A la mañana siguiente, temprano, sentada en la sala de espera del hospital de La Paloma, Mariana de Marco apoyó la cabeza en la pared, cerró los ojos y suspiró. Tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse a sí misma de que la situación no se le estaba yendo de las manos. Covadonga Fernández había decidido suicidarse. ¿Por qué? Incomprensible. La mujer abatida que ella había conocido poco antes era una mujer disminuida y deprimida, pero no una suicida. ¿Por qué lo sabía? Porque en ningún momento dejó resquicio alguno a pensar que podría tomar una decisión así, sobre todo estando la niña de por medio. Pero si, por un exceso de celo pesquisidor, se animara a pensar en una mano ajena… no podía pensar en otra persona que la vieja criada, lo que era un disparate. ¿Quién iba a querer envenenar a Covadonga y por qué? ¿Para qué? ¿Y por qué su intuición le movía a desconfiar del suicidio? Ahora bien, una dosis como esa de barbitúricos no se toma sin conocimiento de lo que se está haciendo. Lo cual la devolvía a la tesis del suicidio, que se resistía a aceptar aunque para sostener semejante convicción sólo dispusiera, de momento, de sus impresiones personales. Por más vueltas que le daba no conseguía salir del atolladero: era imposible y había sucedido. Ahora estaba en coma y, desgraciadamente, los médicos se mostraban muy pesimistas y no estaban nada convencidos de que pudiera salir adelante, aunque mantenía sus constantes vitales.
Sin saber qué hacer, sin ganas de continuar con una instrucción que se estaba convirtiendo en el relato despiadado de la destrucción de una familia, Mariana se limitaba a estar allí, en la sala de espera, sola. Nadie había venido a interesarse por la mujer. Ni amigos, ni los padres de su marido, ni Ana Piles, de quien Mariana hubiera esperado un gesto. Nadie. Tampoco la hermana monja de Casio, que parecía haberse refugiado en lo más hondo del convento, ni la otra hermana, que seguía en Canarias, aduciendo el peso de su extensa familia isleña.
«El defecto más grande de la Vida —pensó Mariana— es su incapacidad de conmoverse, su indiferencia perfecta; es su defecto único y total. Ni siquiera es cruel, o dañina, u ofensiva, no, ni mucho menos amable o risueña. Unas veces parece inclinarse de un lado y otras del otro, pero en realidad su rumbo es recto, ciego y sordo y nada de lo que nos sucede le afecta en su comportamiento. Es al revés, somos nosotros los que al ir embarcados en ella sufrimos alteraciones, emociones, daño y alegría, placer y dolor. La vida es el agua de un río alrededor del cual amamos y sufrimos con nuestra condición mortal a cuestas. Unos lo navegan y otros se establecen en las orillas del río porque el agua es, justamente, la fuente de la vida. El agua pasa y nosotros con ella, pero el agua carece de conciencia, de sentimientos grandes y pequeños, de intención y de final: ésa es su inhumana perfección, su perfecta indiferencia. Y nosotros somos criaturas del azar, como esa pobre niña, Cecilia, una inocente. Es cierto que todo niño tiene que construir su propia historia, tan cierto como que ninguno de ellos es responsable de lo que de malo o de bueno le sucede en ese inicio de su camino por la vida en el que, sin embargo, se está moldeando su figura y su destino. A la vida le importa bien poco la inocencia, pero resulta atroz comprender que es el azar, con la aquiescencia muda y distante de la vida, quien se ceba en la inocencia como el depredador con su víctima, del mismo modo que vemos suceder a menudo esos documentos visuales de la vida animal que muestran a la leona adulta devorando a la cría de antílope. Apenas nacidas, las criaturas inocentes comienzan a percibir el miedo y la pérdida junto con el amor y la dulzura, pero los ingredientes mezclan mal en el desamparo y hay que aprender a elegir y a defenderse tan pronto… ¿Qué vida se dispone a construir la pequeña Cecilia si ya está siendo zarandeada como el cervato por los terribles cazadores que le han dado alcance? El padre muerto, la madre en coma, el abuelo asesino. ¿Cuál es la expectativa de esa niña?».
