El nombre completo de Vicky era el de María Victoria Laparte, cincuenta y dos años, nacida en un pueblo de la comarca de El Bierzo. Tal y como suponía Mariana, tenía a sus espaldas una vida un tanto agitada aunque en G… se ocupaba de atender una tienda de modas que provenía de un protector ya fallecido gracias al cual podía llevar ahora una vida corriente y alejada de los tropiezos y sobresaltos de su pasado. Su relación con Casio Fernández, que ella se resistía a concretar, era sin duda una relación abierta en la cual la parte dependiente, o al menos amoldable, era ella y Casio la parte autosuficiente. La imagen que ofrecía Vicky ahora era la de una persona de vida ordenada, casi rutinaria, una amante segura y tranquila para un Casio que, pese a su buena estampa, debía de estar ya de retirada aunque no aparentase los años que llevaba encima. Pero ella no lograba disimular el recelo que le provocaba la Juez; estaba un tanto tensa y escondía algo que Mariana podía detectar, mas no reconocer. Vicky no había tenido inconveniente en explicar en términos generales su relación con Casio en el interrogatorio anterior, lo que facilitaba las cosas. Lo primero que Mariana hizo fue volver sobre la noche del crimen y la cita de Casio con su yerno.
—¿Insiste usted en que esa noche no estaba citada con el señor Fernández?
La mujer asintió con la cabeza.
—Eso es algo —empezó a decir Mariana descuidadamente— que me llama la atención, que sin cita previa usted pasara a recogerle y que, al comprobar que no estaba en su casa o que no quería abrirle la puerta se quedase rondando por allí… ¿Cuánto tiempo me dijo que estuvo?
—No me acuerdo. Creo que le dije que estuve esperando y cuando vi que no aparecía ni había luz en su casa, me fui a la cama.
—Sí, es verdad. Bastante enfadada, me dijo usted. Pero ¿puede calcular el tiempo? ¿Y la hora a la que regresó a su casa?
—No sé, puede que media hora más o menos.
—¿A qué hora llegó?
—Suelo ir a buscarle a eso de las ocho y media o las nueve.
—¿Y esa noche? —insistió Mariana.
—Ponga usted las nueve.
—En vista de lo cual —prosiguió la juez—, usted se da la vuelta a las nueve y media y llega a su casa… ¿a las diez?
—Sí, eso es. Comí algo y me metí en la cama.
—¿Le sucede a menudo?
—¿El qué? ¿Lo de acercarme sin cita o lo de no estar en su casa?
—Las dos cosas. Usted tiene teléfono móvil.
—Sí, pero no me contestaba. Me acerqué porque me apetecía, después de cerrar la tienda fui a tomar un café a una cafetería que hay al lado y, ya estando allí, me apeteció ir a verle. Lo de no estar en casa… en fin, a veces sucede, sí.
—Es raro, ¿verdad? —la Juez la miró con fijeza.
—¿El qué? —la mujer pareció retroceder en la silla; fue un ademán mínimo, pero a Mariana no le pasó desapercibido.
—Parece como si la relación entre ustedes dependiera de la suerte, de la oportunidad de encontrarse, ¿no?
Vicky se revolvió en la silla.
—No. Normalmente quedamos.
—Ah. Eso es lo que me llama la atención. Que esa noche en la que, según el señor Fernández, tenía una cita con su yerno, a usted se le ocurra ir al azar a buscarlo. Ustedes se ven muy a menudo e imagino que debe de estar bastante al tanto de sus pasos, aunque él sea muy independiente.
—Él no me dice todo lo que hace.
—Ya, pero esa noche era jueves, el fin de semana estaba a la vista… es normal que se citasen. Hoy en día los jueves ya son día de salida con mucha frecuencia. Verá usted, me gustaría que fuese sincera conmigo porque yo creo que él le advirtió de que esa noche no contaba con usted e incluso creo que usted estuvo rondando su casa mucho más tiempo del que confiesa haber estado porque… ¿porque le intrigaba la cita de él, quizá?
La mujer apretó primero los dientes y luego, ante la mirada inquisitiva, pero cordial de Mariana, se ablandó.
—Sí, es verdad, me dijo que esa noche no podíamos salir.
—No le dijo por qué y eso le picó, ¿verdad? El señor Fernández era independiente, sí, no misterioso.
—Me extrañó, es verdad —lo dijo a media voz, como rehuyendo a Mariana.
