El inspector Alameda apareció al cabo del rato con un disquete en la mano. Llegaba tarareando algo entre dientes y con una media sonrisa que le hizo pensar a Mariana que, en realidad, le traía algo interesante. Se descubrió al acercarse a ella y lo invitó a entrar al despacho; luego cerró la puerta, se dirigió al cajón donde guardaba el cenicero y lo puso encima de la mesa. El inspector puso el disquete sobre la misma mesa, como un trueque, le envió un guiño de agradecimiento y se acomodó en la silla.
—Inspector…
—Dígame.
—¿Alguna vez se desprende usted del abrigo?
—Sí. En la playa —contestó lacónicamente el inspector.
Trató de imaginarse al inspector en bañador, pero no pudo.
—Bueno, al grano. ¿Qué novedades me ofrece?
El inspector sacó un cigarrillo, lo encendió, aspiró satisfecho el humo y señaló el disquete que estaba sobre la mesa.
—Han estado estudiando el contenido de ese ordenador. Teníamos la esperanza de encontrar algo personal, alguna especie de diario o así, cosas íntimas. No es que yo sea un cotilla —se excusó—, sino que buscábamos claves, claves personales.
—¿Y bien?
—Nada por ahí. Debía de ser tan reconcentrada que se lo guardaba todo. No hay rastro de diario, ni confesiones; ni tampoco papeles o cartas o cuadernos o, en fin, algo escrito de propia mano. Lo que fuera su vida lo encerró dentro de su cuerpo y se tragó la llave; pero…
Dejó la conjunción adversativa en el aire con un reclamo de expectación.
—¿Pero? —insistió Mariana, siguiéndole el juego.
—El mismo día en que se suicidó tiene una entrada en una web. La consultaba a menudo según se deduce del historial. Me han dicho que entre algunas personas se ha puesto de moda a pesar de que esto no ha hecho más que empezar y, por lo visto, no hay mucha gente que se dedique a consultarlas, pero las de los hipocondríacos son las más visitadas. Ésta es una web de automedicación. La hemos estado estudiando y me recuerda a esos clubs de fanáticos que están todo el día contándose sus dolencias. No me extrañaría que un día existiese uno de suicidas para animarse los unos a los otros. En fin, ya sabe usted adónde estamos llegando con la gracia esta del ordenador. Total, que es una página web en la que se transmiten experiencias y recomendaciones, se cuentan síntomas, se aconsejan tratamientos y medicinas… Yo creo que el Colegio de Médicos o el Ministerio del Interior o Sanidad o alguien debería tomar cartas en el asunto aunque, claro, no es cosa mía dar consejos a nadie; pero yo…
Mariana se dijo que el inspector presentaba un inusual ataque verborreico y que eso sólo podía significar que, efectivamente, se estaba dando importancia porque, teniendo algo que ofrecer, deseaba hacerlo valer.
—Por favor, inspector, trate de concentrarse.
El hombre dio una calada a su cigarrillo, frunció luego los labios y se reacomodó en la silla antes de empezar a hablar de nuevo.
—Hecho. Hemos repasado a conciencia la página, que tiene la tira de entradas, y me he detenido especialmente en secciones como antidepresivos, insomnio, abulia, angustia, etcétera. En fin, pensando que por ahí tuvo que moverse. Habría sido un éxito dar con algo que nos permitiera pensar que lo consultó para saber qué buscaba esa mañana. Es una web para hipocondríacos en la que escribe todo el que quiere y no queda rastro, las adiciones o comentarios son anónimos salvo que alguien prefiera identificarse. De hecho, incluso utilizan pseudónimos o claves para localizarse o dejarse mensajes y recomendaciones. Lo que yo buscaba, en resumidas cuentas, era una información errónea que hubiera dado pie a una equivocación fatal. Esto de la informática es la leche, cada cual hace y dice lo que le da la gana sin la menor responsabilidad. Es una confusión.
—Pero, inspector, no sabiendo qué buscar pueden ustedes estar semanas leyendo esa web. No creo que por ahí vaya a salir nada. ¿No quedan rastros de la consulta en el ordenador?
