Mariana salió de la casa caminando y pensando. Se dirigía al juzgado, donde estaba citada con el fiscal para decidir sobre la puesta en libertad de Casio Fernández, sumida en un mar de dudas.

«Así que, finalmente, la niña bajó sola y se encontró con la escena del cobertizo —iba diciéndose—. Algo (golpes, voces, llantos…) la tuvo que despertar, aparte de su propia sensibilidad. Estaba claro que el abuelo evitó que comprendiera lo que apareció ante sus ojos y que además se hizo con la situación; lo que no debió de resultar nada fácil teniendo en cuenta el estado en que se encontraba su hija; pero Casio tendrá que explicar unas cuantas cosas antes de salir a la calle». Lo que ahora le preocupaba sobre todo era la historia de Covadonga. Era una mujer acostumbrada a medicarse y a tomar antidepresivos, somníferos y, en fin, toda esa parafernalia propia de gente en su estado, por lo que su relación con ellos era una relación de enferma, no de suicida. ¿Qué la empujó a intoxicarse ahora, justo ahora? Y previo a eso estaba presente la pregunta que la obsesionaba desde el comienzo del caso: ¿qué experiencias de la vida la convirtieron en la persona hundida y sometida que había llegado a ser? ¿Qué la empuja a matar, primero, y a abandonar a su hija después?; porque ese crimen la mete en la cárcel, la separa de la niña. Y aún peor: ¿qué te induce a cometer suicidio, que es como dejar a la niña sola, cuando tu padre ha cargado voluntariamente con la culpa? La primera respuesta que se viene a la cabeza es: remordimientos.

«¿Remordimientos? No. No y no. No cuadra. No creo que, llegada al extremo de matar, los remordimientos la empujen a abandonar este mundo. Por muy hundida psicológicamente que estuviera, el acto de matar requiere tal esfuerzo, energía y violencia sobre sí misma que me cuesta creer que pueda ir seguido de una dejación total. Lo incomprensible es el suicidio, no el crimen. Covadonga no abandonaría jamás a la niña. Es más: sospecho que no mató por defenderse a sí misma sino por proteger a la niña. El abuelo lo entendió así y por ello asumió la culpa. La idea de que al ver a su padre en prisión no tolerase ese sacrificio y se derrumbara no se sostiene. Tampoco que ella revelase la verdad y cargara con la culpa, pero antes habría hecho esto último que suicidarse, que era el final absoluto; la niña seguía siendo el eje de todo: no la abandonaría nunca. Por eso había aceptado la propuesta de su padre, por la niña. Lo más probable es que, antes de darle un tranquilizante, algo recuperada, el padre lo pactase con ella.» En realidad, Mariana estaba dando por hecho que el hombre durmió a ambas a la vez, pero no tuvo por qué ser así: dispuso de toda la noche para convencer a su hija y llegar al acuerdo de presentarse él como autor del crimen.

Llegada a este punto, Mariana admitió que se sentía perdida. El intento de suicidio de Covadonga era incomprensible, sí, salvo por causa de un más que improbable caso de enajenación mental tan repentino como invasivo. No le quedaba otra que esperar un milagro: que ella saliera del coma. La impresión de los médicos no avalaba esta posibilidad. Ahora tenía entre manos un asesinato sin causa explícita, un supuesto suicidio objetivamente no demostrable, una homicida imputable solamente por el testimonio de su padre y en estado de coma y un caso abierto y varado por la ley de las circunstancias.

El fiscal se iba a poner muy contento cuando se lo explicase…