Casio Fernández Valle estaba más delgado tras su estancia en prisión. Eso le pareció a Mariana cuando, una vez obtenida su libertad, acudió al despacho de la juez a solicitud de ésta. Pese a su delgadez presentaba un aspecto excelente después de pasar por su casa para dormir sin prisas, afeitarse, ducharse y vestirse según costumbre; una normalidad recuperada tras doce días de cárcel. Apareció sonriente y tranquilo, sin resto de mal humor, sin acritud, de nuevo convertido en el gentleman farmer habituado a manejar cualquier situación con el negligente descuido propio de una persona segura de sí misma. Mariana estaba al tanto de que los últimos días empezó a mostrar síntomas de nerviosismo e irritación, exigió ciertas prebendas (un teléfono móvil, ropa a capricho, alimentos específicos, medicinas que no venían a cuento…), la mayor parte de ellas contrarias al régimen carcelario, por lo que su humor fue empeorando progresivamente. Mariana habría esperado que mostrase mayor resistencia y contención, pero —se dijo— a veces los duros se quiebran como ramas secas y los blandos, en cambio, se doblan como juncos. Finalmente, estaba ante ella recompuesto como el Casio Fernández Valle que todos reconocían y saludaban en las calles de la ciudad.
El inspector Alameda la tuvo al tanto de los primeros pasos del recién excarcelado: acudió a recogerlo en coche su novia, Vicky, se acercaron a ver a la pequeña Cecilia, entraron en una cafetería más tarde para, supuestamente, desayunar (el inspector se mantuvo en su coche, a la expectativa), acudieron luego a la casa de él y reapareció solo. De ahí al despacho de su abogado (de donde provenía la petición formal de custodia de su nieta), al banco, al encuentro con algunos amigos en el club La Bruja (¿también él era asiduo?) donde bebió con evidente satisfacción un whisky con hielo (el inspector, una cerveza) y de allí salió con otros dos hacia un restaurante del puerto deportivo donde permaneció hasta la hora de acudir al despacho de la Juez De Marco. Y allí lo tenía frente a ella, con las manos cruzadas sobre el regazo, recto en su silla, vestido con pantalón de pana de raya impecable, camisa blanca abierta, chaqueta de mezclilla y unos viejos zapatos ingleses de cordones con suela de goma. Los últimos doce días se habían borrado de su rostro y de su aspecto general.
«Así pues, ha solicitado la custodia de la niña, aunque sólo ha pasado a verla lo imprescindible», se dijo Mariana. Éste era un punto llamativo. El otro era la aparente indiferencia con que había asumido el intento de suicidio de su hija Cova. Tan sólo hubo una mención a ella al agradecerle el pésame y nada más. Al fin y al cabo, aunque su asunción del crimen fue voluntaria, de algún modo su hija le había exonerado con su acto suicida y, sin embargo, en su actitud no había ni desconsuelo ni gratitud. «Un hombre frío», pensó Mariana. ¿Quizá esa frialdad había contribuido a modelar el carácter inafectivo, tímido, sumiso de Cova? No debió de resultar fácil la convivencia con aquel padre viudo y distante. Sin embargo, consideró, Casio no era inexpresivo sino al contrario: un hombre atento, acostumbrado al trato con los demás en la vida y en los negocios, un viajante curtido en la representación de la conservera, un tipo que, por su trabajo, sabría alternar la exigencia y la cordialidad. A veces esta clase de caracteres son mudos y tiránicos en su casa, pero lo que el olfato de Mariana sentía flotar en aquella familia era ese olor rancio del desafecto que con el tiempo se acaba depositando en la casa, como el recuerdo de un penetrante vaho de coliflor hervida. Ésa era la marca que desdecía a sus ojos de la apostura del hombre que tenía delante.
—Comprendo —estaba diciendo el hombre— que mi declaración de culpabilidad no le dejaba a usted más opción que actuar como lo hizo, así que no tiene por qué excusarse. Me han tratado bien y usted ha sido muy atenta y comprensiva. Pero le confieso que ahora me siento como liberado de un gran peso, un peso que no calibré bien aunque no me arrepiento de lo que hice.
