A la hora del almuerzo, su primo Juanín se presentó de improviso en el juzgado. Traía consigo la intención de invitar a comer a Mariana y, ante su sorpresa, ésta aceptó aunque exigiendo, condición sine qua non, la absoluta prohibición de hablar de sexo y todo lo relativo a ello. Juanín, que a pesar de los pesares aún abrigaba esperanzas de repetir el único y no especialmente brillante encuentro que tuvieron un mes atrás, aceptó con entera resignación, convencido finalmente de que la insistencia no volvería a ser su aliada. Además, ella le obligó a invitarla en alguna de las sidrerías dedicadas al buen marisco.

Se acercaron dando un paseo. La barra estaba muy animada, pero prefirieron pasar de largo y entrar directamente al comedor, que aparecía muy tranquilo con sólo un par de mesas ocupadas. Eligieron una que quedaba a la izquierda, más recogida, y Mariana tomó asiento de cara a la puerta. Mientras leía la carta observó a un grupo de cuatro en una mesa de esquina que quedaba en diagonal con la suya. En seguida captó una mirada. Luego se empeñó en la lectura de los platos del menú y tras un examen atento se decidió por los oricios gratinados y el mero. Uno de los hombres de la otra mesa, que gesticulaba vivamente al hablar y lucía un bigote muy poblado, empezó a cambiar alguna mirada con ella; tenía una expresión franca y una mirada penetrante y un punto burlona. Juanín se percató en seguida del tonteo y se dio la vuelta, de una manera que él consideraba discreta y que no pasó inadvertida a nadie, para mirar atrás. Mariana sonrió y reclamó su atención. Éste hizo un gesto feo.

—¿Qué pasa? Me estaba timando con ese tío, sí. ¿Es que no puedo? —dijo del mejor humor.

—¿Quién, el del bigote? —preguntó; y añadió, volviéndose a ella—: ¿Sabes quién es?

—No. ¿Le conoces?

—Se llama Juan Cueto Alas. Es muy conocido aquí. Es escritor.

—No me digas —comentó divertida Mariana.

Tenía previsto sonsacar a su primo acerca de Casio y de Cristóbal y con esa intención había aceptado el almuerzo. Necesitaba saber más de ambos y aunque dudaba de la perspicacia de Juanín confiaba en eso que se llama el conocimiento paisano.

—Los dos eran gente sana —dijo—. Gente normal, cada uno en su estilo. Casio era como más serio, quizá por la edad y por ese porte de hombre importante. Cristóbal era más juerguista, más dicharachero y se entendía bien con todo el mundo.

—¿Casio no?

—Casio era más… más señor, ¿me entiendes? No se permitía confianzas, pero era hombre de buen trato. Cristóbal era mucho más abierto, más expansivo. Bromista.

—¿Y su mujer?

—Bueno, la tenía ahí; no se le veía mucho con ella. Así entre nosotros, es que era bastante sosa. Ya te dije que eran como el blanco y el negro. Un contraste.

—Tengo entendido que no la trataba nada bien.

—Yo más bien creo que no la trataba ni poco ni mucho. La verdad es que eran una pareja bien extraña. Él le ponía los cuernos, si es lo que quieres saber.

—Lo que quiero saber es si la maltrataba.

—¿Cristóbal? Pero ¿qué dices? O sea, si consideras maltrato el tenerla ahí arrumbada, entonces sí. Pero a ella no le debía de importar mucho, se quedaba en su casa y hacía su vida.

—No tenía amigas.

—No. Si ya te digo que era rara. No me extraña que Cristóbal no la hiciera ni caso. Oye, ¿tú entiendes por qué le ha matado su suegro? Por cierto que creo que ella está en el hospital. Lo que le faltaba a esa familia…

—O sea que tú crees que no había nada entre suegro y yerno, que se llevaban bien.

—Hombre, bien… Yo creo que se toleraban. Desde luego, no eran amigos.

—¿Alguno de los dos era violento?

—No sé. Lo normal. En principio, no, aunque hay gente que si le pones el trapo rojo delante, se arranca. Yo no los conocía tan a fondo como para poder decirte así, con seguridad, sí o no.

Los de la mesa de la esquina se pusieron en pie. Aún charlaban entre sí, camino de la puerta, cuando Mariana volvió a encontrarse con la mirada del otro, que le sonrió con un gesto espontáneo de despedida y ella hizo lo propio con una graciosa inclinación de cabeza. Luego desaparecieron tras la puerta.

—Tú es que no perdonas… —empezó a decir Juanín.

—¡Chist! —le advirtió Mariana—. Prohibido hablar de esos temas.

Juanín guardó un silencio ofendido.

—Es decir —continuó ella retomando el hilo de la conversación—, que según tú descartamos una pelea entre los dos porque no parece que hubiera motivo… aunque si lo hubiera —aventuró— se habrían pegado.

—Vaya, como todo el mundo, pero no era lo suyo. O sea, que no eran tan agresivos, ninguno de los dos.

—Pues aquí —aventuró Mariana consciente de que faltaba a la verdad de los hechos— se ve que llegaron a un punto sin retorno y se enfrentaron a muerte.

—Uno nunca sabe qué es lo que hay detrás de las apariencias. A mí todavía me cuesta creerlo. Si me dijeras que no se hablaban, que se ignoraban, vale, lo acepto. Lo que pasa es que ésa no es razón para irse a muerte el uno por el otro, la verdad. Se me ponen los pelos de punta cada vez que lo pienso.

—Algo debía de haber entre ellos —volvió a mentir Mariana.

—Yo es que no sé cómo ha sido. ¿De verdad le agredió con un hacha?

—¿Eso se dice? Bueno, yo no puedo hablar mucho del asunto. Dejémoslo en que lo mató.

Pensó que aún no había corrido la noticia del intento de suicidio de Cova sino sólo de su internamiento; en cuanto se supiera, la ciudad iba a ponerse en ebullición. Lo que le desconcertaba es que nadie, y su primo se lo estaba corroborando como uno más, se explicaba un asesinato tan inesperado como incomprensible. De modo que cuando se supiera que la autora era Covadonga y no su padre la conmoción social desbordaría todos los cauces de comprensión de la gente.

—Por cierto, y para tu información —dijo Mariana de pronto—, cruzar miradas lo hacemos todos, hombres y mujeres y sólo significa eso en las personas sanas. Así que no me atribuyas a mí tus bajos deseos.

—Oye, que yo no he dicho…

—No. Lo has representado, que es peor.