El fiscal Andrade llegaba en el momento en que los señores Piles abandonaban el despacho de la Juez De Marco. Se saludaron a la puerta y la Juez encargó una botella de agua mineral y dos vasos después de hacerle pasar adentro.

—Ésos eran los abuelos maternos, ¿verdad? —comentó el fiscal.

—En busca de la guarda y custodia, sí. Necesitaré tu informe para tutelar los derechos de la menor.

—¿Qué tal te ha ido con ellos?

—Tengo la intención de hablar con su hija. La elección no es fácil. El abuelo Casio no me acaba de convencer aunque manifieste verdadero interés, pero la abuela materna me provoca escalofríos.

—Casio ha mostrado una notable capacidad de sacrificio por su hija —arguyó el fiscal—. Es un punto a su favor.

—Sí, es cierto, pero mi intuición me dice que no debo juzgarlo sólo por eso.

—Ah, la intuición femenina…

Se encontraban de pie junto a la mesa de trabajo de la Juez; ella le indicó con la mano una de las dos sillas donde solía sentar a sus visitantes y ocupó la contigua, de manera que ambos quedaron frente a frente al mismo lado de la mesa, el de los interrogados.

—¿Vamos a aceptar por fin la teoría del suicidio? —preguntó al cabo de unos instantes.

—No parece haber duda —respondió el fiscal—. La interfecta salió a la calle, compró el Halción en la farmacia, regresó, lo mezcló con el Stilnox y se tomó la dosis mortal. De no ser por la criada habría muerto aunque, para el caso, peor es el estado en que se encuentra. No ha dejado nada: un papel, una exculpación… nada; pero la intención es evidente. ¿Qué otra alternativa ves tú?

—Ninguna. Sólo me sorprende. Me sorprende extraordinariamente. Pero por mucho que la lógica no se adecúe con el acto, reconozco que no hallo otra explicación. Aceptaremos el suicidio y la autoría de la muerte de su marido. El suicidio —añadió— es determinante. Sin él, yo habría dudado algo más acerca de la autoría del crimen —el fiscal reparó en la sombra de duda que latía bajo la clara afirmación de la juez.

—Supongamos por un momento… —propuso con su mejor voluntad—, es una suposición especulativa —advirtió—, supongamos que el intento de suicidio de Covadonga no es tal. Como no cabe la presunción de descuido al ingerir la medicina, tendríamos que considerarlo como un nuevo crimen. Bien: ¿cuál sería el móvil?

Mariana extendió las piernas y echó la cabeza atrás.

—Ocultar algo, sin duda.

—¿Ocultar qué?

—No es fácil llegar a una conclusión. En primer lugar, estaría relacionado con el anterior asesinato de su marido, es decir, se trataría de ocultar algo acerca de ese primer crimen con un segundo crimen.

—En tal caso, el primer crimen se queda sin autor; a no ser que la primera declaración de Casio Fernández fuera la verdadera, a saber: que él sí mató a su yerno. Ahora bien: él no pudo matar a su hija porque se encontraba encarcelado.

—Sin contar —añadió Mariana tras un segundo de reflexión— con que si es duro matar al yerno, no te quiero decir matar a la hija.

—Y lo que es más: ¿qué móvil podría haberle inducido a cometer ambos crímenes?

—Pues no nos queda más que un autor anónimo; la clásica historia del ladrón que entra a robar y, cuando está en plena faena, se encuentra con el propietario de la casa.

—¿A robar qué? ¿Aperos de jardín?

—Lo que fuera; no tuvo por qué suceder todo en el cobertizo.

—No. No se sostiene.

Ambos se quedaron en silencio.

De pronto sonó el teléfono móvil de Mariana. Ella contestó mecánicamente, porque tenía la cabeza puesta en la conversación, y al instante sus ojos se avivaron, miró al fiscal y se levantó de la silla; tras hacerle una seña para que aguardase, salió del despacho.

—No, no quiero quedar en el club La Bruja. No me gusta.

—…

—Podemos elegir otro lugar o nos citamos directamente en el restaurante.

—…

—Perdona, Jaime, estoy en una reunión muy importante. En el club, ni hablar. Busca un sitio normal y mándame un mensaje por móvil, ¿de acuerdo? Anda, hasta luego.

Con el teléfono cerrado en la mano, se detuvo, sin hacer ademán de entrar, ante la puerta de su despacho. Sentía un vago malestar y una oprimente sensación de vacío en el pecho; o quizá no fuera vacío sino una forma negativa de ansiedad. Miró el teléfono como esperando una respuesta o una explicación, cerró los ojos, se llevó los dedos pulgar y anular de la otra mano a los párpados como si quisiera borrar algo de ellos y acto seguido abrió la puerta y entró de nuevo en el despacho.

—Disculpa. ¿Estábamos…?

—En un callejón sin salida —dijo el fiscal—. Un caso que parece resuelto y que ofrece el pequeño inconveniente de que hay que procesar a una persona que se encuentra en coma. Un coma irreversible —precisó.

—Pues no me queda otra que completar la instrucción y enviarla al Juzgado correspondiente porque tampoco queda ya mucho por investigar —reconoció Mariana—. De todas formas voy a hablar de nuevo con el inspector de la Policía Judicial por si ha conseguido algo. Le encargué que revisara a fondo las pertenencias de Covadonga Fernández, pero temo que no hallemos nada significativo.

—Nunca se sabe —dijo el fiscal levantándose—. En todo caso, no disponemos de mucho margen de maniobra. Quizá lo más cuerdo, en efecto, sea cerrar la instrucción en cuanto termines la investigación. En fin, si hay algo nuevo, ya me lo comunicarás.

—Descuida —Mariana lo acompañó hasta la puerta en el mismo momento en que el teléfono móvil sonaba de nuevo.

—Qué pesadez —murmuró mientras se despedía del fiscal con un gesto; luego se dio vuelta y entró de nuevo en su despacho abriendo el móvil—. Alameda —exclamó sorprendida al leer la pantalla—, ¿alguna nueva noticia?

—Muy interesante. No sé si nos dice algo nuevo, pero tenemos que verlo.

—…

—De acuerdo. ¿Viene para acá?

—…

Aquí le espero.