La noticia saltó en plena noche. Mariana ya dormía cuando sonó el teléfono.
—Señora Juez, le habla el inspector Alameda. Perdone que le llame a estas horas, pero el asunto es de gravedad: Covadonga Fernández ha intentado suicidarse. La encontró la vieja criada, que ahora se queda en la casa también por la noche, y la han llevado al hospital. No ha muerto, pero está en coma profundo, parece que irreversible. Voy para allá.
Mariana sintió cómo el corazón le golpeaba en el pecho.
—Yo también voy. ¿Puede recogerme? —en medio de su nerviosismo se coló el recuerdo de las características de conducción del inspector y reculó—. Mejor no, mejor voy yo por mi cuenta para… para tener más libertad de movimiento. ¿En qué hospital está?
—La Paloma —contestó lacónicamente el inspector.
—Muy bien. Allí nos encontramos.
Se vistió con prisa y apenas si trató de componerse ante el espejo. Sentía un malestar general del cuerpo que no lograba localizar ni atribuir, salvo por la aparición de una oquedad en el estómago de la que parecía irradiar toda la perturbación que padecía. Bajó a la calle, localizó su coche y lo puso en marcha. Y, en ese momento, una imagen inundó su mente.
—¡Dios mío! ¡La niña!
Sin pensarlo dos veces, torció por la primera calle que pudo y se dirigió hacia el Paseo Marítimo. Por la amplia calzada apenas transitaban automóviles, así que condujo rápido y atenta a las bocacalles. Cuando llegó al final, cruzó el puente, enfiló la carretera que llevaba a la Colonia del Molino y se detuvo ante la primera casa. Mientras caminaba hacia la puerta, telefoneó al inspector Alameda.