A primera hora de la tarde Casio Fernández Valle compareció ante la Juez De Marco. En los últimos ocho días su labor de instrucción se había ido dilatando a causa, sobre todo, de las vistas que tenía pendientes, de las diligencias a practicar y, en general, del trabajo acumulado de otros casos. De hecho, ella habría citado a Casio Fernández nada más regresar apresuradamente del hospital, pero la primera vista empezaba a las diez y luego la mañana se dilató al punto de darle apenas tiempo a tomar un bocado antes de enfrentarse al nuevo interrogatorio. El imputado venía directamente de prisión, pero su aspecto era atildado, sereno y hasta un punto gallardo a pesar de la edad y del lugar de donde procedía. Alguien se había estado ocupando de él en estos días y pensó inmediatamente en Vicky.

El imputado tomó asiento a una indicación de la Juez. Estaban presentes el secretario, el letrado y el fiscal.

—Señor Fernández Valle —empezó la juez—, comparece usted a petición propia en relación con la muerte del señor Cristóbal Piles de la que usted se declaró culpable único, lo que consta en el acta… firmada por usted en fecha… Si entiendo bien, la causa de esta segunda comparecencia es la de establecer una declaración de inocencia respecto del mismo caso. ¿Puede usted explicar la razón por la que ahora se declara inocente de la muerte del señor Cristóbal Piles?

—Señoría —Casio Fernández Valle se pasó la mano por el pelo y después colocó ambas manos en el codo de los brazos del sillón que ocupaba frente a la mesa de la Juez a la vez que se erguía recto contra el respaldo—, comprendo que debe de resultar difícil de entender este giro tan brusco en el caso, pero es la situación la que ha cambiado con la desgraciada… —titubeó— decisión de mi hija Covadonga. Aunque no he podido verla, se me ha comunicado que se encuentra en un coma irreversible y en ese caso me veo obligado, aunque a mi pesar por lo que eso supone para la memoria de mi hija, a declararme inocente de un crimen cuya culpabilidad confieso haber asumido con el exclusivo objeto de protegerla a ella.

—Si no recuerdo mal, señor Fernández —interrumpió la juez—, ésa fue la misma razón que arguyó para declararse culpable.

—Tiene usted toda la razón —reconoció el imputado—. Declaro solemnemente que mi hija Covadonga Fernández fue la única autora de la muerte de su marido y que yo, como padre, decidí voluntaria y conscientemente encubrirla presentándome ante usted como autor del crimen.

—Es usted también consciente, entiendo, de que esa actuación es una simulación de delito.

—Lo soy, señoría, y asumo mi responsabilidad.

—Muy bien —Mariana consultó con la mirada al fiscal que se la devolvió con una leve negación de cabeza—. Puede usted proceder a relatar los hechos…

La deposición de Casio Fernández Valle fue prolija y contundente. Según sus palabras, se había puesto previamente de acuerdo con su yerno en acudir a visitarle después de la cena y llegó a su casa cerca de la medianoche. Entró en la casa con su propia llave, que conservaba, sabiendo que era esperado. Tenía pendiente un asunto de asesoramiento que le había solicitado la víctima y confiaba en que su hija y su nieta estuvieran ya durmiendo para poder charlar tranquilamente, tal y como su yerno le había pedido esa misma mañana. El cuadro que encontró a su llegada fue bien distinto de lo esperado: no halló a Cristóbal en la sala donde le buscó primero y, en cambio, halló la puerta trasera de la casa abierta y, al avanzar hacia ella, descubrió a su hija en el cobertizo sentada junto al cadáver de su esposo. Estaba toda manchada de sangre y tenía un hacha en su regazo. El cadáver yacía tendido de espaldas, por lo que por un momento llegó a pensar que se trataba de un atracador, pero de inmediato comprobó horrorizado que era su yerno quien yacía en el suelo. Apenas llegó hasta su hija comprobó que se encontraba bajo los efectos de un ataque de histeria y tras intentar calmarla la tomó en brazos y se la llevó adentro de la casa. La dejó junto a la escalera, mientras buscaba dónde dejar la ropa manchada y al regresar por ella descubrió a su nieta abrazada a ella. Allí mismo, junto a la cocina, les quitó el camisón y su propia camisa ensangrentada por el contacto, echó la ropa a un lado y subió con ambas al piso alto. Las depositó juntas en la cama de matrimonio, pues no se atrevía a separarlas, sobre todo por la niña, que parecía muy asustada y sólo se le ocurrió dormirlas (a la niña una gota de Tranxilium pediátrico) y acompañarlas hasta que éste hizo efecto. Después buscó una camisa nueva en el armario del dormitorio y volvió abajo a tratar de ordenar el desarreglo y pensar antes de decidir nada. Entonces fue cuando concibió la idea de asumir él el crimen. Preparó la sala de modo que quedara a la vista que él y su yerno habían estado tomando unas cervezas, limpió como pudo las huellas de sangre que le parecieron delatoras, aunque luego se dio cuenta de que sería inútil. Por suerte había dejado su chaqueta tirada en el salón al advertir lo que había en el cobertizo y pudo abrigarse y salir de nuevo al exterior. Tomó deliberadamente el hacha para imprimir sus huellas en el mango y, en efecto, no se durmió, como había declarado la primera vez, sino que estuvo bebiendo, fumando y cavilando (e incluso haciéndose un sándwich en la cocina) mientras repasaba una y otra vez el plan que había maquinado. Sólo temía que su hija, al despertar, confesara el crimen, aunque había previsto en tal caso advertir a la policía que ella no sabría lo que decía a causa de su estado de shock mientras buscaba el modo de hacerle llegar el mensaje de que se mantuviera callada ocurriera lo que ocurriese, al menos hasta que pudieran hablar, en lo que confiaba. Ése fue el único tormento que le acució estando en la celda, pues salió hacia la comisaría sin poder contactar con ella; pero, afortunadamente, ella no habló. El fiscal interrumpió la declaración en ese momento para preguntarle si al fin consiguió transmitir a su hija el mensaje y por qué medio, a lo que el imputado respondió que no; ni el fiscal ni la juez le creyeron, pero dejaron el asunto para más adelante. Al fin, a la primera luz del día, telefoneó a la Comisaría con el plan meticulosamente ensayado. El resto ya era conocido por todos los presentes.

Durante la declaración estuvo sereno, habló lentamente y con propiedad, no se contradijo y mantuvo su apostura de viejo gentleman farmer sin apenas variar de postura, lo que no dejó de admirar a la juez.

—Volvemos a empezar —le dijo al fiscal mientras recogía su cartera y su abrigo.