Mariana subió las escaleras con tiento para evitar que las maderas chirriasen. Avanzó hacia el cuarto de la pequeña Cecilia. La puerta estaba ligeramente entreabierta y asomó la cabeza con tiento, sujetando la hoja de la puerta con la mano. La empujó poco a poco, sigilosamente, y se coló en la habitación. Estaba en penumbra a causa de la luz de la luna que penetraba por la ventana, por lo que pudo orientarse sin dificultad. Abajo se escuchaban ruidos apagados y de pronto sonó la kettel donde se hervía el agua. El ruido del vapor escapando, aunque atenuado por la distancia, la inmovilizó. Al cabo de unos segundos se animó a avanzar hacia la cama. La niña dormía boca arriba respirando por la boca y se entretuvo en contemplar el pequeño bulto envuelto en sombras.

—Pobrecita —susurró—. Pobrecita.

Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Había una sillita infantil cerca del lecho y encogiéndose se sentó en ella mientras buscaba su pañuelo llorando en silencio. Hizo un poco de ruido al revolver en el bolso. El pequeño bulto se estremeció y volvió a quedar quieto. Mariana no se dio cuenta al principio, pero al cabo de un rato, cuando se hubo secado y meditaba apesadumbrada sobre el destino de la niña, le dio un vuelco el corazón. En el silencio y la inmovilidad absoluta, la niña la estaba mirando. Lo supo al distinguir en la oscuridad sus ojos grises abiertos de par en par; los distinguió grises porque a la luz de la luna tenían un brillo acerado. Una manecita asomaba por encima del embozo, como un saludo.