A la mañana siguiente, Mariana seguía arrastrando cansancio a pesar de no haber vuelto tarde a casa, pero se sobrepuso y llegó a tiempo a la cita con el fiscal. Éste entendió las razones de la Juez para continuar la instrucción a pesar de la confesión obtenida. Mariana quería ordenar la secuencia de los hechos sin ninguna duda y le quedaban al menos dos: una, los movimientos de las tres personas vivas que estaban en la casa y, dos, el análisis de las ropas ensangrentadas. No acababa de entender la abundancia de sangre en la ropa de Covadonga.
—Es verdad que se arrojó sobre su marido, según cuenta su padre, al verlo tendido y degollado, pero ¿cómo se empapó de sangre? Estaba boca abajo.
—Es posible que, en realidad, cayera sobre el charco que se había ido extendiendo —arguyó el fiscal.
—Sí, eso es cierto. Ahora bien: al recogerla Casio, evidentemente impregnó la ropa de éste; pero Casio debería tener salpicaduras de sangre en su propia ropa, consecuencia lógica del ataque a Cristóbal. Si se le corta la carótida a alguien de un solo tajo, la sangre debería de alcanzar al que golpea, aunque no tanto como si tajase de frente. Pero resulta que lo que aparece en la ropa de Casio son grandes manchas, no salpicaduras. Tendríamos que pensar que se refrotó en la sangre él mismo, lo cual es absurdo.
—Puede ser que quedasen ocultas bajo la segunda capa; apenas medió tiempo entre el crimen y la aparición de la hija, según creo. En cualquier caso la autoría es inobjetable tras la declaración del imputado.
—Estoy de acuerdo, pero insisto en dejarlo todo bien cosido. Será cuestión de una semana a lo sumo. Aún necesito interrogar a un par de personas —adujo Mariana.
El fiscal se mostró conforme. Era unos pocos años más joven que ella, de trato correcto y le gustaba realmente su oficio. Mariana le apreciaba porque desde el principio demostró ser un buen colaborador, combativo y resolutivo.
—Me parece bien, no cuesta nada atar todos los cabos que están a la vista; y le diré más: me gusta ese espíritu —dijo al despedirse.
En realidad a quien quería interrogar era a la niña, pero no sabía cómo ni en qué momento. Aparte de ella, en la lista estaba Vicky, la presunta amante de Casio Fernández. Y necesitaba trazar mejor el perfil de maltratador de Cristóbal, lo que no es nada fácil —se dijo— porque las huellas que deja el maltrato psicológico no son tan evidentes como las físicas. A lo cual se añadía la circunstancia de que bien poco ayudaba el retraimiento de Covadonga, apenas sin testigos de su propia vida. Para que alguien decida matar —se decía— ha de haber un motivo muy grave: el acto de Casio era un acto tan meditado como desesperado, lo que exigía la contrapartida de un maltrato verdaderamente insoportable y Mariana quería corroborar que esta condición era cierta de toda certeza.
Su primo Juanín, que, como Jaime Yago, pertenecía a ese círculo más bien amplio de hombres de una misma generación y ciudad que si no son amigos íntimos sí se cruzan y encuentran muy a menudo, no pudo aportarle ninguna información relevante. El mismo Jaime Yago tampoco sabía gran cosa de Cristóbal aparte de la que procede del trato superficial, pero hizo un comentario que no dejó de llamarle la atención.
—Mira, yo no me meto en la vida de los demás. Si se ocupa o no de su mujer es cosa suya, sea para lo que sea. Lo que sí te diré es que algo tenía en la cabeza porque no hace mucho me preguntó quién, en esta ciudad, sabía de la vida de su suegro. Estaba muy interesado. Muy interesado. Me pareció raro y te aseguro que ese interés escondía una intención. Lo que no sé es lo que buscaba, pero era un interés que llevaba mar de fondo.
¿Acaso Cristóbal se olía que Casio estaba al tanto de su comportamiento con Covadonga? ¿Era un interés defensivo… u ofensivo? Lo segundo parecía descartable porque el crimen no fue el resultado de una pelea sino una ejecución; ahora bien: ¿temía o sospechaba Cristóbal la venganza de Casio por el maltrato de su hija? ¿Le cogió Casio por sorpresa o la conversación que mantuvieron aquella noche y que acabó en tragedia no fue más que un prolegómeno del asesinato? Y en ese caso, ¿cómo es que Cristóbal fue tan confiado que ni llegó a protegerse del golpe? Nunca se hubiera hecho estas preguntas de no ser por el comentario de Jaime. Cristóbal quería saber algo de la vida de Casio. ¿Qué?
