¿Qué sería lo que cambió dentro de Covadonga para pasar de ser una mujer sometida y sin la menor autoestima a convertirse en una asesina despiadada? Porque el crimen era particularmente brutal y sangriento, propio de una persona decidida y sin escrúpulos. La tendencia natural a aceptar lo que una tiene ante los ojos es un condicionante permanente en toda investigación. Deberíamos estar advertidos, vacunados contra esta clase de reacciones inmediatas, pero la fuerza de lo que aparece ante los ojos es tan poderosa que muchas veces deslumbra y no deja ver la realidad. Ahora se hacía necesario volver a reconstruir la historia de Covadonga Fernández para saber cómo llegó a matar y a matarse. Lo cierto es que no tenían otra prueba acusatoria que la segunda declaración del padre. El suicidio sugería autoinculpación, pero era sólo una sugerencia que también podía interpretarse de otras maneras.
Un crimen brutal, por otra parte, también podría deberse a un estado de enajenación o de desesperación, lo que admitía la brutalidad, pero no la frialdad ni el crimen despiadado. Mariana cerró los ojos para concentrarse y pensar más desahogadamente. La vida de Cova no tuvo que ser nada fácil: huérfana de madre a los diez años, permaneció junto al padre hasta su boda; Casio Fernández Valle, un hombre atractivo, joven y muy viajero por razón de su trabajo, no era precisamente el modelo de padre atento y dedicado; sin duda debió de querer mucho a la niña, pero de ella se ocupó el servicio, especialmente Angelina, que la siguió a su nuevo hogar de casada aunque esta vez sólo como asistenta por horas. Lo que afectara al espíritu de Cova quizá se lo pudiera explicar la vieja criada, no el padre. En todo caso, la evidencia era el estado de infelicidad, el miedo a vivir, la necesidad de sometimiento de Cova. La niña callada y tímida se lo guardó dentro, aprendió a sobrevivir sin llamar la atención y, para colmo de desastres, acabó cayendo en manos de un maltratador. Era cierto que nunca recibió daños corporales, castigo físico. La opinión de los médicos que la habían recogido tras el desgraciado asunto del suicidio no dejaba lugar a dudas, lo que coincidía con la información de que el maltrato fue de otro orden; fue psicológico: más refinado y más destructor que el físico. Quizá Jaime Yago pudiera aportar algún dato significativo sobre su amigo Cristóbal; de hecho ya le había preguntado sin llegar a obtener información de importancia porque se evadió del interrogatorio respondiendo con estudiada vaguedad y haciendo tan sólo consideraciones generales, pero si él no tenía por qué saber nada del asunto en concreto, bien podría darle pistas acerca del carácter y el comportamiento de Cristóbal, todo era cuestión de insistir con un poco de destreza.
En verdad, la reconcentrada e irresoluta Cova era la víctima perfecta para un maltratador. Lo curioso es que su padre no se percatara de esta posibilidad. Casio parecía hombre inteligente y cultivado; no un intelectual, desde luego, pero sí una persona dotada de buena cabeza. Debió de haber previsto lo que podía ocurrir o realmente estaba en la luna, muy lejos de tener influencia sobre su hija. La entregó en matrimonio sin pensar en más. ¿Quién se decidió a dar el paso, ella o Cristóbal? Sin duda Cristóbal. ¿Qué parte tuvo en esa decisión Cova? O bien ella tomó, aunque fuera por una breve temporada, las riendas de su vida o bien fue Casio el que entregó su mano y ella se limitó a aceptar. En este último caso, ¿pretendía quitársela de encima, librarse de una paternidad que ya consideraba clausurada? Era evidente que Casio se consideraba un hombre libre, no sujeto a ataduras de ninguna clase y que vivía así con todas sus consecuencias. Lo que vino después pertenecía a la más estricta observancia del matrimonio tradicional: una hija, la pequeña Cecilia; era tan cumplido el hecho que casi cabía pensar si no se casarían de penalti, como se dice en español de calle. La verdad es que podría ser una explicación: Cristóbal sale con la chica, la embaraza y las convenciones obligan a la boda. Esta actitud ya no circulaba como moneda corriente, al menos en las grandes ciudades, pero G… no lo era tanto como para proteger a sus habitantes con el anonimato. En fin, siempre podía echar cuentas a ver qué salía.
Mariana empezó a considerar la posibilidad de reinterrogar a los miembros de la familia Piles. El padre parecía receptivo; con la hija, Ana, se entendía mejor por la cosa de la edad. El hueso era Ana María, la madre, esa gallina feroz dispuesta a proteger a su hijo incluso del gallo del corral y no digamos ya de intrusas como Mariana. Las insinuaciones de Joaquín acerca de la mala crianza del hijo y la dureza excesiva con la hija le daban pie a pensar que, efectivamente, tuvo que ser la madre la principal responsable de la malicia del hijo, esa malicia egoísta e insolidaria propia del consentido. El padre mantenía el tipo a duras penas y la hija los detestaba a ambos aunque por distintas razones, pues era perceptible una suerte de compasión por su progenitor, al que mudamente reprochaba su blandura y su indefensión. «Debe de ser muy duro —pensó Mariana— ver cómo te echan de casa», porque eso fue el internamiento de Ana; la alejaron con la excusa de que era una niña indomable y la realidad, que ella debió de percibir con esa fuerza de convicción que sólo un adolescente sabe sufrir, es que la abandonaron en manos de terceros, unos terceros seguramente tanto o más faltos de compasión y de comprensión que los padres, para poder dedicarse al niño, a Cristóbal, al tesoro de la casa. Mariana también hubiera odiado a su padre en ese momento si le hubieran hecho algo así aunque, en su caso, el martillo fue el padre por su dura y rígida mentalidad de español castizo; en cambio, la madre hizo con ella de parachoques y solía recogerla por detrás del conflicto para restañar las heridas, siempre morales, nunca físicas; su padre jamás se hubiera permitido ponerle la mano encima.
