Sola en casa, Mariana entró en la ducha, se lavó la cabeza, se envolvió en su albornoz, se secó el pelo, preparó un whisky con soda mientras escuchaba en su reproductor de CD la sonata n.° 3 de Chopin en el piano de Nikita Magaloff y llamó a Jaime Yago para salir esa noche advirtiéndole que no aceptaría un no por respuesta. Era viernes y sólo le interesaba entregarse al placer y el olvido hasta el lunes siguiente, en el que habría de enfrentar el ineludible embrollo en que había desembocado el terrible asesinato de Cristóbal Piles. Cuando las últimas novedades aparecieran en la prensa y convirtieran el crimen en un asunto sensacional, ella se convertiría a su vez en la persona más popular de G…, lo cual le hacía muy, pero que muy poca gracia. Quería trabajar tranquila, sin prisas ni agobios precisamente por lo agobiado que era el asunto. En cuanto la prensa empezara a hacer cábalas no se libraría de esa curiosidad pública que habría de señalarla como el punto de referencia de todas las conversaciones, en especial de las que le afectaban directamente, por el trato con amigos, conocidos, vecinos…
Mientras se relajaba tendida en el sofá, sonó el teléfono. Estaba pensando si a Jaime Yago le interesaría alguna música aparte de la de baile, si sería capaz de llevarle a un concierto, si conocería alguno de los museos de la ciudad, en fin, si sería sensible a alguna clase de manifestación cultural, cuando sonó el teléfono y era su amiga Carmen para recriminarle su silencio de dos semanas. Solían llamarse todos los fines de semana, pero, en efecto, el anterior estaba metida de lleno en el caso Piles y el anterior estuvo dedicada a Jaime Yago porque había sido justo el que pasó íntegramente con él por primera vez, aunque ya se habían encamado previamente. De manera que estuvo un buen rato contándole las peripecias del asesinato hasta que Carmen, que la conocía bien, le preguntó con estudiada intención si no había ocurrido algo más en ese lapso de tiempo y se vio obligada a confesar la verdad (lo que estaba deseando) de su reciente relación con Jaime.
—Mira que me lo sospechaba —dijo.
—¿Por qué? ¿Eres adivina?
—No. Tú eres transparente.
Mariana rió.
—¿Tanto se me notaba?
—Dime, ¿cómo es?
—Es… alto, buen tipo, divertido…
—O sea, un guaperas.
—Sí, pero muy interesante.
—Ya. No me digas. Te has vuelto a liar con uno de esos que te gustan a ti. Un cachas.
—No, perdona. Es otra cosa. Es un tipo elegante, de buen aspecto.
—Quieres decir que no es un macarra…
—¡Y dale con los macarras!
—… ni un gamba de playa. Bueno, algo es algo.
—¿Edad?
—Vaya… como yo.
—O sea que te lleva tres o cuatro años por lo menos. ¿Pelo?
—¿Cómo pelo? Pelo bien.
—¿Peinado para atrás? ¿Ensortijado en el cogote?
—Largo, pero poco; muy bien cortado siempre.
—Ay, madre. ¿Camisa desabrochada y cadena de oro al cuello?
—No, ahí has pinchado. Una cadena de piel trenzada en la muñeca.
—Joder, Mariana. Es que no escarmientas.
Mariana se echó a reír.
—Carmen, cómo te quiero; menos mal que me has llamado. Que conste que te iba a llamar yo. Te echaba de menos.
—Bueno, menos coba. ¿Por qué será que te gusta siempre cierto tipo de hombres?
—No lo sé. ¿Qué clase de hombres?
—Pues eso: guapos y machistas, simpáticos y egocéntricos, de esos que están sólo a ver por dónde la meten.
—Oye, no seas ordinaria.
—¡Huy, ordinaria! ¡Ordinaria como la vida misma! Pero tú debes de tener por ahí escondido un trauma importante.
—¿Y qué si me gustan?
—Pues que tiene mucho peligro esa clase de gente. Sobre todo para ti.
—Perdona, pero yo me sé defender muy bien si llega el caso.
—Estás desorientada.
—No estoy desorientada, estoy sola —la voz de Mariana se crispó—. Sola. Tengo cuarenta y cuatro años y las cosas no son fáciles. No sé qué voy a hacer conmigo —siguió un silencio.
—Oye que yo…
—Yo, Carmen, lo que empiezo a creer es que tengo vocación de tirada.
—No digas tonterías; si tú ya la corriste. ¿Cómo vas a caer en eso?
—Sí, pero me gustó.
—¡Anda ya!
—Que sí; lo que pasa es que cuando te hastías no hay quien lo soporte, pero al cabo del tiempo…
—Vuelven los fantasmas.
—Vuelven las ganas, que es peor, y no te parece tan mal aquello. O te parece mal, pero de otra manera.
—Bueno, no es que eso sea tan grave; al fin y al cabo, ¿a quién le amarga un dulce? Lo que yo digo es que podías variar de sujeto, ¿no? Lo que me preocupa es esa fijación.
—¿Por los chicos malos, como tú los llamas?
—¿Y ese primo tuyo no te puede presentar gente?
—Sí, así conocí a Jaime.
—¡Toma! La primera en la frente. Y el primo ¿qué tal está?
—Oye, sí, qué pegajoso.
—Pues ten cuidado, que son los peores.
—Dímelo a mí, que me acosté con él.
—¿Cómo?
—Un día. Un día. Sólo un día. Por pesado. Salió fatal.
—¡Madre mía!
—Para el carro, Carmen, que no eres mi confesor.
—Por Dios, Mariana, me estás asustando.
—Ya, no me lo digas a mí. Pero ¿qué quieres que haga? ¿Que me meta a monja?
—Yo sólo te digo que pienses en tu posición, porque de cara a la gente, y en una ciudad donde todo el mundo se conoce, todo se acaba sabiendo; de cara a los demás, el conquistador es él y tú la conquistada. Él va detrás de todas y tú no, tú buscas otra cosa; pero esa diferencia no la van a considerar y a ti te van a mirar de manera muy distinta que a él porque eres mujer y juez.
—Vale, pues de perdidos al río —dijo Mariana con firmeza.
—¿Sabes lo que te digo? —explotó Carmen—. Que el próximo fin de semana dejo aquí a Teodoro y me planto en G…
Cuando colgó el teléfono, Mariana se sintió invadida por un fuerte malestar. Por un momento estuvo a punto de anular su cita y quedarse en casa con el whisky y la música, a su viejo estilo, pero al cabo de unos minutos recapacitó, se puso en pie y se dirigió a su cuarto a vestirse para la noche.