Juanín García de Marco creía en el sistema de seducción por agotamiento. Mariana lo soportó en recuerdo de sus atenciones para integrarla en la vida de G…, pero su cuota de agradecimiento estaba a punto de agotarse. Esa misma tarde lo encontró al salir del Juzgado dispuesto a invitarla a cenar en un restaurante de las afueras que acababa de descubrir. Ella pensó que cualquier día se le emparejaría corriendo por la playa del paseo, de tan pegajoso como era. Cierto que corría a primerísima hora de la mañana y eso difícilmente iba a entrar en los planes de su primo, pero no lo descartaba. Mariana solía trabajar hasta bien avanzada la tarde porque tenía la costumbre de no dejarse aplastar por los asuntos pendientes, de manera que, por lo general, al término de su jornada laboral no le quedaba otra que regresar a casa, prepararse una cena ligera y leer o escuchar música acompañándose de un par de whiskies con soda. La noche anterior, muy satisfactoria por otra parte, no durmió en casa y llegó al Juzgado falta de sueño. Como norma, prefería salir sólo los fines de semana, aunque recientemente las salidas se habían hecho más frecuentes y la lectura o la audición de música, más esporádicas. La culpa la tenía Jaime Yago quien, al contrario de Juanín, no había perdido ni un minuto en el acecho. La verdad es que en cuanto lo vio supo lo que iba a suceder entre los dos porque se conocía bien. En alguna ocasión anterior su amiga Carmen, la que fuera su secretaria de Juzgado en su primer destino, le había reprochado su atracción por ese tipo de hombre y Mariana le daba toda la razón. El problema era que le costaba resistirse. Incluso pensaba que ellos lo advertían en seguida, por lo que la manera de evitarlos no podía ser otra que la de no llegar a conocerlos; pero se buscaban, era un problema de campos magnéticos: aunque los separase una multitud terminaban por encontrarse y atraerse. Al fin y al cabo —se consolaba con íntima satisfacción— otras personas pierden la cabeza por motivos peores, como el dinero o el poder.
Juanín era previsible y aburrido; no tenía mala estampa visto de lejos, pero apenas se aproximaba, cualquier asomo de encanto desaparecía fagocitado por una especie de insistencia en todo lo ininteresante y lo trivial de la vida. En grupo era soportable, pero a solas resultaba un machaca; en los tiempos de adolescencia de Mariana se los denominaba con toda propiedad moscones. Y Jaime era lo contrario: tenía el don de comunicar actividad, juego, vida. Era un guapo acostumbrado a imponerse y a imponer su figura allí donde aparecía aunque en lo tocante a capacidad intelectual, carecía de todo mérito; pero Mariana no se había acercado a él para hablar de novela del XIX o de la música romántica sino por otra razón bien distinta. Mariana había llegado a la conclusión de que las relaciones dependen de lo que uno busca en ellas; si quieres una amiga para ir la cine, no le exijas más que esa clase de compañía; si la quieres como confidente, sé muy selectiva y elige bien; si dudas de la firmeza de una persona, no confíes en su lealtad, pero si te divierte, diviértete con ella. La diversión era algo que no podía asociar con Juanín. Esa tarde salía muy cansada y no tuvo reflejos para encontrar una buena excusa ni fuerzas para cortar por lo sano, así que, resignada, aceptó la cita con tal de quitárselo de en medio. Luego, ya en su casa y ante la perspectiva de tener que volver a vestirse para salir, lo lamentó. Y se hizo el propósito de regresar apenas cenada.
Cuando sonó el telefonillo del portal hubo de ponerse enérgica para impedir que Juanín subiera al piso. Después, mientras le hacía esperar, aún dio dos vueltas por la casa, apuró el whisky con el que había tratado de darse ánimos, buscó su gabardina porque afuera estaba lloviendo, recogió las llaves y el bolso y pensó en lo distinto que habría sido todo de haber quedado con Jaime Yago, que fue lo que hizo la noche anterior.