Mariana se cubrió la cara con las manos, desconsolada y abrumada. Luego respiró hondo y contuvo las lágrimas, que ya estaban asomando. Acto seguido, como si deseara romper con la emoción a flor de piel, se levantó y anduvo por la sala. Luego se dirigió a la habitación donde reposaba Covadonga. La visión de la mujer, sola y entubada, no le ayudó a mejorar su estado anímico. Se detuvo al pie de la cama y la contempló desolada. No sentía pena ni tristeza, sólo desolación. «Habiendo vivido en el silencio —se dijo pensando en Cova—, ahora el silencio se ha apoderado de ella para siempre. ¿Cuál habrá sido la historia de esta mujer? —se preguntó—. ¿Qué clase de infancia tuvo que vivir para acabar siendo la especie de trapo humano en que se había convertido en las manos de Cristóbal Piles?». No se le había ocurrido hasta ahora pensar en ella como niña aun teniendo a la vista el ejemplo de Cecilia. Y en cuanto a ésta, ¿qué cosas habría visto en aquella casa torcida? Si su información era cierta, aunque ahora ya dudaba de todo, la niña adoraba al padre y, sin duda, amaba a su madre aunque fuera tan distinta, quizá porque comprendiera y asumiera su debilidad. Un niño ama a quien le protege, ¿protegería Covadonga a su hija como una madre ha de hacerlo pareciendo incapaz de protegerse a sí misma? Ella estaba segura de que era así. Preguntas, preguntas, preguntas. Demasiadas preguntas, como dijo el inspector Alameda. Mariana se encontraba en la extraña situación de tener un caso prácticamente cerrado entre manos y estar afectada de una profunda sensación de inseguridad. Cada hora que pasaba le parecía que la realidad se volvía más turbia y que había un algo detrás de toda esta historia, un plano inquietante en el que se movía una vaga representación fantasmal semioculta, una representación que pugnaba por colocarse delante de la realidad de los hechos para contar una historia distinta.
Era como la imagen de la casa. En su primera visita, el día en que acudió al atestado, le pareció una casa descuidada, sin más. En la segunda visita, cuando fue a interrogar a Covadonga, la sensación ominosa de casa que se ha torcido y comprimido por el efecto de una atmósfera rancia y sombría la envolvió de manera evidente. En su primera vida fue un hotel de indiano. Después, en plena guerra civil, lo adquirió un oscuro personaje, un alemán salido de no se sabe dónde, que la habitó permanentemente desde el año 45 y a quien se la compró Casio Fernández Valle a mediados de los años sesenta. Al parecer hizo obras en ella porque encontró una extraña decoración que prefirió borrar y, de paso, redistribuyó habitaciones. Ésa fue la única vez que se tocó la casa y desde entonces hasta la actualidad fue adquiriendo ese aire de descuido que mostraba ahora y que indicaba que sólo se habían ocupado de ella lo imprescindible para que no se viniera abajo. La verdad es que producía una sensación extraña, pues tanto Cristóbal como Covadonga eran personas con suficientes medios como para permitirse tener la casa perfectamente atendida; por lo tanto, sólo cabía conjeturar que, por alguna razón a primera vista incomprensible, ninguno de los dos le tenía aprecio ni consideraba el confort y la estética como un bien principal.
Y así es como la sensación percibida por Mariana de que en todo este caso había una realidad presente en primer plano y una representación fantasmal y desquiciada que sólo se dejaba ver en forma de sombras indiscernibles en segundo plano, la sensación de extrañeza y opresión que encerraba la casa por dentro y de abandono y decrepitud por fuera (manchas de humedad marcadas por el tiempo, tejado plagado de hierbas, pérdida de color…) creaba en su conjunto esa imagen de torcimiento que tanto le impresionó al visitarla por segunda vez. Lo que, de nuevo, le devolvía a Cecilia. ¿Qué clase de vida de hogar podía hacer esa niña allí? Cecilia había visto demasiado en muy pocos días; había visto de golpe lo que a cualquier adulto quizá le lleve toda una vida recopilar y entender y ella lo estaba interiorizando con seis años de edad. Lo estridente era la dura emoción con la que se manifestaba al exterior que ninguno de los dos, padre y madre, quería vivir en aquella casa; uno se escapaba de ella cuanto podía y la otra la ignoraba desde dentro; y mientras tanto, la casa seguía estando habitada sólo porque en algún lugar había que poner el cuarto de la niña. Todo lo cual era insoportable y, sobre todo, era injusto.