—Se hace lo que sea por salvar a un hijo —aceptó la juez—. Su actitud, de todos modos, es extraordinaria y nos ha desconcertado doblemente. Lo triste de todo esto es el intento de suicidio de su hija, un suceso lamentable en cualquier caso. ¿Ha ido usted ya a verla? —Mariana sabía que no era así.
—No, aún no —contestó el hombre gravemente, cubriéndose la cara con una mano—. Aún tengo que mentalizarme. Vea usted, no me lo acabo de creer. De hecho, aún tengo esperanza. ¿Cree usted…? —retiró la mano del rostro y la miró con un destello de ansiedad en los ojos—. ¿Cree usted que se recuperará algún día?
Mariana negó con la cabeza.
—Mi impresión es que no, aunque nunca se sabe. Los médicos, desde luego, no confían en ello.
Los ojos de Casio recuperaron el frío brillo acerado habitual en él. Era una mirada muy peculiar que sólo se replegaba, pero sin perder su fondo inquietante, cuando sonreía a su interlocutor. Mariana hubo de reconocer, sin embargo, que en ella residía una parte importante de su atractivo. ¿O era algo más cercano al vértigo que a la atracción propiamente dicha?
—Sí, tengo que pasar a verla, aunque he de decir que me impone mucho esa presencia muerta del coma, créame —dijo el hombre—. No es que yo sea supersticioso ante la muerte, pero eso de contemplar a un muerto en vida me produce una incomodidad tan grande…
—Es una experiencia traumática, ciertamente —comentó la juez.
Se produjo un silencio.
—¿Me permite una pregunta curiosa? —dijo Mariana de pronto.
—Por supuesto.
—¿Cuándo decidió usted asumir el asesinato de su yerno?
—Me pregunta usted en qué momento —dijo Casio; Mariana asintió con la cabeza—. Si quiere que le diga la verdad, no me acuerdo bien. Para mí que fue al quedarme solo, después de acostarlas.
—Cuando el escenario se serenó —apuntó ella.
—Dice usted bien: el escenario. Estuve arreglando y limpiando el escenario y sólo cuando me senté en el salón, agotado, creo que con un whisky o un coñac en la mano, fue cuando empezó a tomar forma la idea. Al fin y al cabo, como ya le dije a usted, a mi edad importa poco una condena. No soy yo sino mi hija y mi nieta quienes tienen la vida por delante… pero el peso de la culpa pudo con mi hija —ahora parecía consternado por este último pensamiento, que lo desvió del hilo inicial de la conversación. Mariana esperó en silencio a que se repusiera—. En fin: ¿qué miedo puedo tener, a mi edad, a una condena? Ni siquiera creo que llegase a cumplirla en la cárcel. Además, el tiempo desgasta, quién sabe si de aquí a mañana yo…
—No sea usted agorero. Ni tiene que cumplir condena, ni tiene tan mala salud como para estar en el alero de la muerte, señor Fernández. Las cosas han salido así y eso es una desgracia para todos ustedes. Ahora lo importante es la niña que, como usted dice, tiene la vida por delante. Yo, que soy una antigua —empezó a decir mientras Casio Fernández se erguía en la silla dispuesto a escucharla—, sigo creyendo en la inocencia de los niños. Si usted se fija, verá que todos los niños son iguales en cualquier lugar del mundo, no hay diferencias entre ellos en la primera infancia, sean indios, beduinos nómadas o canadienses; es la educación lo que los diferencia para asimilarlos a cada cultura, a cada sociedad. Piense en el juego: todos los niños del mundo juegan igual. La educación es, en realidad, una doma; necesaria, pero doma. Cada cultura los asimila a sus valores, creencias y modos de vida y ahí empiezan las diferencias e incluso las hostilidades; pero en principio… Por eso amamos a los niños, porque son la representación viva del juego y de la libertad, de la inocencia, antes de que la doma empiece a hacer su efecto.
—Y del egoísmo —intervino Casio—, no lo olvide usted.