—Sí, pero sólo de la entrada en la página. A lo mejor un técnico es capaz de precisar adónde dirigió en concreto su consulta, pero sospecho que no va a ser posible debido al anonimato. Lo que sí parece claro es que consultó la página, que ella estaba muy mal psíquicamente, muy tocada, tal y como la vimos nosotros, y que pudo necesitar un medicamento más fuerte, lo consultó o recibió respuesta… No es casualidad que ese mismo día saliera a por un envase de Halción 0.5 a la farmacia, se lo tomara además de lo otro y acabara como acabó.
—Y eso —preguntó Mariana confusa— ¿adónde nos lleva?
—Nos lleva a la posibilidad de que no se trate de un suicidio sino de un accidente, lo cual afecta y mucho a su instrucción.
Mariana le miró entre perpleja y disgustada.
—O sea, que como no tenía suficiente con lo que tengo entre manos, ahora viene usted a abrirme otra puerta para mayor confusión. A este paso —añadió— esta instrucción la acabaremos el día del Juicio Final.
El inspector se la quedó mirando en silencio.
—Su idea del accidente es factible —prosiguió Mariana—, lo reconozco. Es más, nunca pensamos en ello, lo cual es un tanto fastidioso. Ahora bien, por ahí no se avanza, no resuelve nada, pues seguimos teniendo un crimen por aclarar; todo lo más, puede arrojar aún alguna sombra de sospecha sobre un desconocido imprudente o un bromista con mente criminal y no despeja la que envuelve a Covadonga. Estamos peor que antes. Al fiscal le va a dar un ataque si le cuento que voy a tratar de avanzar también por esta nueva línea de investigación.
—Pues lo que me ronda la cabeza es aún más jodido, con perdón.
—¿Hay más? —preguntó Mariana consternada.
—Verá usted… —el inspector Alameda titubeó—. Es algo que queda de la investigación, es… sólo una idea o, mejor dicho, una coincidencia.
—Inspector —atajó Mariana—, yo no creo mucho en las coincidencias porque ése es un camino que puede conducir directamente a la locura; se empieza y no se acaba nunca, siempre hay un más allá de. La imaginación es una cosa buena si se utiliza con medida, para dispararla ya están los novelistas.
—Cierto, cierto —dijo el otro, conciliador—. Créame usted que no pretendo salirme del tiesto. Es sólo una idea, dos hechos se cruzan por el mismo camino y, ¡zas!, salta la idea. Yo creo que mejor me callo.
—No —afirmó Mariana—. Ahora ya no. Usted diga lo que tenga que decir y ya juzgaré yo si tiene sentido.
—Hecho. Allá va: ha habido en España otros tres casos de sobredosis por la misma mezcla: Halción 0.5 y Stilnox.
La Juez se lo quedó mirando fijamente.
—¿Está usted seguro de lo que dice?
—Información fidedigna. Puede usted comprobarla.
—Eso, además de ser una casualidad más, abonaría la tesis del accidente.
—Es una casualidad, en efecto.
—No sé qué pensar —dijo ella, meditativa—. De ahí no se puede colegir nada, salvo que pudiéramos comprobar que en esos tres casos todos tienen ordenador y se consultó la misma web. Y aun así no dejaría de ser una casualidad.
—En la web, hasta donde yo he llegado, no aparece dato alguno al respecto. Hemos ido a buscar por el medicamento y tampoco aparece. Pero ¿y si lo han borrado? Por lo visto se puede borrar. Qué sé yo… al descubrir el error… o al descubrir la consecuencia de semejante gracia.
—Además —siguió reflexionando la juez—, tendríamos que aceptar que una mano negra ha colgado de la web un error deliberado con intención de matar. Pero ¿quién y por qué y a gente tan distinta? Porque son de diversos puntos del país, ¿no?
—Por supuesto. Si fueran todos de aquí se lo habría hecho notar.
—Da igual. Eran personas desconocidas entre sí.
—Quizá no fuera una mano negra, como usted dice, sino el irresponsable o el bromista a los que se refería antes.
—O un descerebrado —concluyó la Juez—. Sea quien fuere tuvo que conocer el riesgo que entrañaba su gamberrada. No. No. Me cuesta creerlo —parecía estar hablando consigo misma—. Es imposible. Y sin embargo… Tres posibles suicidios más coincidentes… —caviló—, y tampoco hay hoy tanta gente que posea un ordenador…
Ambos se mantuvieron en silencio durante unos momentos.