«Pero aquí —pensó Mariana— entraba otra vez la vida, esa vida fría y distante que ni se digna a mirarnos a nosotros los humanos». Ella se había dicho: «Esto es injusto». «¿Qué es injusto? —se preguntó a continuación—. La justicia es un acuerdo entre los hombres, no una propiedad de la vida. En ese caso, ¿por qué hablamos de que la vida es justa o injusta? ¿Qué tiene ella que ver con un concepto que le es ajeno por completo?». Y, sin embargo, Mariana, pensando en la situación de Cecilia, había dicho: «Esto es injusto». ¿Qué es lo que quería decir, en realidad? Entonces lo vio con claridad: quería decir que era una situación que se debería corregir, que se debería poder corregir. La Justicia era un acuerdo para discernir, pero también para corregir; lo mismo que la educación. Mariana creía en el esfuerzo y en la educación como normas de conducta y como forja de un carácter. No era algo aprendido en clase sino por sí misma, la conclusión que se hallaba detrás de su propia figura y de su propia conciencia. «Los modos de llegar a estas conclusiones son tan inesperados e incluso azarosos —se dijo— que a menudo una se siente tentada de creer en el destino cuando no hay otro destino que nuestra propia voluntad. Sí —continuó luego—. Eso díselo al niño que nace en una aldea africana o en el corazón de la calle en América Latina.
»Y, sin embargo, elegimos. Siempre elegimos. También se elige no elegir. También nos encontramos a veces en la disyuntiva de elegir entre la peste y el cólera. Pero elegimos, aunque —se dijo cansinamente— estos pensamientos me están acercando a la discusión entre Agamenón y su porquero que con tanta retranca —recordó— expuso en su día Antonio Machado».
La corriente de pensamientos se cortó al aparecer en la sala de espera el inspector Alameda. Por el gesto malicioso de su cara, Mariana comprendió de inmediato que algo extraordinario sucedía y se puso en pie.
—Creo que será mejor que se siente —dijo el inspector acompañándose con una explícita indicación del brazo— porque le traigo un titular de primera página.
Mariana no reprimió un gesto de impaciencia.
—No se ponga teatral, inspector, y dígame lo que sea.
—Muy bien, ahí va, yo se lo advertí —se veía a las claras que estaba disfrutando, lo que impacientó aún más a la juez—. El señor Casio Fernández Valle se declara inocente.
Mariana abrió los ojos de par en par.
—¿Cómo dice usted?
—Lo que oye: que Casio Fernández Valle se declara inocente.
—Pero, pero… —tartamudeó Mariana— eso no es posible. Firmó una declaración explícita punto por punto.
—Se retracta —el inspector hizo una pausa que exasperó a Mariana. ¿Por qué ese modo de decir las cosas? ¿Estaba disfrutando con su desconcierto?
—Escúcheme, inspector —le advirtió—, hábleme con orden y claridad o usted y yo vamos a tener un problema.
—Hecho —se plegó el inspector—. Casio Fernández lo plantea así: fue Covadonga quien mató a su marido. Yo la he encubierto hasta la desgracia que ha sucedido hoy, en que ya no tiene sentido seguir haciéndolo. Punto final.
Mariana, estupefacta, ni siquiera reparó en el aire de reto de la contestación anterior. Ahora sí se sentó, como si la hubieran golpeado, y permaneció muda durante el lapso de un minuto al menos. Todo le daba vueltas. Habría esperado cualquier noticia excepto ésta. Su perplejidad era absoluta.