—¿Egoísmo? No tienen conciencia de eso hasta una edad, así que no es egoísmo. Si le parece lo podemos llamar yoísmo. A menudo pienso que la educación, ese mito de los ilustrados, no es más que un doblegamiento inevitable. No —hizo al pronto un gesto de protesta—, no piense ni por un minuto que soy medio anarquista. Lo que le estoy diciendo es por pura nostalgia, nostalgia de la inocencia y horror a la corrupción de la inocencia. En términos jurídicos la inocencia es otra cosa bien distinta. Yo me refiero a la primera, la mítica, la utópica que sólo es utópica durante unos pocos primeros años de nuestra existencia. En fin —dijo como regresando a la realidad—, me estoy poniendo insoportable, así que mejor lo dejamos.
—¿Por qué? Yo lo encuentro muy interesante.
—No lo creo —dijo Mariana sin intención—. Quisiera volver a donde empezamos, si no le importa, antes de despedirnos.
—Por supuesto que no.
—Así pues, se queda usted solo, bien entrada la noche, en el salón, tomando una copa para relajarse; tiene a sus espaldas, al otro lado de la puerta de atrás, el cadáver de su yerno tendido en el suelo del cobertizo, su hija y su nieta recogidas en el mismo lecho, la ropa sucia de sangre en la lavadora… que, por cierto, ¿por qué no la pone en marcha?
—No me importaba lavarla porque no creo que la sangre desaparezca; lo que quería era dejarlo todo recogido, no sé si me entiende.
—Perfectamente. Sigo: todo en orden y, en ese momento de paz, empieza a tomar forma en su mente la idea de salvar a su hija.
—Así fue, más o menos.
—Hay que tener una extraordinaria sangre fría para pensar y actuar así.
—Supongo. Uno no es consciente de ello en esos momentos.
—Lo natural sería, puestos a poner orden, llamar a la policía cuanto antes.
—Ya, pero yo estaba elaborando un plan.
—Con el cadáver medio a la intemperie y, a pesar de todo, en un estado de tensión nada fácil de contener.
—Nada fácil —corroboró el hombre. Mariana se admiró de su serenidad a lo largo de la conversación que estaban manteniendo.
—Y una vez que madura el plan…
—Me quedo dormido —Casio se incorporó hacia delante en la silla—. Ya sé que eso le puede parecer increíble, pero fue así.
—Ah, no, no. Eso es lo que me parece más creíble, lo de quedarse dormido.
—¿De veras? —un punto de recelo se dibujó en el rostro del otro.
—Sí, de veras. Es la conclusión más natural tras soportar un estado de nervios como el que se tuvo que generar en usted. No es eso lo que me llama la atención sino esa aparente tranquilidad con que parece usted actuar, según su relato. No me malinterprete —dijo al ver el gesto de rechazo del hombre—, no le estoy reprochando nada; sólo me admiro de su reacción, que me parece… no sé cómo llamarla… ¿inexplicable?, ¿improcedente? Dígame, ¿cuándo descargó usted todo lo que se tuvo que acumular en su interior durante el tiempo que duró la tragedia?
—Durmiendo, supongo —contestó Casio impasible.
—Sí —comentó Mariana como si hablara para sí—, ahí falta algo entre medias y ese algo es la descarga, pero, en fin, el ser humano nunca deja de sorprendernos. Quizá a usted le bastó el sueño para descargar y relajarse. ¿Durmió mucho tiempo?
—Hasta poco antes de llamar a la Comisaría.
—¿No se despertó en ningún momento? ¿Inquieto, quizá, por la suerte de las dos mujeres en el piso de arriba?
—¿Por qué? Estaban dormidas.
—Ah, es cierto.
Se produjo otro silencio.
—¿Desea usted algo más? —preguntó Casio adelantando el cuerpo hacia la mesa.
—¿Eh? No. No —pareció salir de un sueño—. Nada más, muchas gracias. Espero no haberle hecho perder el tiempo. ¿Se va a pasar ahora por el hospital?
—Sí, probablemente. Hay que hacerlo, ¿no? Me cuesta, lo reconozco.
—También le espera su nieta.
—Ya he hablado con Angelina. Está bien. Por cierto, ¿qué hay de la custodia que ha solicitado mi abogado?
