«¿Será verdad que me gustan los macarras, como dice Carmen?», se preguntó Mariana acodada en la barra del club La Bruja mientras cambiaba unas palabras con el encargado del local. No era el tipo de local que le conviniese a ella, pero Jaime lo consideraba su cuartel general desde la caída de la tarde, razón por la cual se había citado con él allí en ocasiones anteriores. El encargado era un tipo joven y fuerte con el pelo cortado a cepillo, un brillante en la oreja izquierda, todo vestido de negro con camiseta de manga corta y pantalón ajustado. Un macarra, pensó al sonreírle mientras trabajaba con el vaso mezclador. El tipo, desde luego, no ocultaba su interés por ella y a ella casi le divertía el juego por entretener la espera. Debido a la reciente influencia de Jaime se había acostumbrado a tomar un dry martini a esa hora y el encargado se lo preparaba personalmente.
Mariana se preguntó en qué consistiría el trabajo de Jaime porque aún no había conseguido averiguarlo. No era un asunto de trascendencia entre ellos, al menos por su parte, pero había empezado a sentir curiosidad. Cristóbal Piles, por ejemplo, que pertenecía al mismo tipo, aunque menos guapo y con otra planta, al menos pudo justificar sus ingresos como concesionario de una conocida marca de automóviles en la región, independientemente del dinero de familia que manejase. Jaime debía de tener dinero de familia, o al menos eso sugería su aspecto, aunque bien pudiera ser que se hallase ante el último vástago de una historia de dilapidación de patrimonio familiar; sin embargo, sus idas y venidas, su constante ir de un lado a otro, su trajín telefónico y el don de gentes acompañado del abuso de copas apuntaban más bien a una especie de relaciones públicas que vivía de golpes de dinero obtenidos a salto de mata. Allí, en la barra del club La Bruja, ella había conocido, de pasada y siempre de la mano de Jaime, a esa clase de gente que mete y saca su dinero o el de los demás en negocios de moda que son flor de temporada. De hecho no le hacía mucha gracia el local precisamente por eso dada su condición de juez: no eran las mejores compañías para ser vista con ellas; por no mencionar el aire de dudosa intimidad que se creaba a la noche, después de la cena.
«Todos estos sitios son así —le dijo Jaime la primera vez—. El Juez Navales, buen amigo mío —según él, todo el mundo era amigo suyo—, viene a menudo y no por eso sufre su reputación. No te la cojas con papel de fumar, belleza», terminó diciendo mientras Mariana pensaba en la facilidad con que se usaba esa expresión en G…
El encargado estaba dispuesto a entablar conversación, pero Mariana no. «Una cosa es que me vayan los macarras —se dijo— y otra que les tenga que dar cancha a todos». Jaime tenía algo de macarra, ese aire prepotente quizá, pero si lo era, era de otra especie, protegido por la arrogancia y el estilo de la buena cuna. Quizá el toque macarra se lo daba su extraño modo de ganarse la vida y los ambientes que por esta razón se veía obligado a frecuentar. O puede —se dijo— que sea más preciso decir que le gusta frecuentar. Volvió a echar una ojeada al encargado, que se mantenía aparte, pero atento, y decidió que el adjetivo que le convenía a Jaime no era el de macarra: en realidad lo que mostraba —y tenía que reconocer que eso afilaba su atractivo— era un punto canalla realmente arrebatador. De hecho, lo suyo había sido un flechazo; puro sexo, pero flechazo.
Este reconocimiento le impacientó aún más. El mismo local, con sus luces indirectas, las paredes enteladas, los butacones mullidos, la espesa moqueta, la barra acolchada y la música de fondo recreaba una atmósfera de concupiscente densidad. Poco a poco el local se había ido llenando, grupos de hombres sobre todo y algunas mujeres con ellos. El encargado, aunque atento al servicio, no le quitaba ojo de encima. Algunos de los hombres de los grupos masculinos tampoco.
Pero Jaime se retrasaba y eso le producía fastidio. Pensó que estar sentada a la barra tomando su dry martini en solitario le daba un aire procaz, lo cual le incomodaba también. Sin embargo, no podía hacer nada y el local, a esa hora, resultaba agradable; salir a la calle a esperar era aún más inconveniente. Aunque ya no fumaba, echó de menos un cigarrillo con el que entretener las manos; estuvo a punto de pedirle uno al encargado y se contuvo. Por un momento le atacó la sensación de que cualquier cosa o ademán que hiciera no haría sino empeorar su situación. Entonces se abrió la puerta una vez más y apareció Jaime Yago acompañado de dos desconocidos. No le importó, con tal de verlo aparecer.