vino solo.
«Así que Vicky miente más que habla —pensó Mariana mientras se dirigía a su coche—. No sólo se resistió a decirme que esa noche se había acercado a la casa y que se encontró con Casio sino que, después de haber confesado lo anterior, ahora resulta que volvió a la casa después del suicidio de Covadonga y ella sola además, enviada por Casio quién sabe con qué intención. En fin, lo mismo este hombre tiene sentimientos». ¿Fue ésa la única vez que visitó a Casio en prisión? Era lo siguiente que tenía que averiguar.