De repente Mariana sacudió la cabeza al percatarse de que se encontraba en su despacho y ante su mesa y con muchos asuntos que despachar de cara a las vistas que había señalado para el día siguiente. Se preguntó si el caso Piles le estaría absorbiendo en exceso; al fin y al cabo, por más que no fuera corriente un caso de asesinato tampoco se trataba de perder la cabeza por él. Pero sí, le intrigaba, le interesaba enormemente, quería hacer una instrucción perfecta. ¿No quería ella acabar algún día como titular de un Juzgado de lo penal? Este caso no lo iba a juzgar ella, por supuesto, pero en cierto modo era una concurrencia de lo más atrayente con un delito penal, una ocasión estupenda no tanto para lucirse hacia fuera, que también, sino, sobre todo, para lucirse ante sí misma.
Antes de ponerse a resolver su trabajo pendiente tomó la decisión de volver a interrogar por separado a los tres miembros de la familia Piles. Si los citaba a un interrogatorio formal conseguiría intimidarlos; quizá su primer error fue llevar a cabo los primeros interrogatorios de manera informal; los citó en su despacho, sí, pero sin la formalidad conveniente. Ahora, el radical cambio de rumbo de la investigación exigía cambiar de procedimiento. El error —reconoció con fastidio— provino de la declaración inicial de Casio Fernández. Era una confesión tan clara, tan sin fisuras, que se confió. Pensó que sólo quedaban pequeños flecos por coser. Lo que más le molestaba era, además del tiempo perdido, su propia pasividad, la pachorra con que se había tomado el asunto. Como era una perfeccionista se sentía doblemente pesarosa, casi humillada. ¿Qué iba a pensar de ella el inspector, con ese permanente punto de guasa pintado en su inquieto rostro de roedor? ¿Qué diría el fiscal, quien le manifestó su confianza e incluso dejó a su arbitrio la decisión de prolongar la instrucción para cerrarla (y ahora se avergonzaba de haberlo dicho así) sin dejar un cabo suelto? «¡Valiente pretenciosa!», pensaría el fiscal ahora. Era intolerable, intolerable, intolerable y en este momento se odiaba por su presunción.
«Está visto que una nunca aprende; por más patas que meta, nunca aprende», se reprochó airadamente. Sentía un placer malsano en recriminarse de esa manera porque, en realidad, se estaba desahogando. Todavía mantuvo esta actitud durante unos minutos, puesta en pie y paseando agitada por la habitación; luego se paró en medio del despacho.
—Muy bien —dijo en voz alta, hablándose con energía y decisión—. Ya has echado a los demonios fuera. Ahora toca ponerse a trabajar.
Llamó al secretario para dictar las órdenes de comparecencia de los Piles. Pidió que advirtieran a Angelina, la criada, de que esa misma tarde se pasaría por la casa para hablar con ella y con la niña. Habló con el fiscal sobre la conveniencia de dejar en libertad con cargos por encubrimiento y simulación de delito a Casio Fernández Valle y finalmente se comunicó con el inspector Alameda para transmitirle el acuerdo de registro e incautación de pruebas de las propiedades personales de Covadonga Fernández que considerase necesarias para la investigación. Y hecho todo esto, se sentó por fin a la mesa para ocuparse del resto de asuntos que tenía entre manos.
La primera noticia de importancia vino por vía del inspector Alameda. Había dado con la farmacia donde Covadonga compraba habitualmente sus medicamentos.
—No me felicite porque no ha sido cosa mía. La farmacéutica se puso en contacto con nosotros. El asunto es el siguiente: Covadonga, que, como sabe, se automedicaba, acudía siempre a la farmacia que está al final del paseo. Lo que le ha dejado en coma es una mezcla de Stilnox, que es un barbitúrico de nuevo cuño que ella tomaba, y uno un poco más complicado, el Halción 0.5; este medicamento, una benzodiacepina, se vende bajo prescripción médica, pero a veces, como ella es clienta, si necesitaba algo con prisas se lo daban con la promesa de que trajera la receta al día siguiente, cosa que siempre cumplió. Esta vez la farmacéutica se quedó un poco mosca, y con razón. Para que usted se haga una idea, bastan tres pastillas de cada para mandarte al otro mundo; pero, como era clienta habitual y siempre bajo receta, tampoco se alarmó. Luego, hoy, al enterarse de la noticia se le cayó el alma a los pies y, por fortuna, decidió llamar a la Comisaría para poder comunicar el retraso. Estaba muy preocupada, naturalmente, por dispensar el medicamento sin receta, pero, en fin, le he prometido hacer la vista gorda. O sea: que se suicidó sin lugar a dudas. Ahí tiene usted la intención.