—Y entonces decidió acercarse a la casa de su yerno recorriendo todo el paseo de punta a cabo —concluyó Mariana con gesto terminante.
Vicky se agarró a ambos brazos de la silla ahogando un grito de sorpresa.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque era evidente. ¿Le encontró usted?
Apenas repuesta del sobresalto, Vicky se tomó unos segundos para contestar.
—Sí… No… Me encontró él a mí. Yo estaba adelantada, o sea, no estaba delante de la casa sino en el cruce de la calle y me vio de lejos y no me pude esconder. Yo…
—¿Qué hora sería? ¿Las diez? ¿Las once?
—Lo que tardé en llegar. No miré la hora. Las diez y media, puede. O las once.
—¿Qué ocurrió después?
—Se puso furioso. Me hizo dar la vuelta y caminamos un buen rato hasta encontrar un taxi y me mandó a casa. Yo sólo quería que me explicase y a pesar de todo me dijo que estaba citado con su yerno, que era un asunto de familia y que yo no pintaba nada allí. Creí que me iba a pegar.
—¿Lo ha hecho alguna vez?
—No. Nunca —se encogió ante la mirada de Mariana—. O sea, quiero decir, con la intención de atacarme —la mujer se atribuló aún más—. Ya sabe usted, con maldad.
—No, no sé —cortó enérgica Mariana—. Explíquemelo.
—Es que… —la mujer estaba verdaderamente turbada—. Ya sabe, en las relaciones, o sea, en la cama, a veces… Pero consentido, ¿sabe?, por gusto…
—Déjelo —cortó Mariana—. Su relación con él no es de mi incumbencia. En esas cuestiones cada uno tiene sus propios intereses y yo ahí no juzgo. Sigamos, pues. Él la mete en el taxi y se vuelve a casa de su yerno.
—Supongo que sí. Yo estaba tan avergonzada que ni miré atrás.
—Bien. ¿Qué hora sería? ¿Las once y media?
—Sí. Puede. Eso sería.
Mariana se quedó en silencio, meditando. En el rostro de Vicky aún se pintaba la sorpresa por el modo en que le había sacado la información. El silencio le vino bien para calmarse y reacomodarse en la silla.
—Tendría que haberme dicho todo esto la primera vez que hablamos usted y yo.
—Tenía miedo. No sabía nada de él. No sabía si iba a perjudicarle.
—Y a la mañana siguiente, cuando se enteró del crimen, no se debió quedar sólo preocupada como me dijo entonces, sino mucho peor, ¿no es así? Pensó que él lo había matado esa misma noche, ¿verdad?
—Estaba muy asustada.
Mariana se quedó contemplando a Vicky y volvió a sentir una vaga simpatía hacia ella. No creía que estuviese implicada en el asesinato aunque era consciente de que en su interés por hacerla hablar había forzado mucho sus respuestas y, en cierto modo, las había dirigido a un fin concreto que estaba en su mente desde antes. Pensó también en los gustos eróticos de Casio y ella. Sin duda, en lo que ella había dicho a medias, el activo era él y la pasiva era ella, pero el gusto bien podía ser compartido. Quizá, debido a su edad, Casio buscaba otros alicientes compensatorios. En todo caso, era muy cierto que en ese terreno primaba la intimidad, pero no dejó de sentir un punto de curiosidad por los escarceos de la pareja. Y aparte de eso, las piezas empezaban a encajar mucho mejor. ¿Por qué diablos no se dio cuenta del estado en que se encontraba Covadonga? En ningún momento —se reconoció francamente—, en ningún momento llegó a pensar que ella pudiera haber matado a su marido; y tampoco que fuera a cometer suicidio, aunque esto último quizá entrase dentro de lo posible en un cuadro depresivo de alta intensidad, si es que había llegado a ello. Pero no; ella amaba a su niña, nunca la dejaría sola.
—Una última pregunta: ¿por qué se puso usted sarcástica cuando le pregunté si Covadonga era sumisa con su marido?
—¿Yo? ¿Yo hice eso? —se quedó pensando aunque Mariana sospechó que sólo trataba de ganar tiempo—. Lo que quería decir es que le gustaba, ¿sabe?, que no era para tenerle pena. Bueno —reculó al ver el gesto adusto de Mariana—, eso es lo que me parece a mí; de fijo, no sé nada, ya me entiende usted.