El inspector Alameda se presentó de improviso en el restaurante italiano, depositó su inseparable gorra en la mesa y tomó asiento tras pedir permiso con un gesto sobrante, pues evidentemente pensaba sentarse de todos modos. Mariana ni se tomó la molestia de asentir. Por un momento concibió la esperanza de que se despojase del sempiterno abrigo, porque sentía gran curiosidad por saber qué vestía debajo, pero fue una falsa alarma; lo que en realidad ejecutaba era un complicado movimiento por el que acabó de extraer un sobre de plástico transparente de los que se usan para guardar pruebas y que contenía un trapo oscuro cuidadosamente doblado.
—¿Sabe lo que es esto? —preguntó.
Mariana negó con la cabeza. Era un pedazo de tela irreconocible, una especie de retal. En los ojos de Alameda brilló una lucecita de suficiencia.
—Este trapo —empezó a decir— lo encontré en el cobertizo de la casa de los Piles. Estaba a un lado, como tantos otros objetos tirados que había por allí. No habría reparado en él de no haber vuelto, pero esta vez lo vi —hizo una pausa, para acentuar el énfasis—. Como el resto de objetos, no tenía interés, ¿quién iba a fijarse en él? El cobertizo sólo se usó de manera extraordinaria para darle a Cristóbal Piles el golpe de gracia y de todo lo que había por allí el asesino sólo tomó la hacheta… y este pedazo de tela.
Miró con gesto de profunda satisfacción a Mariana durante unos segundos antes de continuar con su exposición. Estaba disfrutando.
—Pero así como todo, aunque desordenado, estaba, por decirlo aprisa, en su sitio, del trapo me llamó la atención que parecía arrojado sin más ni más y se me ocurrió cogerlo y —alzó el dedo índice con afectación— se me ocurrió utilizar antes los guantes de látex y —volvió a alzar el dedo— mira por dónde el susodicho trapo estaba contaminado de sangre; una pizca de sangre de la víctima —precisó.
Mariana cambió su gesto de cómica atención por otro de verdadero interés.
—¿Cómo llegó la sangre y por qué a este trapo? Ésa es la pregunta —prosiguió animadamente Alameda.
—Para la que usted, tal como va de lanzado, ya tiene una respuesta —se apresuró a añadir Mariana.
—No exactamente —precisó enfático el inspector—, pero sí una teoría. Yo creo que este trapo sirvió para limpiar el mango de la hacheta; no la hoja —precisó— sino el mango. ¿Qué le dice a usted eso?
—¿Que alguien lo limpió? —dijo Mariana con su mejor cara de inocencia.
—Hecho. Pero ¿quién y por qué? Para el quién disponemos de Casio Fernández Valle. El porqué es más complicado. Sin embargo, lo más interesante de todo es un segundo porqué: ¿por qué no limpió el filo, sino sólo el mango?
Mariana cambió de cara y dirigió al inspector un mudo gesto de reconocimiento. Mantuvo la mirada sobre la prueba, pensativa, y al cabo de unos momentos la cruzó con la del otro.
—¿Mató a Cristóbal y limpió el mango para borrar sus huellas? —preguntó.
—Ahora viene lo bueno —respondió el inspector—. Recordará usted que en el mango aparecieron huellas de la hija y del padre.
—Entonces… Eso quiere decir que las limpió Casio tras cometer el crimen, tiró el trapo, del cual se olvidó…
—Estaba arrumbado, sería fácil olvidarlo con la precipitación si no se lo buscaba expresamente —apuntó el inspector.
—… La hija, al caer sobre su marido muerto, cogió la hacheta, probablemente en pleno shock y Casio se la quitó de la mano —la duda silenció su voz—. No —rectificó—, ésa no es la secuencia lógica.
—No —corroboró Alameda.
Se hizo un largo silencio sobre la mesa.
—Hay otra posibilidad —dijo por fin Mariana—: Que Casio cogiera la hacheta con el trapo para no dejar huellas y tirase así el golpe. No creo que en ese momento estuviera contando con la posibilidad de entregarse. Luego arroja el trapo entre los trastos amontonados y lo olvida y después, en la confusión, hija y padre vuelven a tocarla y… ahí quedan las huellas.
—Es lo más sensato. Lo explica todo —el inspector lo dijo sin convicción alguna.
—Pero nos falta algo —añadió Mariana, que lo percibió.
—Hay que tener en cuenta —siguió diciendo al cabo de un momento— que a partir de ese paso es cuando se ocupa de la hija y la nieta, recoge la ropa, intenta poner un poco de orden en el salón, va de acá para allá, limpia la sangre del suelo con bastante impericia, trata de dar a todo un aspecto de normalidad, quizá todavía piensa que la agresión pueda achacarse a un agente externo: un vagabundo, un atracador… Y la edad y el agotamiento le juegan la mala pasada de dormirlo en la butaca cuando se sienta para serenarse un poco.
—Sin embargo, confesó en seguida.
—Es un hombre inteligente y con mundo. Contaba con ser descubierto: él mismo nos dijo que a su edad disponía presumiblemente de pocos años más de vida. En realidad, decidió hacer un trabajo para ahorrárselo a su hija el día de mañana y para despejar el futuro de su nieta.
—Menudo despeje —comentó sardónico el inspector.
—Para él, lo era. No pensaba eludir la culpa sino sólo en la mejor manera de dejar el asunto resuelto. No pensaba huir, tampoco. Sería importante dilucidar si lo mató en un arrebato o con toda frialdad, porque pensarlo, lo tenía pensado.
Les habían traído unos cafés que bebieron en silencio.
—De todos modos… —empezó a decir Mariana.
—Sí, a mí tampoco me gusta —terminó el inspector.
—Quizá debería atender a la primera sugerencia del fiscal y dar el caso por cerrado. Tengo la sensación, como usted dijo el otro día, muy groseramente, es cierto —puntualizó—, de que nos la estamos cogiendo con papel de fumar.
—Si hay algo que me fastidia —rezongó el inspector— es tomar café sin fumar. ¿Puedo?
—Puede, puede usted. Ya llegará el día en que lo prohíban en todas partes así que aprovéchese ahora. Por norma, yo procuro que no se fume en mi despacho porque el olor se acumula y es un olor que me molesta, pero aquí es cosa de los dueños del negocio y es un espacio grande, así que no me importa, pero no me eche el humo a la cara.
—Me obliga usted a fumar de costadillo. No resulta muy lucido, pero si no hay otro remedio…