—Supongamos que la víctima era Covadonga y que los otros tres son lo que se llama efectos colaterales. También pudo ser la víctima cualquiera de las otras y Covadonga un efecto colateral —aclaró—, pero de momento es la única a la que conocemos. Bien, fantaseando un poco nos preguntamos: ¿quién podría desear su muerte? Vamos a suponer que se trata de un error deliberado con intención de matar. Quedan excluidos de inmediato su padre, porque llevaba siete días en la cárcel, y también el marido, fallecido. A la casa sólo se acercó Ana Piles y en la casa sólo estaba Angelina, que no creo que sepa manejar un ordenador. Por otra parte, no está claro que Ana, tan alejada, pudiera conocer la debilidad de Cova por esa web. Dígame: las muertes por sobredosis de las que me habla ¿ocurrieron todas el mismo día?
—No lo sé, supongo que no, pero estarían cerca; lo voy a comprobar porque ha sido sólo con este intento de suicidio cuando se han cruzado los datos y ha saltado a la vista la coincidencia.
—Bien. Localice los días en que sucedió cada una de ellas. Nos daría una pista acerca del momento a partir del cual estuvo colgado el error; en el supuesto de que exista. Esto me recuerda a esas investigaciones de la Física Teórica, que una vez que se adquiere la convicción de que algo tiene que existir teóricamente, hay que experimentar hasta dar con ello para demostrarlo en la práctica.
—Ahora mismo me ocupo —repuso el otro.
—Otra cosa, inspector: ni una palabra a nadie de lo que se ha hablado aquí. No tengo el menor interés en ser considerada una loca fantasiosa, que es lo que me faltaba. Partimos de la base de que la coincidencia lo único que revela es una coincidencia en el error; y eso, en el caso de existir éste, lo cual dudo que podamos probar aunque hubiese existido, así que imagínese el camino que llevamos. La verdad es que ni yo misma me creo lo que le estoy diciendo. No hay constancia alguna de que el hipotético error del que estamos hablando haya existido. ¿Ve usted adónde lleva la imaginación desatada por un cúmulo de casualidades?
—Sí, me temo que es una vía muerta —admitió el inspector.
—Este caso es cada vez más oscuro. Y cada vez que hablo con alguien se me oscurece más. Además tengo la sensación de que existe una verdad más sencilla por debajo de todo esto, pero todos mienten, hay demasiadas mentiras en este asunto. ¿Pudo haber algún testigo externo el día del asesinato? Vicky estuvo cerca de la casa la tarde fatídica, ¿volvió a rondar por la noche?; hablaremos con ella. Preguntaremos a Angelina: ¿pudo acercarse alguien más antes de irse ella?, ¿se fue realmente a la hora que dijo?, ¿y los Piles? Lo malo es que ninguno de ellos me casa con la figura del asesino que estamos buscando.
—Excepto Casio y Covadonga.
—Piense un poco, Alameda: si fue Covadonga, estamos ante un crimen seguido de suicidio. Si fue Casio, lo único que tiene a favor de su candidatura es su confesión inicial. Yo creo que, de haber sido él, habría cuidado un poco más los detalles; es un tipo centrado, veterano y con suficiente sangre fría. La verdad es que se encontró con el asesinato ya cometido, improvisó una salida, se lo echó a la espalda y sólo el sentido de la culpa de la hija, que se suicida, lo liberó de ese tremendo compromiso que se había autoimpuesto. Finalmente, Alameda, la opción real es la hija. Lo que tengo que certificar para cerrar la instrucción es que se trató de un crimen seguido de suicidio. Y, por último, lo de las otras tres muertes es pura especulación, pasto de publicaciones sensacionalistas como mucho. La verdad es que si es así está demasiado claro para habernos dado la lata que nos está dando. No: tenemos que pensar que Covadonga es un efecto colateral. Pero, entonces, la coincidencia es diabólica. ¿No podemos olvidarnos de las coincidencias? ¡Qué desesperación, madre mía!
—Usted no abona la tesis del suicidio, le recuerdo —dijo el inspector.
—¡Por Dios, Alameda, no me martirice! Esto son arenas movedizas: cada vez nos hundimos más en ellas.