Al día siguiente Mariana salió a correr muy temprano con la intención de disponer de tiempo para regresar a su casa, cambiarse y visitar a Cecilia antes de acudir al Juzgado. La noche anterior durmió en casa de Jaime y hubo de levantarse con el alba para ir en busca de su vestimenta de sport, de manera que acabó recorriendo media ciudad varias veces hasta que al fin, harta de carreras, sacó el coche y se dirigió a la casa del crimen. Pensaba en ella como la «casa del crimen» y al darle ese nombre le corría un espasmo de ansiedad por el cuerpo pensando en la niña. Le parecía cruel dejarla allí y era evidente que no podía dejar pasar un día más sin tomar una decisión. El informe del fiscal, imprescindible por tratarse de tutelar los derechos de una menor, estaría sobre su mesa al final de la mañana a más tardar y entonces iba a decidir de una vez por todas a quién concedía la guarda y custodia y la patria potestad sobre Cecilia; la concesión tendría necesariamente un carácter temporal debido a que la madre aún se encontraba con vida, pero ya no era posible retrasarlo más y sus dudas, en lugar de disminuir, aumentaban. La dificultad provenía en el fondo, y ella lo sabía bien, de una intuición: la de que todos estaban mintiendo, que una cadena de mentiras sustentaba el orden de sus vidas y la mentira no era el lugar adecuado para criar a una niña. Si tan sólo pudiera levantar el velo de la mentira sabría elegir, pues nadie es perfecto y la perfección no es exigible. Pero las sombras de la mentira amparaban verdades que podrían ser terriblemente dañinas y Mariana no disponía de medio alguno para descubrirlas y valorar sus efectos. Tendría que elegir a ciegas y eso la desesperaba.
Lo había hablado con Jaime la noche anterior y él quedó tan desconcertado cuando Mariana le comentó sus dudas que, en un principio, se preguntó si no se estaría comportando como una mujer comida por los escrúpulos. Para Jaime el único dilema era, en todo caso, elegir entre dos clases de hogares: el de un viudo o el de una pareja entrada en años y la respuesta era igualmente clara: el viudo era el padre de la madre y eso le otorgaba el derecho, pero teniendo en cuenta que un niño es un serio problema para un hombre solo, lo adecuado sería entregarlo a la pareja. En el cuidado de un niño, la mujer es la única garantía y la cuidadora natural; y, a falta de madre, buena era la abuela. Ningún hombre, concluyó, puede ocuparse él solo de una criatura. Ni puede ni debe porque su cuidado es de otra clase.
«Mal empezamos», pensó Mariana cuando llegaron a ese punto. De haber tenido diez años menos, habría entrado en una furiosa discusión sobre roles masculinos y femeninos, pero a estas alturas de la vida no iba a meter el pie en ese hoyo. Por lo mismo, se vio de repente a sí misma cerrando con toda naturalidad la puerta a una forma de entendimiento que le hubiera apetecido y comprendió que la verdadera madurez era contraria a los deseos equivocados; aquél no era camino para transitar juntos y Mariana regresó a la fórmula cínica, pero bien compadecida con la realidad, de buscar en las relaciones solamente los puntos de contacto. Quizás, la única vez en su vida que exigió y entregó plenamente todas sus ilusiones fue en su matrimonio y durante un plazo de tiempo el sueño se cumplió. Después lo intentó alguna otra vez, sí, más llevada por el despecho o la amargura de la derrota que por la esperanza y tuvo que aprender rápido a no compadecerse, a saber qué y cómo elegir, a recortar espejismos en favor de las realidades, al cinismo. Entre cínica y estoica prefirió ser cínica porque esta actitud se encontraba más cerca del placer, lo que no le impidió vivir casi como una monja desde que entró en la magistratura. Pero ahora, allí, en compañía de Jaime, el cinismo rendía sus frutos. Es decir, siempre que no plantease cuestiones como la de la custodia de Cecilia Piles, por ejemplo, cuestiones que la devolviesen a sus referentes morales y se viera obligada a sacrificar el cinismo a la ética personal. Esta especie de convivencia incorporal entre un Jekyll sensual y un severo Hyde era una estrategia de supervivencia perfectamente armada, por más que en el fondo de su corazón y de su pensamiento anhelara convertirlos en un solo yo.