Al quedarse sola, la sensación de extrañeza regresó. Era algo semejante a un hueco interior a la vez que una premonición sujeta a ese grado de incomodidad que se manifiesta a través de la inseguridad y la desazón aunque no necesariamente en tal orden, quizá al revés: desazón primero e inseguridad consecuente. En cierto modo le recordaba a aquella incomodidad con su cuerpo que debía soportar ante la inminencia de un examen en la Facultad, los exámenes orales en concreto; también se parecía a la pérdida de algo cercano, físicamente cercano como, por ejemplo, la pérdida de interés de aquel delegado de Derecho que de pronto dejó de hablarle y durante varias semanas ella lo veía pasar de largo con una pena en el cuerpo que la dejaba indefensa. Tenía que ver con Jaime Yago, sin duda, esta sensación que la invadía de pronto. Las últimas veces que se vieron recordó aquel texto que denominaba a la experiencia postcoito «la muerte pequeña», una experiencia o vivencia o mera sensación que, según le explicaron entonces, solamente afectaba al género masculino. Lo recordó porque sí era cierto que le disgustaba el modo en que Jaime se alejaba de ella al concluir el acto; más que un alejamiento físico era una desconexión, como si lo que acababa de suceder se cerrara sobre sí mismo una vez sucedido y un inquietante espacio neutro lo sucediera en el tiempo. A ella le encantaba seguir unida en el abrazo, en la caricia, al otro cuerpo, recibiendo y emitiendo una sucesión de efluvios y estímulos puramente emotivos que poco a poco se iban relajando voluptuosamente hasta desvanecerse. Era esa lenta dejación lo que para ella cerraba verdaderamente el acto y no la sola consumación. Eran los que ella llamaba «los minutos felices» los que la dejaron plena y definitivamente satisfecha en algunas ocasiones.

Al quedarse sola en el despacho, pues, la sensación de extrañeza regresó y con ella una preocupación. En realidad Mariana sólo aspiraba a entenderse con Jaime en el plano físico y así se lo había explicado a sí misma con toda claridad. No esperaba otra cosa. Lo que descubría de pronto era, por así decirlo, la insuficiencia de esa aspiración. No es que esperase más de él y eso le causara frustración alguna, sino que en su propia vida deseaba algo más que una relación como la que mantenía con Jaime. En otras palabras: necesitaba una relación más completa, más íntima en lo personal también y mucho más confiada.

Sabía bien que no la encontraría en Jaime y aunque ésta no era una razón para temer nada o pensar en la ruptura (y no lo haría mientras durase el deseo) lo que sí temía era que el espectro de la necesidad verdadera, de lo que ella consideraba una auténtica correspondencia amorosa, empezase a rondarla porque, poco a poco, socavaría sin contrapartida alguna lo que hasta el momento era una placentera relación física que no quería dejar de disfrutar. Constreñida a una soledad personal y amorosa desde que iniciara su andadura como juez por las circunstancias que rodearon esa decisión y esa etapa de su vida (en contraste con su vida anterior tras los años que inmediatamente siguieron a la separación y el posterior divorcio) ahora se daba bien cuenta de que estaba entrando en una fase de plenitud sexual real que no quería limitar en base a expectativas más o menos fantasiosas. La pérdida de su vida laboral como abogado penalista y el abandono del bufete en manos de su ex marido y los otros dos socios a consecuencia de la separación no sólo fue una catástrofe en lo profesional sino también en lo personal, pues, aturdida por el rencor, confundió frecuentemente la libertad personal con el desorden y el ejercicio del derecho con la improvisación y la prisa. Si no perdió prestigio fue por su talento de luchadora nata, pero el esfuerzo para sobreponerse a una vida agotadora le acabó pasando factura.

Justamente por ello, por hallarse en una situación de plenitud y serenidad, no estaba dispuesta a admitir que sombra alguna oscureciese lo que estaba siendo una aventura tan placentera como sencilla. Lo que Carmen Fernández, sin duda con toda la razón, pudiera reprocharle respecto de ella le traía sin cuidado a causa del carácter mismo de la relación. En la vida, pensaba Mariana, lo más importante es la armonía y, en su caso, la connivencia entre lo que se puede dar y lo que se puede pedir. Ahí es donde se entendía con Jaime y eso es lo que no entendía su amiga. O quizá sí, pero le costaba aceptarlo. Carmen era más bien clásica y de moral estricta y, sin embargo, era una mujer que había salido adelante por sus propios medios y con un carácter y una fuerza que ya los quisiera para mí, pensaba Mariana. En realidad, la línea de resistencia con la vida la prueba cada una a lo largo de la misma; a Carmen le había tocado nacer y criarse en un pequeño pueblo y estudiar en la capital de la provincia mientras que Mariana se crió en una familia de la burguesía madrileña acomodada y, quiérase o no, el grado de flexibilidad social y moral de cada una había seguido un camino distinto. Sin embargo, en lo esencial, en lo profundo de la amistad eran muy pocas las barreras que existían entre ambas. Por eso iba a despachar a Jaime durante el fin de semana para recibir a Carmen.

No tenía ninguna esperanza de que Carmen congeniase con Jaime. Sin embargo, temía que su amiga tratase de influirla negativamente. No lo temía porque su poder de convicción fuera irresistible, que no lo era y mucho menos en este caso, sino porque la llegada coincidía con esa sensación difusa de malestar, esa ala de mal fario que le había rozado al pasar volando tan velozmente por su lado que no le dio tiempo a verla aunque la había sentido y esa sensación era más fuerte que si hubiera puesto sus ojos en la huidiza forma amenazante. Era la sombra de un presagio y por un instante se le encogió el alma en el pecho. Pero todo iba bien; la relación era satisfactoria, libre y abierta, apasionada y sin otro compromiso que el de disfrutarla sin reservas. ¿Qué podría arruinar…? Con un gesto alejó los malos pensamientos. Lo único que en verdad la inquietaba era la intuición, que presumía certera, de que el presagio nunca es gratuito ni improcedente; lo que tenía que hacer, pues, era localizar el origen del temor oscuro que se estaba extendiendo por sus emociones, sacarlo a la luz y destruirlo.

—Todo antes que dejarse aplastar por el peso de la melancolía —dijo en voz alta, sola, en pie y aún con el móvil en la mano, en mitad de su despacho.