Mariana se despojó del chándal y lo tiró en el asiento trasero del coche. Estaba orballando y pensó que era preferible recibir el agua sobre la piel que cargar con el peso de la ropa mojada. Allí mismo, protegida por la lluvia que empañaba las ventanillas, se calzó un pantalón de deporte que guardaba para los días más calurosos y se dejó puesta la camiseta sin mangas que llevaba debajo. Luego echó a correr, cruzó la calzada, remontó la acera del Paseo Marítimo hasta el extremo oeste de la playa y tomó la escalinata para descender a la arena.
Las diminutas gotas de agua golpeando como minúsculos alfilerazos sobre la piel le produjeron una impresión estimulante aunque en seguida se dio cuenta de que había cometido el error de no coger un gorro impermeable, pero siguió corriendo. Pensó que volvería a casa a ducharse y lavarse la cabeza. Esa mañana quería acudir de nuevo a la casa de Covadonga, no sólo por ver si había mejorado su estado anímico y podía hablar con ella sino también por ver a la niña. La niña le preocupaba. Había intentado contárselo a Jaime Yago la noche anterior y desistió en cuanto comprobó que era absolutamente insensible a ello, lo cual le produjo una cierta desazón. La verdad era que, aunque no salía con Jaime para poder hablar de los problemas de la condición humana, eso no quitaba el que hubiera agradecido un poco de atención. En todo caso, a medida que las consecuencias del desastre familiar se iban asentando en el escenario humano que les correspondía, la inquietud de Mariana por el estado emocional y personal de la niña aumentaba progresivamente.
Por la playa apenas si se veía a un par de corredores más. También había un tipo con chubasquero caminando pausadamente mientras un perrillo correteaba a su alrededor; más adelante una neblina acuosa lo difuminaba todo. Mariana corría a buen ritmo pensando que llegaría a un punto de humedad que le obligaría a retirarse si no quería coger un buen resfriado. Al cabo de diez minutos, el pantalón se le empezó a pegar a los muslos. La camiseta, como era ceñida, simplemente se le pegó aún más al torso. A pesar de ello corría agradecida, aliviada de toda preocupación, con la refrescante sensación de hallarse en un óptimo estado de salud. Poco a poco se fue concentrando en la carrera y dejó de pensar en cualquier cosa. Decidió correr media hora al menos, algo más si podía resistir con el agua escurriéndole por todo el cuerpo. La lluvia amenazaba con hacerse más intensa en cualquier momento.
Cuando regresó al coche, se cambió al abrigo de miradas indiscretas. La ropa estaba empapada, incluyendo la ropa interior, por lo que tuvo que quedarse directa mente desnuda bajo el chándal. Nada más arrancar el coche, empezó a llover fuerte. Una vez en casa se duchó y lavó la cabeza concienzudamente, disfrutando del agua caliente hasta que el vaho emuló a la neblina de la playa. Luego se preparó un desayuno vigorizante mientras hojeaba el periódico, se vistió para soportar un día de cielo encapotado y agua constante y volvió a salir a la calle, camino del Juzgado.
El inspector Alameda estaba sentado en un banco del vestíbulo principal fumando un cigarrillo. Mariana se preguntó si el sempiterno abrigo sería impermeable; olía a humedad. Se quitó la gorra al verla aparecer y se puso en pie trabajosamente.
—¿Le ocurre a usted algo?
—Nada. La cosa del reuma.
—No sabía que estaba aquejado de reuma, ya lo siento.
—Sólo cuando llueve. En realidad no es reuma, es una especie de anquilosamiento muscular por la humedad. Se pasa en seguida.
—Ah.
La acompañó hasta el despacho mientras ella se preguntaba qué sería lo que le había llevado allí tan temprano.
—He estado estudiando el asunto… el crimen, quiero decir —empezó—, y me parece que la cosa se está poniendo del color de la hormiga.
—¡Qué me dice, si lo tenía bien claro!
—Alto ahí; yo nunca he dicho que lo tuviera claro sino que parecía claro. Ahora —miró en busca de un cenicero donde apagar su colilla— estoy cambiando de opinión. Los hechos son los hechos. No le quiero adelantar nada, pero cada vez me parece más raro lo que nos cuenta el señor Fernández.
—Vaya por Dios —exclamó Mariana mientras extraía de uno de los cajones de su mesa el cenicero—. Si le oye el fiscal le va a dar un ataque.
—Sí, sí —refunfuñó el inspector—. Usted tómelo a guasa. Algo me dice que va a tener más trabajo del que se esperaba.
—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo: repare usted en el detalle de las huellas halladas en el mango de la hacheta, en el trapo que encontramos con restos de sangre y en las iniciales, esto es una novedad, de la camisa que llevaba el señor Fernández.
—Sí, llevaba sus iniciales bordadas, me acuerdo bien. C. F.
—No señora, no eran C. F.; eran C. P. Tengo la camisa.
—No es relevante —dijo Mariana—. Su camisa original debió de ir a la lavadora junto con la ropa de su hija y su nieta.
—Pues hay que tener cuajo para ponerse una camisa del muerto después de haberlo liquidado.
—Ya —dijo pensativamente Mariana—. La verdad es que está muy oscuro el paso del tiempo durante esa noche. Casio no solamente recoge a las mujeres y las acuesta sino que limpia lo que puede, se olvida de lavar la ropa manchada de sangre, se pone una camisa de su yerno y se queda dormido en la butaca hasta el amanecer —Mariana siempre volvía a hacer este repaso insistente.
—Se olvida de algo: el mango de la hacheta. Lo limpian, suponemos, antes de matar al señor Piles y después aparecen dos clases de huellas, la de la hija y la del padre. ¿Para qué lo limpiaron?
—Para que se viesen bien las huellas. Es una explicación absurda, pero es la única que tiene sentido por sí misma. Ahora bien, como acto es un despropósito.
—Todo esto me huele a chamusquina.
—Poco más podemos hacer, inspector. Yo ya he terminado mi ronda de conversaciones y no veo qué más puedo sacar en limpio. Hay zonas oscuras, en efecto, pero siempre las hay hasta en los casos más claros, sobre todo si te pones a hurgar en la vida de unos y otros. Creo que hablaré hoy con el fiscal y si no tiene ninguna prueba que proponer, cierro la instrucción.
—Supongo que es lo que hay que hacer —dijo el inspector torciendo la nariz como un verdadero roedor—, pero en cuanto al señor Fernández…
—No le gusta, ¿verdad?
—No. Qué quiere que le diga. No me gusta. Además, hay demasiadas preguntas pendientes de contestación.