Victoria o Vicky era una mujer de unos cincuenta años, castigada por la vida, aunque debió de ser una mujer bastante guapa. De hecho, a su edad lo era aún. Había algo a la vez patético y tierno en su modo de pintarse y arreglarse, una resistencia al deterioro semejante a la de esas mansiones que, habiendo perdido el esplendor, lo sustituyen por la tenacidad del recuerdo, que es como el alma de lo que fueron y que persiste incluso en las carencias. Cuando la mujer se sentó al otro lado de la mesa, Mariana dedujo en seguida que, si no lo era ahora, había sido una mujer de vida airada y la contempló con interés. ¿Una mujer redimida, quizá? ¿Por el propio Casio? Le creía capaz. El lado ponderado, construido y patriarcal de este último sugería el grado de comprensión necesario para hacerlo. Victoria miraba al frente, pero no a la juez sino a su mesa, como si los papeles que veía distribuidos por su superficie fueran a revelarle las intenciones de la juez al citarla. Cuando empezó a hablar mostró una voz ligeramente enronquecida y el lado fantasioso de Mariana imaginó noches en vela, tabaco y alcohol. No era sólo una vaga simpatía, también sentía curiosidad por aquella mujer.
Su relación con Casio databa ya de cuatro años atrás. Es decir, que Casio anduvo tres años presumiblemente viviendo solo desde la boda de su hija hasta que conoció a Vicky. Y según testimonio de la mujer, no tuvo una relación fija, o visiblemente fija, desde que enviudó hasta que se encontró con ella. Su pareja hasta entonces fue, en realidad, su hija Cova desde los diez años y la vida sexual la realizó fuera de casa o viajando por el mundo, que es lo que comportaba su trabajo. Pero cuando la hija marchó de casa, ésta se le debió de hacer enorme, razón por la cual la cedió a ella, que se instaló allí con su marido, y él buscó y encontró el apartamento que actualmente habitaba, al pie del Barrio Antiguo. En opinión de Vicky, no era hombre de pareja en casa.
—¿Cree usted que, si no hubiera enviudado, habría acabado por separarse de su esposa? —preguntó Mariana, picada por la curiosidad.
Victoria se encogió de hombros. El detalle no pasó desapercibido a Mariana. Cada uno de los dos vivía en su casa. Vicky en uno de los barrios nuevos. Las suyas eran vidas independientes y quizá Casio había encontrado en Vicky a su pareja ideal en la medida en que sin convivir bajo el mismo techo ni —suponía, al menos por parte de él— necesidad de guardar fidelidad, estaban juntos física y afectivamente. En todo caso, a Vicky no parecía interesarle la cuestión que Mariana acababa de plantearle. Según hablaban, iba creciendo en Mariana la sensación de que la relación entre Casio y Vicky tenía un aire peculiar, algo indefinible y, no se atrevía a confesárselo abiertamente, turbador.
La noche del crimen, Victoria estuvo esperando a Casio por los alrededores de su casa. Aunque esa noche no se habían citado, ella acudió a buscarlo sin avisar y no lo encontró, por lo que decidió esperar; primero en un bar que frecuentaban a veces y que estaba a pocos metros de la casa, después paseando por la calle arriba y abajo. Finalmente, regresó a su piso y se metió en la cama bastante enojada. En todo este tiempo trató de localizar a Casio por el teléfono móvil sin resultado; según el operador se hallaba fuera de servicio.
—¿Llegó a hablar con él al día siguiente?
