Por la tarde del mismo día repasó algunos asuntos, distraída, hasta que ordenó y guardó todo y salió a la calle. Quería ir a visitar a Cecilia, pero no se sentía con ánimos. Sin dirección concreta, echó a andar y la querencia la llevó al mar. Estuvo un rato acodada sobre la barandilla de forja del paseo, mirando la pleamar que llegaba hasta la misma base del muro; luego se fue desplazando hacia el edificio de la antigua pescadería municipal y se internó en la Plaza Mayor. Su primera intención fue la de dejarse llevar hacia el Barrio Antiguo y luego callejear por él hasta la Punta Liquerique que protegía el puerto, pero en lugar de tomar esa dirección, retrocedió impulsivamente hacia las termas romanas y echó a andar por el camino que arrancaba por detrás de la Iglesia de San Justo. Cuando sobrepasó el Club de Regatas siguió hacia la izquierda. Todo el camino era una cuesta muy pronunciada que conducía al Alto del Cerro, el airoso promontorio que dio origen a la ciudad y que separaba las dos bahías. Desde él se disponía de una panorámica de G… y, sobre todo, de una panorámica del mar Cantábrico como pocas veces se puede contemplar. Toda la superficie de esa parte final, que fue en su tiempo un fortín cuya traza había sido conservada y cubierta de césped, le daba un encanto muy especial porque extendía una hermosa explanada en cuesta por la que tierra, mar y cielo se apoderaban del espacio y lo atrapaban con esa bella fuerza que sólo los elementos de la Naturaleza son capaces de convocar. Era un cerro de suave pendiente verde, cuidada y urbanizada como paseo siguiendo la distribución del viejo fortín, que coronaba suavemente el alto, por lo que lo llamaron Alto del Cerro. Mariana lo consideraba un lugar de paz y energía reunidas y esa doble sensación le atraía como un imán cada vez que se acercaba al pie del Alto, un imán que la impelía a subir y coronarlo, como estaba haciendo ahora, apurando la última rampa. Una vez arriba le esperaba un escenario que, siendo de reciente trazado, parecía provenir de la antigua magia. Allí, en lo más alto, como un formidable titán ante el fin de la tierra firme, se levanta una escultura de cemento fuerte y esbelta, recta y curva, grávida y aérea a la vez, de proporciones admirables, a cuyo pie quien se acerca siente su protección, pero que a la distancia se convierte, dentro del escenario de la generosa explanada abierta a un mar sin límites, en un elogio del horizonte y un milagro del hombre.
Al pie de la enorme escultura había unos diminutos seres humanos fotografiándose, pero Mariana no se decidió a acercarse sino que prefirió contemplar el promontorio ante el mar a través de la presencia de aquel gigante. La opresión que le causara la conversación con Jaime Yago en el bar de tapas había desaparecido e incluso el propio Jaime le parecía de pronto un ser insignificante. Así pues, allí permaneció un buen rato, dejándose llevar por el ambiente y por sus propias sensaciones, sin pensar en nada concreto, como dejándose atravesar por una brisa que aliviara y despejara su mente y su corazón. Después, lentamente, se decidió a bajar por el otro lado hasta la Punta Liquerique, cruzar a pie la amplia calzada que bordeaba el puerto y, si le daba tiempo —pensó—, acercarse a la librería Paradiso (la librería más abigarrada que conociera nunca, toda llena de libros tentadores, apretados en las estanterías a punto de estallar, en las mesas, en los cajones, por el suelo si era necesario, en una generosísima apoteosis del libro. Era un lugar más seguro que la mejor preparada de las bibliotecas porque en él, allí donde hubiera una grieta u orificio que apenas dejara paso a un ratón, había encajado también un libro, por lo que bien podía decirse que era el único espacio del mundo convertido en recinto estanco con tan insospechado material aislante). Quería buscar una novela de las que a ella le gustaban, más bien decimonónica y repleta de emociones, personajes y sentimientos.
Una hora después regresaba a casa con el ánimo reconfortado y un ejemplar de Cuento de viejas, de Arnold Bennett bajo el brazo. Había leído en una entrevista con un escritor contemporáneo, cuyo conocimiento acerca de la elección de clásicos de la novela victoriana y postvictoriana le llamó la atención, que era la obra ideal para que un recalcitrante lector de novela del XIX, y eso era ella, se adentrase con una mezcla de nostalgia y expectación en la novela del siglo XX; aunque ese privilegio ella se lo otorgaba sin el menor género de dudas a la obra de Joseph Conrad.