Por un instante sus pensamientos volaron hacia Jaime Yago y sintió que la llegada a la ciudad de G… le había traído suerte. Le gustaba su estilo dominante, su aire inconfundible de soltero libertino de mediana edad, su agresividad masculina, que en el territorio de lo sexual se atemperaba bien con un modo bruscamente acogedor al que ella era sensible, su indiferencia hacia todo lo que no fuera disfrutar de la vida, su inclinación hacia el exceso… y todo ello vivido desde la perspectiva del combate, porque ella sí era combativa y no se dejaba dominar. Le encantaba su agresividad dominante, pero se diría que era por el hecho de ponerla a prueba, no por el de soportarla. Por eso su relación era también agresiva además de parigual y en la agresividad había un punto de encuentro donde la excitación y la descarga la llevaban al límite de su satisfacción. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan entregada y tan dueña de sí misma a la vez.
Cuando ya algunas imágenes de sus encuentros tan recientes se visualizaban en su ensoñación, despertó al punto y volvió a sus preocupaciones del día. Aún sentía en los labios, sin embargo, la sonrisa de reconocimiento con que había acompañado esas imágenes antes de desvanecerse en su mente; y una especie de placentera benignidad con sus emociones, por lo que hubo de hacer un esfuerzo de concentración para regresar a la realidad de su labor de juez.
El primer paso fue localizar al inspector Alameda, que estaba desaparecido y siguió desaparecido. Necesitaba encontrar a la tal Vicky. Después telefoneó a la casa de Covadonga, pero de nuevo la vieja criada anunció que la señora no se encontraba en condiciones de mantener una conversación. Desesperada, se preguntó cómo era posible que careciera de recursos para obtener la información que necesitaba y ya se empezaba a plantear el envío de citaciones en regla, estuvieran los afectados en el estado físico o anímico que estuviesen, cuando se le ocurrió la idea de telefonear a Ana Piles, el único de los partícipes del drama con el que se había sentido en cercanía.
Ana se había instalado en casa de sus padres no a gusto sino por lo inevitable de la situación. No estaba en la casa familiar, pero la localizó en su teléfono móvil. Iba camino de la casa de Covadonga con la intención de visitar a la niña. De hecho dedicaba mucho más tiempo a la niña que a su familia. Mariana intuyó que el acceso a la niña lo conseguiría por intermedio suyo aunque debía darse prisa porque Ana sólo disponía de un corto tiempo de permiso. El padre le había sugerido que pidiera un mes sin sueldo, que él lo cubriría con creces, pero Ana era de su estilo: nada de caridades, cada cual su vida. Si prolongaba el permiso, sería por su cuenta y por decisión propia.
Mariana no podía separarse del despacho esa mañana, pero acordó con Ana que después del almuerzo se encontrarían en la playa. El extremo este de la playa estaba bastante cerca de la casa y de nuevo lucía un día templado y despejado, por lo que bajar a jugar con la niña a primera hora de la tarde se le antojaba prometedor si el tiempo no variaba. Quizás allí pudiera sonsacarle algo de lo que estaba buscando.
A la hora del almuerzo el inspector Alameda seguía sin aparecer, lo que empezó a irritar a Mariana. Sin otra opción, salió a comer a una pizzería cercana donde le propusieron un plato de linguini a las setas y aceite aromatizado con trufa blanca. Acostumbrada a salir del paso por las prisas y la incomodidad de almorzar a solas, se quedó de una pieza ante la oferta y en seguida empezó a pensar que quizá era justamente lo que necesitaba para recuperar el ánimo. Al menos en su enunciado el plato resultaba tentador, por lo que se animó a pedir también una copa de chianti.
—¿De dónde sacan ustedes las setas en esta época?
—Son setas de primavera, setas de San Jorge, como se las llama. Antes utilizábamos las deshidratadas, fuera de temporada, pero no son lo mismo. Estas que yo le ofrezco tienen todo el aroma y el sabor, ya verá cómo acompañan a la pasta. Y el toque del aceite…
—No sabía yo que preparasen platos tan escogidos.
—Claro que sí, éste es un restaurante de verdadera cocina italiana. Pero, claro, los clientes ven «italiano» y sólo piensan en pizza industrial o en espagueti pommodoro, ¿comprende? ¿Quizá le apetecería —dijo el jefe animándose— una focaccia con jamón de Parma, aceite de oliva virgen y un punto de pimienta negra? Una exquisitez. Sólo nos la piden los buenos clientes. Le podemos preparar una pieza pequeña, individual.
Mariana, cada vez más sorprendida y complacida, aceptó la focaccia. También pidió el periódico, porque había decidido almorzar placenteramente y sin prisas.