—Hombre, Alameda, ¿qué se cuenta usted de nuevo? —dijo la Juez De Marco al descubrir al inspector en la antesala del Juzgado. Habían terminado las vistas de esa mañana y la Juez se lo encontró allí mismo al salir de su despacho. Alameda jugueteaba con un cigarrillo sin decidirse a encenderlo. Vestía su inseparable abrigo a pesar de la buena temperatura ambiente y se destocó al ver aparecer a la Juez.

—Ya ve, pasaba por aquí —comentó lacónico.

—¿Tenemos alguna nueva noticia?

—Nada. La mujer sigue en coma. Pinta mal la cosa.

—Pobrecilla —dijo Mariana.

—Tengo entendido que ha firmado usted la libertad del señor Fernández Valle.

—Así es. ¿Por?

—Nada, nada; no es de mi incumbencia.

—Pero no le gusta.

—Pues no. No me gusta.

—Lo tiene usted enfilado, inspector, no me lo niegue.

—Instinto policial —dijo con sorna el otro.

—No se admite como prueba —concluyó la Juez con buen humor—. ¿Le apetece una cerveza?

—Bueno —el inspector se encogió de hombros—. Vamos aquí, al Vagón.

El Vagón de Carga era un bar estrecho y profundo, una especie de túnel con una barra muy larga a la izquierda que concluía en los servicios y el almacén, y una ristra de mesas puestas en fila india, a la derecha. La pared que acogía las mesas estaba llena de fotografías de tema ferroviario y la de la izquierda de estanterías de botellas entre las que colgaban banderines de distintos equipos de fútbol nacionales y extranjeros. El centro exacto de la pared lo ocupaba una gran fotografía a color, enmarcada, de la plantilla completa del Sporting F. C., coronada por un gran banderín lleno de firmas ilegibles.

—A ver, Ramón —reclamó el inspector—, un quinto y un vaso de clarete, pitando.

—Buenos días, señora Juez —saludó el orondo propietario del bar secándose las manos con satisfacción en un trapo de cocina que en seguida se echó al hombro—. ¿Un clarete?

—¿No se lo he dicho yo? —replicó el inspector con acritud.

La barra estaba llena y el vocerío que inundaba el túnel era un castigo. La televisión, colgada a media altura, emitía programación local; sólo era seguida por dos viejos sentados bajo ella en la última mesa, pero contribuía a elevar el volumen de sonido del interior del local.

—Tengo que reconocerle —dijo la juez alzando la voz— que estoy muy decepcionada con todo este asunto.

—No me extraña. Al final se va a quedar en nada.

—No se puede probar una cosa sin la contraria, es desesperante. Yo creo —añadió con humor— que me voy a dar a la bebida para olvidar.

—Por cierto —el inspector compuso un gesto confidencial—. Ya sé que me meto donde no me llaman, pero el que avisa no es traidor. Me han soplado que va usted de vez en cuando por el club La Bruja.

—Sí, ¿qué pasa?

—Pues… que no es un sitio muy recomendable. Se lo digo —se apresuró a añadir el inspector— con todo el respeto y como un amigo que la aprecia.

—Vaya —Mariana pareció ligeramente desconcertada—. Yo… se lo agradezco en lo que vale, inspector.

—¿Puedo…? —se detuvo un segundo—. ¿Puedo preguntar por qué?

—Va gente poco clara, no sé si me entiende usted…

—Ya —contestó Mariana con gesto preocupado.