No llegó a hablar. En realidad no se enteró de nada de lo que había ocurrido hasta que vio la noticia por televisión a la hora del almuerzo. En un primer momento no supo qué hacer. Esa misma mañana continuó telefoneando a Casio y al comprobar que el teléfono seguía desconectado se alarmó tanto que pensó en acudir a la policía. Ella no tenía idea de que hubiese ido a visitar a su hija y a su yerno aquella noche. Mariana se preguntó perpleja cómo era posible que habiendo planeado con tanto cuidado el acto que iba a cometer dejase al descubierto el flanco de Vicky. ¿O lo habría hecho deliberadamente? Pero ¿con qué propósito? Esa noche, en efecto, no se habían citado, pero tampoco habían hecho lo contrario. Según Vicky era frecuente que ella acudiese a su casa y salieran a cenar o a dar una vuelta y luego se quedara allí a pasar la noche; la cita previa no era un requisito indispensable entre los dos. Casio no tenía grandes compromisos de amistad; la única excepción era Vicky, por tanto era la única persona de quien hubiera podido suponer que empezaría a buscarlo, si no aquella noche, al día siguiente; y, sin embargo, mantuvo su móvil apagado. Bien: es cierto que cuando uno mata a alguien lo que más le preocupa no es que puedan llamarle por teléfono; sin embargo, cuando planea quedarse solo para ejecutar ese acto, procura ponerse al abrigo de cualquier interrupción posible.
Mientras mantenía el interrogatorio, una segunda línea de pensamiento fluctuaba dentro de ella. Se preguntaba qué clase de relación unía a Victoria con Casio, es decir, aparte de la obvia. Entre uno y otra había una diferencia de casi un cuarto de siglo. Además, parecía evidente que el dominante era él: la idea de convivir sin atarse procedía de Casio sin lugar a dudas y Vicky transigía sabiendo que nunca darían un paso más allá de ese límite. Quien afectaba mayor libertad era él, pues las citas las marcaba a conveniencia, independientemente de que hicieran planes sobre la marcha. Era cierto que Vicky, a estas alturas de su vida, ya no iba a encontrar un pretendiente para casarse; sin embargo daba también la impresión de estar bajo el dominio de Casio, un dominio del que no se desprendía calor o entusiasmo sino algo más cercano a una agradecida resignación. En otras palabras: no parecía encontrarse ni bien ni mal con Casio, lo suyo estaba más cerca del cansancio de una vida ajetreada y de un confort confiable que debía de compensarle del trato de una persona tan egocéntrica como Casio Fernández. Porque tras los modales educados y la temperancia de éste se escondía un ególatra dedicado fundamentalmente a su propio bienestar. Todo lo que tenía de atractivo y educado lo tenía de turbador. Tras su apariencia, Mariana detectaba un inquietante mar de fondo. Lo detectaba por experiencia propia: conocía muy bien el origen de semejante atracción.
—¿Qué opinión tenía el señor Fernández de su yerno?
La sonrisa con que Victoria acogió esta pregunta puso en guardia a Mariana. No era una sonrisa despectiva, tampoco maliciosa, era más bien un gesto dedicado a ella, un gesto que venía a decir: «¿Es que aún no te has dado cuenta, alma cándida?». Mariana intuyó rápidamente que tras esa sonrisa había, además de un desprecio de clase, toda una información.
—Se llevaban bien —contestó la otra.
—Le agradecería que fuera explícita. ¿Quiere que le repita la pregunta?
—Se llevaban bien —insistió Vicky—. Eran tal para cual. ¿Ya me entiende usted, no? Aunque, eso se lo digo yo, Casio es un señor.
Mariana intentó superar su desconcierto mientras pensaba a toda prisa. ¿Qué le estaba diciendo en realidad?
—Hasta donde yo puedo saber —empezó a decir—, y lo que puedo saber es poco porque hasta el pasado fin de semana yo no tenía ni idea de quiénes eran el señor Fernández y el señor Piles, el primero detestaba al segundo porque se comportaba inadecuadamente con su hija.
Había tratado de evitar la palabra maltratador pero al punto se percató de su error. Vicky soltó una risa seca, corta y estridente y luego la miró con ojos desafiantes. Era la primera vez que veía en ella no a la persona desvencijada y de vuelta de todo que había entrado por la puerta sino a una mujer dispuesta a herir, una mujer que se revolvía sobre su propia condición para asestar un rápido zarpazo, como el gato acomodaticio cuando revela de pronto su condición de felino.
