Lo que resultó un golpe de sorpresa fue el comienzo de la conversación que la juez mantuvo con los abuelos Piles en su intención de decidir con las mayores garantías posibles la custodia y tutela de la pequeña Cecilia Piles. Desde el principio resultó evidente que, aunque lo disimulara poniéndose por detrás de su esposo, Ana María no parecía muy entusiasmada con la acogida de la niña y que sólo la insistencia de Joaquín, su esposo, le empujaba a aceptarlo aunque a regañadientes. La sorpresa asomó cuando Ana María vino a insinuar en el transcurso de la conversación que parecía más hija de Covadonga que de Cristóbal. A Joaquín se le cambió el color de la cara al escucharlo.
—Mujer, no digas barbaridades. La niña es tan hija de la una como del otro. Estamos sacando las cosas de quicio, como si la pobre niña no tuviera suficiente con lo que ha pasado estos días.
—Señora —intervino Mariana conteniendo a duras penas su irritación—, si tiene usted alguna prueba de lo que está diciendo le conmino a que me la haga saber sin más dilación porque es un asunto de extrema gravedad.
—¡Claro que no tengo ninguna prueba! —saltó Ana María—. ¡Como si una madre necesitara pruebas para saber lo que tiene que saber! Yo es que no sé de dónde ha podido salir la niña tan diferente a nosotros. Son cosas que una siente, no hay nada que probar.
Joaquín dirigió una mirada de exculpación a la juez antes de empezar a hablar.
—Ana María —dijo con un enfado mal contenido—, por mucho que quieras defender a nuestro hijo, que en paz descanse, no tienes derecho a ofender a otras personas de la manera que lo estás haciendo. Haz el favor —su tono de firmeza aumentó— de comportarte como corresponde a una persona de tu educación y de tu condición. ¡Y basta ya de insinuaciones sin fundamento!
«Si ahora —pensó Mariana entre admirada y excitada— le levantase las faldas y le pusiera el culo como un tomate, habría tomado el mando para los restos». A Joaquín se le subieron los colores después de este exceso, pero evidentemente se hizo con la situación porque su esposa se limitó a volver la cara con un gesto a medio camino entre la vergüenza y el reproche. «De todos modos —se dijo Mariana—, ese “ya basta” denuncia que no debe de ser la primera vez que lo insinúa. ¿De dónde habrá sacado semejante idea? ¿Lo habría comentado, incluso, en vida de su hijo? Ahí hay un hilo del que tirar».
—Bien —rompió el silencio Mariana—, la razón por la que les he citado a ustedes esta tarde —en realidad los había citado por la mañana, pero luego pensó que no sería prudente que se cruzasen en el juzgado con Casio Fernández Valle— es la de recabar datos para decidir sobre su petición de custodia de la niña Cecilia Piles; pero antes de seguir adelante y tras lo que acabo de escuchar, necesito que me confirmen que, en efecto, desean solicitar la custodia de la niña y están dispuestos a hacerse cargo de ella, en caso de que se la conceda, con todas sus consecuencias, pues adquieren plena responsabilidad sobre esa persona.
—Por supuesto que sí, señoría —se adelantó a contestar Joaquín—. La niña necesita un verdadero hogar y eso es lo que podemos ofrecerle —no le pasó desapercibida a Mariana la velada reprobación a la figura del otro abuelo que contenían sus palabras.
—Díganme ustedes —prosiguió la juez, que no quitaba ojo a las reacciones de Ana María Piles—, su hija, Ana, ¿va a volver a vivir con ustedes o, al menos, aquí, en G…?
—No tengo la menor idea de sus planes —se apresuró a contestar Ana María con un deje dolido en la voz—. Nunca nos consulta nada.
—Nuestra hija Ana —terció Joaquín— es de carácter muy independiente. Pero no, no creo que se venga a vivir a G…, al menos en un futuro inmediato. A nosotros nos gustaría mucho, naturalmente. De todos modos —prosiguió— ella no tiene nada que ver en el asunto que estamos tratando.
«Eso te crees tú», pensó Mariana.
—Anita —intervino Ana María— es muy suya, pero muy buena chica. Habrá visto usted cómo se ha ocupado estos días de su sobrina. Es cosa de familia.
—De hecho —advirtió Mariana—, por eso les preguntaba. La presencia de su hija Ana sería también un factor muy positivo para la niña y, por lo tanto, a considerar dentro de la resolución que debo tomar.
—¿Es que está considerando usted la posibilidad de dar a la niña a su abuelo materno?
—Y ¿por qué no? —preguntó Mariana, una pizca desafiante.
—Pero eso… Eso es… —a Ana María se le atropellaron las palabras en la boca—. ¡Eso es inaudito! —exclamó al fin—. Un hombre como él… Un… un viudo que se encama con una pelandusca y… y todo eso delante de la niña sin el menor pudor… ¡Por favor! ¿Adónde vamos a llegar?
—Yo llegaré a la solución que me parezca la más adecuada —declaró Mariana tranquilamente—. Usted, no sé adónde quiere llegar con su actitud.
—Ana María —intervino de nuevo Joaquín—, te recuerdo que estamos hablando con una Juez que es la que tiene que juzgar. Haz el favor de callarte y dejarme hablar. ¿Qué va a pensar de nosotros si seguimos discutiendo con ella de esta manera?
—Ustedes pueden discutir conmigo todo lo que deseen —dijo Mariana, que empezaba a encontrar estimulante la situación a la que estaban llegando—, sin ningún problema. Yo sólo estoy buscando información y me interesa todo lo que puedan decirme y, por supuesto, todo cuanto crean conveniente discutir. Están en su derecho. Esto tampoco es un interrogatorio formal sino un encuentro relajado para conocerles mejor —«Y a fe que lo estoy consiguiendo», pensó Mariana con regocijo.
—Comprendemos su interés —Joaquín tomó decididamente la palabra— y se lo agradecemos. Es natural que procure informarse. Lo único que quiero es que queden en claro dos puntos: la primera, que nuestra nieta es nuestra ilusión y, tal y como están las cosas, nadie la va a cuidar como nosotros. La segunda, que disponemos de un hogar y una situación económica, por no hablar de nuestra posición social, que es lo que Cecilia necesita para empezar a olvidar todo este desastre e iniciar una vida nueva —tomó aire antes de seguir hablando—. También quiero decirle que no pretendemos alejarla de su otro abuelo y, como es natural, estamos dispuestos a pactar con él un régimen de visitas porque no es bueno que la niña corte con él, que es también su familia. Yo confío, señoría, en que usted tomará una decisión justa y no le oculto el deseo de que nos favorezca a nosotros, pero aceptaremos lo que decida con el mayor respeto.
—Muchas gracias —respondió Mariana sorprendida por la cuidada y pulida exposición de Joaquín, que evidentemente buscaba congraciarse con ella—. Créame que tendré muy en cuenta sus palabras y se las agradezco en lo que valen.
La reunión se disolvió en medio de una competición de frases corteses a las que Ana María se limitó a asentir con menor sentimiento que conveniencia.