El fin de semana de Mariana navegó, en lo personal, entre la euforia y el desaliento. El domingo por la mañana salió de casa de Jaime Yago a primera hora dejándolo dormido, paseó por la ciudad semidesierta, compró el periódico, el pan y un postre de hojaldre y se metió en su casa a ducharse y holgazanear. En el desayuno (un largo y tranquilo desayuno de domingo: zumo, té con leche, pan tostado con aceite y una pieza de fruta), solía dedicarse a leer los periódicos con la calma de la que no disponía el resto de la semana. Siempre comenzaba con la columna de Manuel Vicent, porque le gustaba empezar el día en alto y le llenaba el domingo de imágenes en las que la realidad cristalizaba en una especie de clarividencia entre lírica, cívica y panteísta. Sin embargo, a media mañana se le empezó a encoger el ánimo. Echaba de menos a Carmen porque había sido no sólo su confidente y su amiga leal de los últimos años sino el contrapeso de sí misma, con su impetuosa sinceridad. Echaba de menos esa sinceridad y la confianza con que se expresaba con ella; y al echarla de menos, hurgaba en una carencia que le resultaba dolorosa: el rotundo vacío personal en su relación con Jaime. No se entendía con él por razones intelectuales, evidentemente, pero sí que esperaba más del afecto que debe acompañar a toda relación: una receptividad complementaria del placer físico; y no la hallaba; es más, sabía bien que no la encontraría nunca en él. No era un presentimiento sino una convicción. Es verdad que no se puede tener todo en la vida, aunque sí que se puede aspirar siempre a más. Sin embargo, en este caso era cuestión de lucidez darse cuenta de que los límites estaban marcados. Quizá tuviera que ver con esta sensación de domingo el brusquísimo giro que diera el caso Piles, que la había dejado a la intemperie, aquejada de una desazón que ya desde tiempo atrás no recordaba, una especie de inseguridad desalentada, una vaga zozobra que la devolviera a los momentos más frágiles de su existencia, aquellos que afectaron no sólo a su estructura personal sino también a su confianza profesional; los años del divorcio y la pérdida del bufete, la indecisión laboral, la vorágine de los días mezclados con sus noches…

Almorzó sola, sin ganas, y luego salió a correr. Era un día gris que tenía la lluvia en la punta de los dedos y la gente se refugiaba en las cafeterías o caminaba apresurada por la calle, pero, siempre fieles, unos cuantos corredores y paseantes, perros incluidos, se distribuían a pesar de todo por la playa del paseo. Mariana corrió con ganas de echar afuera su pesadumbre y poco a poco fue recuperando el ánimo, a medida que oxigenaba los pulmones. Era un día templado y lamentó no llevar bajo la ropa su bañador para echarse a nadar porque, al cabo de los años pasados ante el Cantábrico, había perdido el miedo a bañarse en el mar cualquiera que fuese la temperatura del agua. Al llegar al roquedal que daba término a la playa por el extremo este, se detuvo y volvió en sentido contrario, esta vez caminando. Pensó en la pequeña Cecilia. Ana Piles estaría ocupada con ella desde el viernes. Al menos la niña estaba con alguien más que con la vieja criada, que no parecía de natural afectuoso ni persona de recursos. Pero a partir del lunes, ¿qué pasaría con ella? Seguramente la reclamaría su abuelo si lo dejaban en libertad, tendría que hablar con el fiscal sobre este último punto. Lo más llamativo era la actitud de los abuelos Piles. ¡Resultaba tan extraño que no se hubieran volcado con ella!… De no ser por Ana, y tampoco ésta iba a dedicarle el fin de semana completo, la niña se habría quedado sola en la casa, esa casa que cada día se le antojaba más y más siniestra a Mariana en su imaginación. De pronto sintió un escalofrío y se percató de que estaba detenida y hablando interiormente consigo misma, casi en la orilla. Miró al mar y respiró hondo hasta tres veces; luego brincó hacia delante, como si acabara de tomar una decisión, y empezó a correr de nuevo.