—Esa pobre infeliz era la mandada del otro —dijo por fin dirigiéndole una mirada entre significativa y burlona— pero ella ya venía de estar acostumbrada.
—Era una mujer sumisa, sí.
—¡Ja, sumisa! —saltó Vicky reacomodándose en la silla—. Vaya a saber una.
La perplejidad de Mariana aumentó. Empezó a preguntarse quién estaba jugando con quién, si ella tratando de cercar a la otra con unas preguntas bien elegidas y emitidas en el momento que consideraba adecuado o la otra jugando con respuestas que contenían oscuridades en lugar de claridades. Lo peor para Mariana era que no acababa de saber por dónde iban los tiros; estaba desorientada y temía mostrarlo y concederle aún mayor ventaja a su oponente; porque, en efecto, tal y como se desarrollaba el interrogatorio, Vicky se estaba saliendo con la suya: escapar por la tangente, pero desconcertándole a ella. Y eso era lo más inquietante. ¿Por qué se escurría de ese modo, con esa punta de malicia?
—¿No es cierto que era una mujer de carácter apocado? —preguntó cautelosa.
Vicky descruzó y volvió a cruzar las piernas. Llevaba una falda corta y estrecha y Mariana no dejó de advertir esa estudiada provocación que las mujeres de vida dudosa convierten en natural.
—Sí, era apocada —admitió Vicky como con desgana—. La clásica señora que traga con todo. De todas maneras yo la conozco más bien de oídas.
—¿Alguna vez ha ido usted a la casa de Cristóbal y Cova?
—Una vez… O dos, no me acuerdo. Acompañaba a Casio y, sí, vi a Cova, pero casi ni hablamos.
—Era bastante joven —siguió aventurando Mariana, nada convencida por la respuesta anterior—. Era bastante joven cuando se casó y no había salido de casa, según tengo entendido.
—Ahí está el intríngulis —replicó Vicky.
De nuevo Mariana advirtió un doble sentido en el comentario de la otra, pero no alcanzó a ver su intención.
—Está bien —Mariana decidió dejar de pisar terreno resbaladizo—, dígamelo de una vez: ¿le consta a usted que su marido la maltrataba?
—Yo eso no lo he visto, pero me consta por Casio.
Empezó a preguntarse quién había dirigido esta deriva de la conversación, si ella o Victoria; ya no conseguía recordar qué es lo que había dado pie a que tomara este camino.
—¿Tanto como para que Casio decidiera matarlo? ¿Se lo esperaba usted? ¿Era previsible de alguna manera?
—No —contestó Vicky con gesto serio—. No me lo esperaba. La verdad es que me he quedado de muestra cuando me he enterado. Yo creí que todo eso ya estaba superado.
—¿El qué, lo del maltrato?
—Todo —contestó Vicky lacónicamente, casi como hablando consigo misma. Había vuelto al estado anterior; el felino daba paso de nuevo al gato doméstico.
Mariana desistió de seguir con el interrogatorio. Estaba segura de que durante el mismo había tocado uno o dos de esos botones que abren puertas bien disimuladas, pero necesitaba recapacitar sobre lo hablado. Afortunadamente la citación a Vicky había sido oficial y el secretario había recogido en acta el interrogatorio y haría firmar a la deponente, lo cual le permitiría volver sobre ello con más calma y la cabeza más despejada. Sí, volvería sobre ello porque ahí había algo que ahora se le escapaba. Pero en ese momento tuvo la pesada sensación de que la instrucción no avanzaba, que estaba empantanada y mientras tanto corrían los días sin progreso evidente. No había descubierto nada que añadir a la primera impresión y a la inmediata confesión de Casio Fernández; nada determinante, nada que permitiera pensar que tenía sentido su preocupación por atar bien todos los cabos sueltos. Al fin y al cabo, ¿merecían esos cabos la atención que les estaba dedicando?
Entonces recordó que había dejado plantada a Ana con su sobrina Cecilia en la playa.