—La custodia —hizo una pausa—. Bien. Tengo que considerar todos los aspectos del asunto. Supongo que usted sabe que también la han solicitado los abuelos maternos.
—¡Pero sería un disparate dársela a ellos! Todo el mundo sabe que no la quieren.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Por la madre, por mi hija.
—¿Cómo que por su hija? ¿Por causa de Cova, quiere usted decir?
—Claro. ¿No lo sabe usted?
—No.
—Ah, cierto, usted es nueva aquí. Bien… Cómo decírselo… En pocas palabras: mi hija estaba embarazada de Cristóbal cuando se casaron; es lo que se conoce vulgarmente como casarse de penalti. Mi consuegra, que es una mujer muy mirada para eso de las normas sociales, no se lo ha perdonado nunca. Esa infeliz cree que Covadonga enredó a su hijo quedándose preñada para obligarlo a casarse, cuando lo cierto es que Cristóbal, que se las daba de picha brava y no lo era ni por el forro, no tomó la menor precaución. Eso de pescar marido así es cosa del pasado: hoy, que los condones los expenden en máquinas como el tabaco, la culpa es del niñato que no tiene cuidado. A mí no me gustaba un pelo esa boda, porque conozco a mi hija y sabía quién era Cristóbal y estaba claro que eso no iba a funcionar, pero se empeñó y se puso tan cabezota que no hubo quien la sacara de ahí.
—Por curiosidad, ¿usted cree que su hija se enamoró de él?
—A saber. Uno se cree lo que se quiere creer.
—¿Cree usted que su hija hubiera funcionado con alguien?
Casio levantó la cabeza y miró a la juez con una extraña atención.
—¿Qué quiere usted decir?
—La verdad es que todo el mundo, empezando por usted, tiene una imagen tan negativa de Covadonga que me pregunto si habría sobre la tierra algún hombre capaz de entenderse con ella o estaba condenada a la soltería o al sometimiento.
—Pues claro que habría alguien; no se pueden pedir peras al olmo, pero con un hombre normal y tranquilo seguro que se hubiera arreglado.
—O sea, con un panoli.
—¿Y por qué no? —dijo Casio desafiante—. A mí me interesa la felicidad de mi hija, así que ¿qué tanto me da si se entiende con un panoli? Ella no era mujer de muchas luces ni tenía carácter, pero era dulce y buena chica. Con eso basta y sobra.
—Posiblemente —murmuró Mariana—. En fin, señor Fernández Valle, sólo quería conocer su opinión sobre todo este desgraciado asunto, sus intenciones respecto de su nieta y, bueno, ya ha visto, su opinión sobre su hija. Le agradezco la información que me da acerca del rechazo que manifiestan los Piles por Covadonga y comprobaré si también se extiende a la niña. Tomaré una decisión en breve. Entre tanto considero que su vieja criada se ocupa suficientemente de ella y, hasta donde llega mi conocimiento, usted ha estado atento en todo instante a proveerlas a las dos de lo necesario. Lo que le pido es que la visite a menudo mientras yo tomo la decisión porque la niña está necesitada de personas a las que pueda reconocer. ¿Ha ido ya a verla?
—Sí, esta mañana he pasado por la casa un momento —Mariana ocultó un gesto de extrañeza.
—Por cierto, quería preguntarle: ¿Cecilia tiene confianza con su amiga Vicky?
Casio contrajo los músculos de la cara.
—¿Qué tiene que ver Vicky en esto?
—Oh, nada. Solamente es curiosidad por mi parte. ¿Ustedes se tratan mucho, no es así?
—Cierto, pero no afecta en nada a la niña. No es una relación estable, si se refiere a eso. De todos modos, yo ya soy mayor para hacer mi vida y para saber lo que tengo que hacer.
—No lo dudo —dijo Mariana—. No le estaba dando lecciones, solamente quería informarme. Debo hacerlo. Es mi trabajo. Esté usted a mi disposición por si le necesito y no olvide presentarse en Comisaría en los plazos señalados. Eso es todo. Buenas tardes y que disfrute usted de su libertad.
—Muchas gracias —respondió Casto con un punto de sorna mientras le estrechaba la mano que ella le tendió.